Sirenas flotantes
Me miraban desde lejos, retadoras, meciendo su soberbia al ritmo de la marea. No caeré en su provocación, me dije, decidido a extraviarme en la lectura en turno. Vine a la playa a descansar, a olvidar la desazón citadina que me había puesto en estado de ansiedad durante las últimas semanas. Sin embargo, el pez había picado el anzuelo, por más esfuerzos que hicimos el libro, la cerveza y yo por ignorarlas, supe lo inevitable de ir a su encuentro. Traté de posponerlo cuanto pude, distrayéndome de soslayo con alguna de las pocas turistas interesantes que cruzaban de un lado al otro, o con las peripecias de los niños ingenieros, cuyo castillo de arena era herido de muerte por las olas ante el llanto del más pequeño.
Pronto me di cuenta de que era inútil posponerlo por más tiempo. Aun cuando prometí a mi esposa no arriesgarme esta vez más allá de lo necesario, la pulsión era tal que, camuflando mis intenciones conel pretexto del calor, dejé la comodidad de la poltrona bajo la sombra de la palapa y encaminé mis pasos hacia la espuma, no sin recibir la advertencia acostumbrada de mi pareja, perfectamente memorizada por mí de modo que hubiera sido innecesario que se molestara en repetirla. Dejó el móvil en que se entretenía para seguir mis pasos rumbo al mar.
Jugué un poco con las olas y llegué hasta esa zona media en donde es más seguro estar sin riesgo de que alguna de ellas te revuelque. Algunos de los pocos bañistas me veían retar las crestas más adentro de lo que ellos se atrevían, animándose a echarse un poco más adelante. Desde ahí las miré acosándome otra vez, naciendo y muriendo entre el vaivén, risueñas y danzantes. Atisbé hacia donde estaba mi esposa. Creí verla concentrada ahora en su libro, tal vez con un ojo en la letra y otro en el ingrato, o sea, en mí. Es ahora o nunca, me dije.
Entre el parloteo que produce el movimiento constante de la superficie del agua, claro las escuché, incitándome, retándome socarronamente. Tenía dos años sin nadar en el mar y juro que las veía reírse de mí, apostando entre ellas si llegaría o no. Faltando unos ocho metros, todos los miedos acumulados en tantos meses de encierro se apoderaron de mi cuerpo. Mi voluntad lo exhortaba, pero él había caído preso de la memoria y las sentencias: ya no eres un muchacho, mira que se te anda subiendo la presión arterial, te quieres portar como hace veinte y harás el ridículo, sé prudente y vuélvete que solo acongojas a tu mujer. ¡Mi esposa! Volteé hacia la orilla y la vi de pie gesticulando y haciendo ademanes con las manos para hacerme regresar. No lo pensé más. Un miedo irracional de que un tiburón mordiera mis piernas se apoderó de mí y: “Brazos, ¿pa’ cuándo son?” Nadé con las risotadas cayéndome en la espalda. Una de ellas gritó cruel en mi cabeza: “¡Te dije, inútil, que nunca llegarías hasta nosotras; nos tienes miedo! Ja, ja, ja.”
Al salir, era un soldado derrotado que recordaba los tiempos en que remontaba el oleaje más salvaje en mar abierto; ahora, unas sucias, enlamadas y viejas flotantes me querían hacer consciente de que los tiempos buenos habían pasado. Tuve que soportar los reclamos angustiados de mi compañera y mi cuerpo se tiró en la arena para hundir su frustración.
Al día siguiente, después de una noche inquieta, las vi nuevamente a lo lejos, burlándose de mí. Mi orgullo estaba herido. En algún momento mi esposa echó a andar, en uno de esos arranques de contemplación activa que suele tener cuando hace contacto tan directo con la naturaleza. Se fue por la playa tras de unas gaviotas que la sedujeron o quizá de un sueño encarnado en algún turista que para mí pasó desapercibido. Antes de marcharse me solicitó amablemente no ser imprudente. No te preocupes, estoy bien aquí con mi amada fría; respondí haciéndole un guiño a la cerveza.
En cuanto se alejó lo suficiente, un insurrecto empezó a gritarme adentro. Por más que intenté detenerlo con argumentos de hombre maduro ya muy entrado en los cincuenta, no lo logré. Me vi ponerme de pie y encenderme cuando el sol me tocó a plenitud; sentí despertar y tensarse mis dormidos músculos; me vi adueñándome de la espuma y arremeter sin titubeos mar adentro. En unas cuantas brazadas recuperé años perdidos y nadé hasta ellas, que, incrédulas y en silencio, me veían acercármeles, pasmadas ante el arrojo de mis brazos. Cuando al fin las tuve junto a mí las tomé en mis manos sacudiéndolas una y otra vez. A la más irónica, una boya amarillenta con un trazo de sonrisa dibujado por la lama, le grité que yo era más fuerte que ella y borré su mueca hasta dejar su cráneo pelado y sin ningún atractivo. Henchido de orgullo,giré hacia la playa y emití un grito de triunfo que nadie más que yo escuchó. Me sentí un Prometeo liberado de los malditos buitres que comían mis vísceras, y con ellas mi fe.
