Cada día, en alguna parte del mundo, me persigue una bala disparada por Bernarda Alba. No me encuentra nunca porque las manos de esa mujer tiemblan de ira cada vez que me dispara. Es el destino que mi creador fraguó para mí y hoy me rebelo contra él. Desde la sombra que soy, desde mis cientos de rostros inventados por mujeres que no me aman, pero me desean, desde este lugar donde camino acompañado del eterno ladrido de los perros, desde esta luz de luna que me sabe más que nadie, protesto.
Pepe el Romano me llaman, como un estigma cae mi apodo sobre mi nombre. Soy quien menos conoce mi rostro porque no soy quien lo esculpe. No hay un espejo en el mundo que me hable de él, de cómo brillan en mis ojos los veinticinco años perennes que me han regalado. Soy el verdadero preso del silencio. No es Martirio ni Magdalena ni Amelia ni Angustias, mi pobre Angustias. Ni lo es mucho menos Adela, el tierno lirio derritiéndose a diario entre mis manos, porque su muerte cotidiana es el verdadero grito libertario, el velero, la fuga. Y nadie jamás sabrá las frases que inventa para ella mi inspiración primitiva, ni cómo a diario se las repito sobra la paja cuando escapa de su cuarto para venir a mí. Han de saber que, a un hombre como yo, algo más que un gañán y poco menos que un fantasma, le cuesta el mismo trabajo tomar esa cintura rendida ante mí o no tomarla. Todos dicen que solo vengo por el dinero y las tierras de Angustias, lo cual es cierto a medias, porque, alguien dígame ¿qué otro hombre parido en esta ficción no lo haría? ¿No ha sido siempre la mano de un hombre la indicada para preñar la tierra y hacerla dar fruto? Perdónenme y ódienme por decirlo, pero Bernarda sabe bien que a una finca no la hacen florecer los rezos, ni se limpia de hierbas malas desde balcones adentro. Por eso visito a su hija mayor. La noche y los barrotes de hierro son testigos de que vengo en buena ley. Dispuesto estoy a este amor tibio que tal vez me daría un hijo para el cual valdría la pena hacer crecer la hacienda. Sin embargo, nadie puede, y menos este olfato que sabe cuándo el río de una mujer revienta detrás de las paredes, detener el pulso de la vida que moja y hace sudar al aire cuando lo respiro; y menos Adela, que carga con tres vocales fuertes en su nombre capaces de hacer pedazos el cerco de la noche y el mismo bastón de mando de Bernarda, su madre.
No declaro todo esto en busca de redención, no la hay. Soy un preso eterno de la cabalgata nocturna, vivo o muerto no puedo escapar de esta huida perpetua que soy. Me basta con romper un poco el silencio, gritar, dejar constancia de que en los mundos ficticios que proponen las almas viejas e inspiradas que habitan a los escritores, también puede caber la romántica insurrección. A fin de cuentas, no salgo tan mal librado: la bala nunca me toca, Adela es mía una y otra vez y una tal Martirio y una tal Angustias me sueñan. No sería tan codiciado si no fuera quien soy, aunque sin rostro, aunque sin un piso donde plantarme y un vientre permanente donde arrojarme y descansar del mundo.
Si el que soy, Pepe el Romano me nombran, hubiera nacido en otra ficción, tal vez llevara un ramo de flores en mis manos para regalarlo a una dama por entre los barrotes o al sentarme con ella en la banca de un parque, y en otra cuna me habría criado y sería dulce mi rostro imaginado por las mujeres, y cortés el trato que tendría con los hombres. Tal vez no domaría potros y andaría por las ciudades con peinado lustroso y traje de algodón. Pero no tengo más destino que tirar al monte. Látigo y mula para mí, diría Bernarda, cuyo patio jamás traspasé. Si lo hubiera hecho sabría si mis cejas son pobladas, recta mi nariz o profunda la mirada; sabría si mi apariencia alcanza a llenar lo que evoca mi sobrenombre o solo es broma de mal gusto del autor.
¡Basta¡, un fantasma como yo no tiene derecho a la ilusión. Soy el que vaga donde sea que ladren los perros, hermano de la sombra y el suspiro, la presencia más ausente, un retrato guardado bajo la almohada de una mujer que lo ha robado a su hermana; soy el que es hermoso por su virtud de no estar y de imaginarlo detrás de las puertas, dueño del silbo que rompe la noche y apresta a una niña para escapar de su casa conmigo; la llama que enciende las sombras donde más de dos mujercitas se tocan a escondidas y mitigan los suspiros redentores.
Alguien retome la tarea de bordar mis iniciales en las sábanas del ajuar de Angustias. Alguien tenga compasión de mí e invíteme a traspasar el umbral de su patio una sola vez. No me dejen acercarme a la casa de Bernarda y así no ladrarán los perros. Beban conmigo y embriaguen mis ganas de Adela para que ella no salga, para que no muera. Alguien tome mi lugar, si puede. Estoy harto de cabalgar rumbo a una noche que no cesa.
¡Hablen fuerte¡, ¡griten! Recen todo lo necesario por el alma de los difuntos. Incendien la noche las chismosas que murmuran detrás de las puertas. Una plegaria por Pepe el Romano. Que no haya silencio, no lo quiero como mi casa. Quiero la llama del grito y las voces de placer de Adela, no su muerte. No el silencio, Bernarda, ¡nunca más! Asomaré mi rostro por la puerta de tu casa una mañana de estas, mi rostro bordado por manos de mujeres en tardes y tardes de ensueño. ¡Nunca más el silencio! ¡Nunca más!
(En estos días merodeo la nueva casa de Bernarda de Alba en Cuernavaca, en calle Cuauhtémoc número 613, Col. El Empleado. Los próximos dos sábados, en punto de las cinco y treinta, amenazo con entrar por fin no solo al patio, sino a la sala de la casa de Bernarda. Si vienen, conocerán por fin mi rostro).