I
No quería verlos, pero los veía. Ellos, su banca y su pasión; yo, mi banca y mi libro. Su fuego me produjo ternura, sobre todo el de ella, que indagaba en los ojos masculinos con desesperación, como buscando una impronta suya en sus adentros, un registro permanente que la convenciera de que el amor, ese misterio de infinitos velos, también anidaba en ese muchacho distraído que la besaba y mordía como se muerde un helado exótico que terminará por derretirse pronto.
Mientras yo indagaba en las líneas de la novela con la misma aplicación de la chica en el muchacho bonito, concluí que necesitaban urgentemente un refugio alquilado; me conmovieron. Hicieron que la imaginación me llevara a mi parque de hace décadas, a mi banca perdida, a los primeros labios dulces que mutaron mi natural melancolía en otra nueva nostalgia de piel morena. Abandoné la lectura que en ese momento me tenía de viaje por la antigua Éfeso, presenciando el incendio del templo de Artemisa, el más bello del orbe allá por el siglo IV a. C., provocado por un tal Eróstrato en su desesperado intento de volverse popular en el mundo. Aquí, en mi siglo, otro incendio cercano a mí necesitaba ser apagado y me propuse contribuir a ello.
Indiscretamente me acerqué a los chicos, que no dejaban de beberse a cada segundo con labios y manos, provocando pudor y murmullos en dos señoras que mecían a sus pequeños en los columpios cercanos. De no intervenir pronto, una chispa emanada de sus pieles podría incendiar el pasto seco por el estío, y luego los árboles y casas cercanas; entonces sí, se emularía la deflagración que Eróstrato presenciaba idiotizado la noche del 21 de julio del 365 a. C., antes de que lo tomaran preso.
Al estar a metro y medio de ellos, aún con el escrúpulo de la “sana distancia” y para evitar un mínimo contacto con alguna humedad volátil provocada por esa guerra de lenguas y lava salivosa, carraspee sin elegancia para llamar su atención. Debí hacerlo dos veces. La chica se volvió hacia mí con ojos de virgen suplicante en estado de éxtasis; él, al contrario, pareció indignarse, sacó el pecho igual que gallo de pelea y me encaró preguntándome qué deseaba. Ayudarles, muchacho, les contesté, me resulta obvio que no tienen el dinero suficiente para pagar un motel, de lo contrario ya estarían en uno de ellos, y tampoco se los recomiendo demasiado por el riesgo de contraer alguna enfermedad. Me miraron sin dar crédito a lo que escuchaban, entre indignados y cohibidos. Él tomó de la mano a su chica, quien por vez primera desde que los vi puso los pies en el suelo, pues siempre los tuvo enredados en el cuerpo del joven; enseguida hicieron el ademán de incorporarse para alejarse del señor loquito que pensaron era yo. Los detuve de inmediato. ¡Esperen!, no me lo tomen a mal. Volteen a la derecha. ¿Ven la ventana de ese departamento pintado de naranja, al otro lado de la calle? Es mío. Salí al parque porque ahí dentro me nació una tristeza inconveniente que no me permite disfrutar de mi libro. Aquí me encontré con otro inconveniente: ustedes. ¿Les parecería ocupar mi departamento durante, digamos, dos horas, mientras avanzo en mi lectura y ustedes apaciguan su… incendio? Nuevamente la pareja de adultos incipientes intento retirarse
Preso de un furor insospechado minutos antes, los detuve con firmeza, pero amable. Les hablé de mi propia banca antigua en un parque de otra ciudad, de mi damita que también se derretía entre mis brazos, de mi honda tristeza cuando la vida me la arrebató joven como Beatriz al Dante, de cómo me hubiese gustado tenerla a ella muchas tardes entre cuatro paredes incendiadas del color de mi departamento, de cómo me sentiría honrado si aceptaran mi oferta en nombre del amor desnudo y casi limpio que leía en sus miradas. Acéptenlo ahora, les dije, y cualquier otra tarde que vuele yo desde este parque hacia otros mundos a través de un libro; ahora que son fuego verdadero y no el engaño quemante en que los convertirá la vida adulta. Extendí mi llavero hacia el joven, que, aun dudoso, lo recibió como un autómata, mientras la muchachilla me miraba con ojos humedecidos.
Mientras se retiraban con pasos vacilantes y volteando a verme todavía con asombro, los alcancé para decirles que en el buró del cuarto de visitas, cuya puerta estaría abierta, había una buena dotación de condones, y para pedirles encarecidamente que no robaran nada ni usaran mi sillón reclinable recién comprado a pagos fijos, de modo que me fuera posible seguir creyendo en el ser humano. Respondieron afirmativamente meneando la cabeza; noté que una ternura agradecida reventaba los poros de sus mejillas.
El sol, cómplice irremediable de todo lo que arde, fue cayendo en la tarde con su fragor intacto. En un receso de mi periplo, ahora por la Alejandría de Ptolomeo I y sus afanes de construir la biblioteca más grande de todos los tiempos, un tanto entumecido de mis piernas que ya no resistían fácilmente transitar por la historia sentado en la banca metálica de un parque, observé con gran satisfacción que mi departamento color naranja y el edificio entero del que formaba parte, era una llamarada soberbia cuyas puntas buscaban lo más alto.
Agradecí la epifanía visual. Los imaginé entrelazados, razón y centro de la cópula cósmica que prende la vida en este mundo maltrecho.
Sonriendo, seguí de viaje.