Pleno, rejuvenecido, me dediqué a flotar un buen rato en plena comunión con el agua y el sol, mientras las sirenas esféricas, calladas, danzaban su eterno y aburrido vaivén.Enseguida nadé vigorosamente hacia mi propia orilla. Ahí me encontré, satisfecho y orondo.
Mientras iba hacia mi palapacaminé con garbo, con porte. Una vendedora de artesanías y todo tipo de colguijes me mostró un collar con diente de tiburón. Lo compré y colgué de mi cuello. Cuando volvió mi esposa de su idilio con la arena, yo estaba convertido en una especie devaliente héroe tropical, semejante al de una historietaclásica de mi infancia. Ella se dio cuenta de inmediato y un color intenso se le metió en el cuerpo, el mismo que yo irradiaba.
Al cuarto día de mi estancia en el mar, las boyas volvían a ser hermosas sirenas llamándome, esta vez amables, llenas de encanto. No fui omiso, las hice mías una y otra vez.
Cachalote y mujer que sueña
Primero lo vi llegar a él con una cerveza en la mano y una hielera de tamaño mediano en la otra. El tipo no me saludó ni dio señal de percatarse de mi presencia. Se quedó de pie mirando a dos extranjeras con bikini diminuto que pasaban enfrente. Hundió cuanto pudo su vientre prominente, pero al pasar las rubias desistió y dejó que su panza volviera a su lugar. Un minuto después llegó su esposa con una hija adolescente que no despegaba los ojos del celular y dos pequeños de unos ocho y cinco años. La mujer cargaba bolsas, juguetes de playa, toallas y dos sillas plegables; la hija mayor llevaba un parasol que entregó a su padre, quien la clavó en la arena haciendo alarde de fuerza. Después de hacerlo me miró tendido bajo mi sombrilla. Quise saludarlo. Sin responder a mi gesto tomó sus lentes de sol que colgaban de su pecho para colocárselos, cómo diciéndome: “Ignórame, imbécil”. Cogió otra lata de la hielera exagerando los movimientos al destaparla y beber, dejándose caer enseguida sobre una toalla gigante.
La mujer acomodó las cosas en la arena lo mejor que pudo, luego embarró protector solar a los hijos pequeños y colocó flotadores en sus brazos, extrajo los juguetes de playa y dio al más pequeño una cucharada de jarabe, ante las protestas del diablillo pelirrubio. Enseguida colocó un tapete sobre el que puso algunos recipientes de plástico, frascos y algunos desechables; metió y sacó cosas de la hielera, mientras regañaba al niño mayorcito por quitarle una pala de plástico al pequeño, que lloraba a grito abierto. Cuando al fin puso todo en orden, sin poder todavía esbozar una sola sonrisa, desplegó una de las sillas, se colocó sus gafas de sol, suspiró hondo y aplicó protector solar en su cuerpo, incluyendo su cara que ya mostraba algunas arrugas prematuras. Imposibilitada para colocar crema protectora en su espalda, le pidió a su esposo que lo hiciera, quien atendió su petición con movimientos bruscos, desangelados; nada parecido a una caricia. Al terminar, el tipo encendió un cigarro y bebió el último trago de la segunda cerveza, mirando en el celular algo que lo hizo reír ridículamente. La adolescente no parecía estar en este mundo, sino conectada mediante los audífonos con otra galaxia musical que la hacía mover cabeza y hombros de un modo mecánico, ajena por completo a la melodía del mar y al vuelo de las gaviotas.
Unos minutos después la señora llevó a sus hijos a jugar en la orilla del agua, sin arriesgarlos demasiado, pues las olas no eran débiles en esa playa de la bahía. Su esposo no quiso llevarlos, entretenido en una llamada importante con no sé qué personaje importante de la empresa donde trabajaba; gesticulaba como hombre de mundo envuelto en grandes proyectos, hablaba de porcentajes, cifras y proveedores. Todo mientras daba cuenta de la tercera cerveza que había encendido su discurso masculino y sus mejillas. De vez en cuando me volteaba a ver, intentando percatarse de que era escuchado y paseando sus piernas peludas por un círculo imaginario. Lo ignoré rotundamente. Captó mi atención su hija, quien no había soltado su celular en todo el tiempo que llevaba ahí. Enviaba mensajes y reía con el mismo tono del padre. Me sacó de quicio cuando respondió un audio con una de esas joyas discursivas que los chicos de la generación millennial heredaron a los de la “Z”: “No mams, guey. ¿Es neta? ¡Qué mal pedo, idiota!”.
