No lo creía, pero me está sucediendo: pasar de los cuarenta te adhiere como sanguijuela a la nostalgia, a la que por efecto dominó se le unen súbitas consternaciones y la anhelante espera de un no sé qué enmarañado. Serán las impertinencias de un riñón afligido, las dudas de una hombría que ya no erecta igual, la meta que dejé pendiente para mejores tiempos o los políticos prometiendo un país de maravillas que no he visto nunca. Serán tormentas químicas sacudiéndome adentro o tal vez resabios de los amores partidos ahora que peino canas. No sé, pero anoche tuve certeza acerca de mis tembladeras de ánimo: era ella, la recién llegada.
Desde que me avisó Rolando de su arribo al pueblo, sola, ni la botella de vino tinto que bebí completa para controlar la inquietud, me dio paz; vamos, ni siquiera el aire, entra y sale entrecortado, me olvido de respirar si contemplo los recuerdos lejanos donde ella vive. Pasé la noche inquieto, imaginando cómo lucirá ahora: si mantendrá su pelo lacio, largo y sedoso, o si lo habrá cambiado a rubio, como a menudo sucede con las emigrantes a Estados Unidos. ¿Cómo lucirán sus caderas y sus pechos orgullosos que estuve a punto de sopesar en mis manos, cuando de pronto se esfumaron? Si dormí, no lo recuerdo. Si así fue, tal vez la soñé toda la noche, porque hoy me siento completamente bañado de ella.
Fue hace más de dos décadas que sucedió el incidente. Lo digo así para no parecer patético; en otro momento diría con tono melodramático: revés del destino, indiferencia de un Dios somnoliento, o en lenguaje de Rolando, una soberana chingadera. Yo la rondaba sin hablarle, con miradas y sonrisas tibias, escondiendo mi timidez en el camuflaje de un universitario con altura de miras, como dicen los candidatos a hueso político, que no vendería fácilmente su estatus a una musa de pueblo. En el fondo la deseaba con la intensidad de las masturbaciones que mi compasiva mano me regalaba en medio de la noche, o en la mañana al despertarme, siempre con su rostro blanco dibujado en el aire. Rolando, confidente, escudero incondicional, admirador eterno (incluso cambiaba su nombre por el mío ante desconocidos cuando yo no estaba con él), me empujaba a cada rato: “Quiere contigo, cabrón, me mandó a decirte que ya terminó con Ricardo, el Patojo. No sé qué esperas”. Yo tampoco lo sabía. Mañana en el baile veré si me lanzo, le dije.
Al día siguiente planché mi ropa, arrugada siempre por mi onda de intelectual de rancho. Esa noche sería el baile de feria. Llegué con Rolando al auditorio. Solo faltaba Rocinante y el burro para completar la estampa quijotesca: él, bajo y regordete, siempre con plácida sonrisa; yo, largo y esbelto (aún hiere mi autoestima decir: flaco), con cierta arrogancia en la mirada. Nos dirigimos de inmediato a la barra de bebidas, pues no se nace con el suficiente valor para estas empresas, hay que fabricarlo. Elegí tequila: efecto más rápido y menos inconvenientes con mi vejiga pequeña, que tantas complicaciones me dio en la cama cuando niño. No fuera a suceder que en medio de mi declaración amorosa, tantas veces ensayada, debiera disculparme para ir a desaguar. Como no era un borracho consumado, aún, dos caballitos me dieron el arrojo suficiente; con un tercero se me trababa la lengua y ya no sería útil para hablar, y temía que tampoco para otros desenlaces que a mi calentura le parecían lógicos, relacionados con buceos húmedos y vientres olorosos a brisa de mar.
Con la lanza en ristre, perdón si soy tan descriptivo, me arrojé en ese mar de molinos de viento que movían sus manos al compás de: “Carmen, se me perdió la cadenita, con el cristo del nazareno, Carmen…” La busqué, ya sin escudero, por entre decenas de caderas bamboleantes; esto debía hacerlo solo. Justo cuando la canción de la cadenita extraviada estaba a punto de expirar, la vi. Se me paralizaron las mejillas, tuve que voltear y darme dos cachetadas para desentumecerlas. Era una princesa, o, más modesto en mi delirio, una reina de las fiestas patrias del pueblo. El vestido negro entallado acentuaba lo blanco de su piel y convertía al lunar debajo de su labio inferior en un hoyo negro en el cual quería perderme convertido en luz. Me miró y nos conectamos. Mis pies obedecieron, me llevaron hacia Dulcinea haciendo a un lado molinos de viento alcoholizados. Sus amigas murmuraban, quizás en tono de burla. Sin embargo, en ese momento creí firmemente que decían cosas como esta: “Se ve muy bien tu admirador. Si no lo quieres, me lo pasas”. El animador del grupo musical enviaba saludos mientras disponía la siguiente pieza. Rogué para que fuera una romántica, más adecuada a mis dos pies izquierdos y a la emoción que me embargaba.
La pausa terminó y las suaves notas musicales de la siguiente melodía comenzaron. ¡Cuánta suerte! Se trataba de una canción sentimental más propicia para enamorar, guardaba en su letra la cursilería necesaria para estimular mi tentativa: “Quiero / recordar esta noche / momentos / que no volverán…” ¡Perfecto! Justo así la necesitaba. Me arrojé para vencer los cuatro metros que nos separaban. Algunos otros lo intentaron estirando sus brazos. Ella escogió mi mano. Se dejó conducir hacia la pista. Tardamos quizás ocho segundos en llegar; los atesoro como el efímero compás de tiempo que destapó mi temeraria imaginación: en ese breve lapso le hice el amor infinitas veces, construimos una casa, nacieron nuestros hijos y nos hicimos viejos juntos. Al llegar a la pista, tomar su mano derecha con la mía izquierda y dirigir mi diestra a su cintura, vino la desgracia: se fue la energía eléctrica y con ella la luz que iluminaba mi futuro.
