Sentadas en el murete de mampostería que delimitaba el talud del río, mi hermana y yo colgábamos los pies golpeando con los talones las piedras igual que campanas anunciando misa. La luz se diluía y yo podía ver cómo el aire mezclaba la oscuridad como gota de tinta china en agua clara. La noche me coqueteaba guiñándome los ojos en las alas de las polillas que revoloteaban cerca de mí, esparciendo sus cenizas tornasol.
—¡Mira los árboles! ¡Están bailando! —le mostraba a Ruth señalando las siluetas de los ahuejotes al otro lado del río. Danzaban suavemente inclinando sus cuerpos con mucho sueño, arrullándose mutuamente. Después los murciélagos; siempre eran ellos los que jalaban la cobija de la luna; la entretejían entre todos y cerraban los agujeros luminosos que quedaban.
Los olores dulces del huamúchil, agua limpia y pasto, me mordían la nariz para que los siguiera. Me levantaba y corría con los brazos extendidos dando vueltas intentando que la noche se me embarrara en el cuerpo, hasta que Ruth pedía que me estuviera quieta. Sentada de nuevo a su lado, platicábamos de cosas de las que sólo pueden hablar una adolescente de dieciséis y una niña de cuatro años. Intentando adivinar el punto en que las estrellas eran las de arriba y las luciérnagas las de abajo.
No sé si esas cosas maravillosas de la naturaleza no expresaban nada a plena sol, o simplemente era que no me interesaba saber lo que tenían que decir en ese momento. Siempre era en la noche el instante en que se comunicaban.
Recuerdo que cuando papá vivía con nosotras en una pequeña casa en la ribera del río Cuautla, por las mañanas muy temprano, durante el bostezo de la claridad, salíamos cuatro siluetas dibujadas en contraste al trasfondo azul pálido de la todavía madrugada. Espectros diurnos, descendíamos por la ladera recién enmallada del río, cuidadosos de no resbalar. Entonces ocurría nuevamente mi diálogo con la ausencia de luz: El canto de los gallos nos perseguía como eco dolorido, cual suplica de moribundo. Las hierbas estiraban hacia mí sus brazos, y yo desde los hombros de papá, las observaba mostrar a sus hijos cocuyos, brillando en la punta de sus dedos vegetales, mirando con ojitos de chispa nuestra expedición para ir a nadar a los manantiales. Las aves estallaban en las copas de los árboles en fragmentos negros que se extendían hasta disiparse ruidosamente, formando figuras ondulantes de limadura de hierro bajo las fuerzas magnéticas del cielo. Desde ese entonces la madrugada me hacia sentir como una criatura recién nacida al mundo que sólo existe en los minutos del alba.
Pero al desafiar la bravura del río, mi felicidad se fracturaba. Sus aguas no eran traslúcidas: en esos momentos eran serpientes negras enfurecidas aullando promesas de asfixia y abandono. No todo lo que veía o me mostraba la naturaleza, en la última penumbra, era amabilidad y belleza.
Cuando papá cruzaba conmigo de salto en salto, de piedra en piedra; mi carne se apretaba para respirar menos y ser más ligera, para no hacerle perder equilibrio. Podía sentir cada titubeo. El corazón se volvía granizo rompiendo ventanas y opacaba cualquier sonido exterior. Ruth y mi mamá pasaban al otro lado de la misma manera; desafiando a la bravura. El mayor de mis miedos no era caer, era que ellos resbalaran y que las lenguas revueltas los engulleran. Me preocupaba ser pequeña y no tener fuerza para recuperarlos; para salvarles la vida.
Todavía con el espanto cruzado en mi pecho subíamos la ladera del otro lado para caminar unos cuando metros a la par del flujo de la corriente hasta llegar a mis amados manantiales. La pesadilla que había experimentado instantes antes se desintegraba al ver los reflejos tiernos de la luz sobre los guijarros de colores al fondo del agua mansa y nueva.
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