Hoy es un viernes por la noche, todos salieron, me quedé sola en casa. Estoy tomando la segunda copa de vino mientras leo nuevamente el cuento El hombre de arena de E.T.H. Hoffman, tumbada en la sala.
El río está muy cerca de donde vivo, aproximadamente a 80 metros. Se corre el rumor de que la llorona acostumbra sobrevolarlo en busca de sus hijos ahogados. Yo no creo en esas cosas, pero ya he escuchado, durante la madrugada, alaridos que ningún animal de la región emitiría.
Llevo algunos minutos leyendo y ya comenzaba la pesadez de la somnolencia cuando escuché uno de esos gritos. Son las 11:30 P.M. Entendí, con un escalofrío, que era la hora de irme a la cama. Lo intenté, pero el camino que tenía que recorrer desde la sala a la recámara se convirtió en un túnel. Voltee a las escaleras y se alejaron convertidas en una imagen borrosa.
Temí no estar a tiempo dormida. No poder alcanzar mi almohada, tener que observar el rostro de la criatura que desteje mis sueños. Intenté salir corriendo y no pude desprender un centímetro de mi cuerpo del sillón. La atmosfera alrededor se saturó de neblina negra más rápido que otras veces.
El aullido de nuevo al siguiente minuto; como una serpiente de sonido que viaja en el aire en sinuosas y extendidas ondulaciones de arriba abajo. Sucedió lo que temía, que llegara y yo aún tuviera los ojos abiertos. Me lanzó arena, quedé ciega por unos instantes. No le vi el rostro, sólo sus fauces abiertas de caída interminable.
Me tambalee cuerpo adentro, en mí misma. Mi mente y yo, ya estábamos en otro lugar. Frank Sinatra sonaba en la radio del inframundo con la frecuencia del azul ultramar “Fly me to the moon…” . Soy el fantasma de mi propio sueño, recorro mi casa con la movilidad del vapor. Puedo escuchar los pensamientos de los objetos. Las escaleras están dormidas fantaseando con los pasos que las trepan. El refrigerador conspira una huelga de hambre. El microondas se quedó sin voz y la estufa está embarazada. La casa cruje, sé que hace digestión conmigo dentro de su barriga geométrica.
Dejo de hacerles caso a los electrodomésticos y floto hasta la cama. El colchón es una tumba. La cabecera tiene el epitafio recién grabado “Aquí yace apolillada de indiferencia”. Me identifico con las palabras y a la vez me derrito sobre las sábanas que sorben la existencia estática y putrefacta. Mis líquidos de cadáver tornasol oxidan los resortes como si hubieran pasados cientos de años. Veo mi propio cuerpo. Me alejo elevándome con la forma de una idea “Los cadáveres son arcoíris violetas y las moscas ángeles de la descomposición”
Soy aire y siento terror súbitamente de escuchar-sentir otro de sus gritos. Sé que cada una de sus sentencias me llevará a un nivel más cerca del infierno. Me resisto a oír. No quisiera morir en el sueño porque sé que no despertaré, pero cierro la conciencia de suspiro que poseo en ese instante para olvidar. Sueño y sueño que sueño que me quedo dormida para que no llegue la pesadilla de la mujer que me arrojó arena al rostro. Es una gallina que puede volar y tiene cabeza de mujer. Su graznido anuncia que viene a arrancarme los ojos para dárselos de comer a sus polluelos.
Bajo de nivel en un parpadeo, hace más frío. La situación empeora. Soy una niña que recuerda la muerte de su padre. A mi padre el monstruo le arranco la vida por una deuda de alquimia. Lo escuché todo desde el segundo piso. Mi madre no nos dejaba entrar en el estudio en donde ocurrió. La perpetradora escapo con el rostro de mi padre entre sus garras.
En mi pecho transparente, lleno de constelaciones en traslación, hay un ansia de huir. Quiero caminar por el mundo sobre nubes negras y rojas del amanecer. Quiero oler a noche. Matarme y hacer el mismo ruido del tren al morir. Quiero huir del grito. Pensándolo bien, no me importa morir aquí, ya no podría viajar nuevamente por su garganta, esta vez me llevará a la locura que encierra en el color blanco. Me aterra imaginar existir en derrumbe constante. Deseo dormir, evitar su asedio, pero ya estoy dormida.
Soy el terror recorriendo la columna vertebral de mi propio cuerpo desconectado de su vigilia sobre el sillón. El grito que no llega me persigue, la incertidumbre de su arribo me mantiene en constante traslado. Su anunciación me hace envejecer. Me nace un sol muerto detrás de los ojos. El gallo conoce el sortilegio que podría salvarme, pero no le importo.
Sueño con despertar o morirme, no hay otra opción. Sin embargo, llega la imagen de mis sueños alegres a intentar rescatarme. Pienso en los manantiales, en los dulces manantiales en los que sabría bien ahogarse mientras nado acompañada de tigres negros. Escucho un aleteo entre las ramas de los árboles. Es ella, en la piel tengo su mirada. Miles de ojos cazadores, a través de mis poros, me observan el alma con hambre.
Me rasco la cabeza y el brazo distraída, intentando olvidar lo que está afuera. Lo que me pica es la garrapata del miedo. La punción me devuelve al interior de la casa. Su arquitectura está apacible y respira despacio; estoy a salvo de sus jugos gástricos. Necesito esconderme y las sombras ya no me bastan. El grito alado sabe que estoy adentro y prepara sus garras y su voz destructora de planetas.
Ahora soy una autómata llamada Olimpia que le escribe cartas a Nathanael y a su yo dormido suplicándole que se levante a cerrar con candado todas las puertas. Algo rompe la ventana. Aquel estruendo hace que también yo me fragmente. Soy un espejo roto en el piso reflejando mi propia cara dormida. Sé que falta poco para que vengan volando sus canticos a estrellarse a mi oído. Veo mis ojos arrancados en el suelo. Escucho el colapso de otro vidrio. Ha entrado. Mi corazón va a explotar. Despierto.
La copa de vino se resbaló de mi mano. Está hecha trizas en el suelo. De inmediato me toco el rostro verificando que mis ojos sigan en su lugar. Siguen allí. Eso quiere decir que vendrá por ellos en la próxima pesadilla. Cierro el libro. Son las 11:40 P.M. Tengo miedo de volverme a dormir.
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