La conmoción sufrida por esa desfachatez de la mala suerte me dejó en un estado de vacilación cercano a la imbecilidad. Mis manos no la soltaban. Si dejaba libre su cintura no sé si tendría otro chance después. Por mi mente pasó fugaz la idea de aprovechar la oscuridad, arrimarla a mi cuerpo y besarla, pero el estúpido sentido de la decencia que, según yo, me distinguía de los demás, lo impidió. Cuántas veces me he preguntado qué habría pasado al atreverme. Una de dos: hubiera recibido tamaña cachetada o ella sería la madre de mis hijos. El hecho es que no me atreví. Sus palabras me sacaron del estado vegetativo. ¿Y si bailamos después, cuando llegue la luz?, me dijo. Claro…, mejor nos esperamos, contesté como bobo. La llevé de vuelta a su mesa en medio de la penumbra, sin soltar su mano. Los ocho o diez segundos del regreso fueron nuevamente delirio de la imaginación, ahora desafortunado: nos divorciábamos, se besaba con otro en mi presencia y ante las bromas de sus amigas, me abandonaron nuestros hijos, quedé viejo y solitario en una casa derruida. Al llegar, apreté su mano antes de soltarla.
Me alejé a tientas para buscar a Rolando. Rabiaba por dentro. Mi escudero, fiel a su talante sanchopancesco, devoraba tacos de tripa y suadero en el puesto ubicado en la salida del lugar, cuya luz atrajo como moscas a buena cantidad de paisanos que aprovecharon el momento para consolar el intestino. Pasé antes por la barra y bebí de un tirón otro tequila. En medio de mi ligera embriaguez me sentía ridículo. Rolando terminó de zambullirse el noveno taco y regresó conmigo por más tequila, mientras comentábamos el incidente. Aunque pasó media hora de oscuridad, yo veía mis propias luces generadas por la quinta copa, entre risas de mi amigo y maldiciones a mi mala suerte en amores. Al sexto trago me perdí: la lengua trabada, el orgullo herido, los electricistas ineptos; ella extraviada de mis manos.
Cuando por fin todo se iluminó, varios minutos después, la orquesta reinició con una cumbia sabrosa para recuperar el ánimo perdido. El mío estaba encendido por el alcohol, tanto que me fui bailando solo por entre la gente, buscándola. Después de varios tumbos la encontré. Bailaba con un tipo de sombrero que era una perfecta emulación de Cornelio Reyna, aquél que en una canción se caía de una nube. Me contuve. Terminando la pieza bailará conmigo, pensé. Ella me miró sorprendida por el brillo de mis ojos enrojecidos. Al terminar la melodía el tipo se quedó con ella en la pista, tan cerca que parecía acosarla. Quise intervenir. No fue necesario, porque mientras me hacía del ánimo para enfrentar al vaquerito ese, apareció Ricardo el Patojo y se armó la gresca entre ellos dos. Por no saber exactamente si esa pelea también me incumbía, por el treinta por ciento de conciencia que aún me quedaba, por miedo súbito a los músculos del Patojo ganados en su oficio de picapedrero y por los jalones de Rolando llevándome hacia la salida, fue que no me entrometí. A ella la sacaron del lugar sus amigas; no la vi más.
No sé si de furia, de intempestivo amor, o por borracho, lloré todo el camino a casa. Rolando se quedó conmigo hasta que amaneció, intentando consolarme con el cuento de otra chica que también quería conmigo. Con ella está menos complicado el asunto; no es tan bonita como la otra, pero anda suelta, ¿cómo ves?, me decía, mientras yo no lo escuchaba. Continuó: Y se me hace que esta que te digo sí te presta fácil el anca, cabrón, es una yegua ligerita; tú dices. ¡Ya cállate y duérmete!, le contesté molesto, para ti todas las mujeres son yeguas o potrancas. Y me dormí.
Al otro día regresé a la pensión de estudiantes en la ciudad. Rolando insistió para que la esperáramos al salir de la misa de la tarde, seguro de que ahí estaría; pero también el Patojo, pensé. No fue por cobarde que me fui. Que arreglen ellos sus cosas y después vemos, le dije a Rolando. Y las arreglaron: quince días después se fueron juntos a Carolina del Sur, o del norte, no sé, pero sentí que era al fin del mundo.
Ahora está aquí, sola, veintidós años más tarde. Y yo estoy aquí, también solo después de dos desastres matrimoniales. Creo que debo verla, cerrar de alguna manera el círculo que abrimos hace tiempo. El problema es que Rolando ya no es tan alcahuete como antes, rompimos nuestra relación de caballero y mozo. Desde que le fue bien con su tienda de abarrotes, que antes era tendejón, se dedica a contar monedas y tomar coca cola, gordo, gordo, gordo.
Conseguí un disco compacto con la melodía aquella que nos dejó en suspenso: “…junto a mí / como ayer en mis brazos / mirando al cielo / en la oscuridad…” Veré si aún podemos bailarla completa, aunque sea en un cuarto de hotel. Ahí no importará que algún fantasma nos apague la luz.