II
Nueve días después de que María Máxima Concepción cerrara sus ojos al parecer para siempre y callara esa boca que solía a menudo provocar enojos o carcajadas en quienes la escuchaban, sus familiares y amigos participaban en el final del novenario con la nostalgia incrustada en sus corazones. Los sobrinos más queridos despidieron durante esas nueve tardes calurosas a la tía que a la menor provocación sacaba de quien sabe dónde unos lentes finos, un reloj de marca o un perfume francés de los que solo usaban las personas de calidad, como ella decía, para regalárselos sin que hubiera cumpleaños, fiesta de graduación o festejo navideño de por medio; los hermanos, hermanas y sobrinos que la sobrevivían la lloraron como era menester y rodearon de flores sus cenizas, mientras filas interminables de Dios te salves y Santas Marías aderezaron la congoja caliente y sudorosa de las tardes de abril. Los otros parientes y amigos que se enteraron del deceso acompañaron con intermitencia los padrenuestros vespertinos para desearle a Conchita, como la mayoría la conocía, buen viaje a la luz; de entre ellos, muchos recibieron los beneficios de sus rezos, curaciones y limpias con hierbas para sacarles algún chamuco infiltrado en sus huesos, o el mal de ojo y la mala vibra de una envidia grande o de un odio de aquellos capaces de hacer mella en tu autoestima y tu equilibrio emocional.
Cada sesión diaria fue debidamente acompañada por música, flores y el fuego de veladoras y cirios. Los que más la querían la imaginaban sentada en una de las sillas dispuestas dentro de la gran sala rezando para sí misma, o sonriendo socarronamente ante esos conmovedores esfuerzos por mantener intacto su recuerdo y acompañarla en su viaje al infinito, sin lograr entender bien a bien que las plegarias y cantos eran más para consuelo de los vivos que de los muertos, porque ella, a decir del fraile dominico y docto que acompañó el último rosario ̶̶ más bien una misa bien puesta con sacramento de consagración y todo el tinglado ̶̶ , estaba más allá de nuestras mundanas tormentas emocionales y tenía ya contacto con la verdad en los muchos universos por donde ahora viajaba rumbo al padre y madre de todas las cosas.
No faltaron algunas de las muchas hijas que no parió, pero sí rescató de la orfandad o de una maternidad mal habida en distintos momentos de su historia, pequeñas que un día, así como llegaron, se fueron con los pechos crecidos a rescatar un pedazo de su pasado, o a medio enderezarlo en un presente donde apareció algún muchacho que movió sus hormonas sexuales y les compró un boleto hacia la incertidumbre.
Lo más interesante de este relato viene ahora. Tal vez los sorprenda el cambio de postura narrativa, porque un servidor, narrador omnisciente de esta historia, por las facultades que la tradición literaria y la bondad experimental de mi autor me otorgan, utilizaré ahora también la primera persona del singular para contarles el desliz final de esta humilde narración. A fin de cuenta todo lo sé y todo lo miro desde este panóptico que habito.
Ahí tienen, pues, que por la noche del noveno día, conmigo como testigo invisible, Conchita emergió de entre el fuego del gran cirio que iluminaba la sala solitaria. Primero fue en la forma de un humo denso que se esparció por la estancia; enseguida fue un viento arremolinando las faldas de las grandes cortinas y alegrando la danza de las llamas en las cuatro veladoras del pequeño altar. Poco a poco tomó la forma translucida del cuerpo delgado y seco que habitó en sus últimos años, se apostó en el centro del recinto con todo y el bastón de mando en su mano derecha y caminó luego hacia su retrato en el retablo, donde lucía hermosa en el esplendor de la juventud. Su mirada no era la misma, no había dolor ni queja ni miedo; sí la ligereza de quien habita una entidad sin peso ni densidad. Podría decir, hasta donde alcanza mi inteligencia prestada, que, en sus ojos, si es que aún lo eran, habitaba una certeza compasiva difícil de encontrar el algún humano vivo común y corriente. Aun estando acostumbrado a cualquier evento en este oficio de ficción por el que nadie me paga, confieso que me estremecí, lo que resulta extraño de decir por la falta de una sustancia concreta que me contenga, pero la literatura es así y no culpo al escritor por estas divagaciones esquizofrénicas.
El tiempo no es una dimensión adecuada para enmarcar el final de este cuento, pues lo que para alguno de sus deudos hubiera sido una noche entera de sombras y murmullos de viento, para Conchita pudieron ser instantes, dentro de los cuales bailó a la luz artificial de velas y cirio, cantó a todo pulmón Amapola y Varita de nardo, sus canciones predilectas, y aspiró, para robárselo, el aroma de todas las flores del recinto. Al otro día, amaneciendo, su hermana descubriría que la botella de jerez a medio consumir que dejaron sobre la barra de la cocina contigua estaba vacía por completo. Buscó a quien culpar sin saber que Conchita, antes de convertirse en fuego y escapar por los ventanales, sonreía de oreja a oreja después de escanciar la botella como se las arregló su fantasma para hacerlo. No me pregunten cómo, permítanme una vulgar y necesaria ignorancia.
Los ramos amanecieron secos y los pabilos apagados. Su hermana menor, que hizo las veces de su hija igual que Conchita hizo las veces de su segunda madre, experimentó un sosiego interior inesperado que la llevó a derramar lágrimas felices por su hermana mayor. Quiso encender las veladoras y no pudo. Comprendió de inmediato lo que sucedía: ella era la luz, no requería más de gota alguna de fuego en la Tierra.
Besó el retrato, corrió las cortinas y abrió por completo los ventanales. Enseguida levantó las flores muertas y aspiró las partículas vivas que el aire iluminado ingresaba desde la terraza soleada. ¡Vuela alto, hermana!, dijo.
En ese punto, cual debe ser, también partí.