Quise alejarme de ellos. ¡Ni madres!, me dije, yo no soy el intruso. Me costaba concentrarme en la lectura de mi libro, y la cerveza me sabía amarga junto al tipejo y la superficial de su hija. Para despejar un poco los humos de mi cabeza fui a refrescarme con las olas. No lo creerán, pero el intruso terminó la llamada y decidió meterse al agua poco rato después de mí. Me alejé lo más que pude de él. El hijo mayor quiso ir con su padre, quien lo bateó olímpicamente: “Quédate con tu madre, no puedes entrar conmigo a lo hondo.” No sé de qué parte de su ánimo, o de su alma, sacó su esposa la siguiente frase para él: “Ten cuidado, cariño”, pues a leguas se veía que el fulano había esculpido esa cara de infelicidad en la mujer, quien fue a preparar algo de comer para todos, con un ojo puesto en ellos en todo momento. La hija se enfadó ante la petición de ayuda de parte de su madre. A regañadientes colaboró en la preparación de emparedados, sin dejar de estar conectada al aparato mediante los audífonos. Aproveché para volver y continuar mi lectura, deseando que el pelafustán se ahogara para bien de la humanidad y de su esposa.
Es extraña la suerte que, últimamente, a menudo se afilia a mis deseos. Una ola tomó por sorpresa al indeseable y revolcó su cuerpo de ballenato, arrastrándolo luego hacia adentro para toparse con la explosión de otra ola igual de potente, la que nos regaló la humorada de bajarle hasta media pierna sus ridículas bermudas adornadas con palmeras. Su esposa mostró en un principio asombro y preocupación, pero juro que en un segundo momento la vi esbozar una sonrisa de satisfacción, muy sutil y pícara como la del niño aquel de un cuento de Andersen, que no puede reprimir una leve sonrisilla de burla ante el triste espectáculo del emperador desnudo paseando por las calles. Y lo juro porque algo sé de psicología femenina. Incluso se me cruzó por la cabeza que a ella también se le cruzara la idea de un dulce ahogamiento del marido. Sin embargo, reaccionó como debía reaccionar una esposa y corrió para ayudarlo cuando dos jóvenes ya lo auxiliaban a alcanzar la orilla, después de haber sufrido la pena de regalar a los asistentes el espectáculo de sus nalgas ajadas. Volvió y se tendió junto a la hielera, rumiando su vergüenza. Destapó su cuarta cerveza para paliar el coraje y la humillación. En ese momento su hija, ausente de todo, le preguntó: “¿Te pasó algo, papi? ¿Por qué te ves molesto?” Ni hablar; tal para cual.
Me dio tanto gusto el suceso, que por mi mente comenzaron a deambular sandeces, como me pasa siempre que algo en la vida me hace divertirme: imaginé que los chiquillos abandonados por su padre eran en realidad míos, incluso al pequeño le encontré parecido conmigo; claro vi que la esposa sometida ―linda, por cierto―, me guiñaba un ojo mientras acomodaba con su mano unos cabellos rebeldes detrás de su oreja izquierda, toda ella convertida en rubor encantador; a la chica Z le arrancaba con furia el celular y lo arrojaba al mar ante sus gritos histéricos y la complacencia cobarde de su padre.
El tipo bebió dos cervezas más, comió lo que su esposa preparó y se quedó dormido casi dos horas, dejando que su abultado abdomen, con completo descaro, subiera y bajara al ritmo de sus ronquidos. Al despertar, dio la orden de retirarse ante los reclamos de los chiquillos y la indiferencia de su hija autista, quien apenas pisó la orilla del mar cuando fue a sacarse unas selfies para presumir en el mundo virtual sonrisas y poses de ficción. La esposa protestó débilmente, pero a los pocos minutos recogía aquí y allá, preparaba a los niños para retirarse y se olvidaba del anhelo de caminar por la playa tomada de la mano por un marido sin vientre prominente que la tratara con ternura y le prodigara su atención. No era momento para soñar. Solo suspiró profundo y fue tras él, que se había adelantado con la hielera y con su panza más grande que cuando llegó.
Es seguro que ella llegará a casa a lavar trajes de baño, tender ropa, ayudar en el aseo a los chicos, preparar la cena y levantar los excrementos del perro; él probablemente tendrá algún partido de futbol para cerrar su domingo, algún trago más que le repare el orgullo y algunas llamadas a las que responderá con la voz engolada y autosuficiente.
Más tarde irán a la cama; casi puedo verlos. Mientras él se dedica a roncar, ella, lo afirmo, se pondrá a soñar, antes y después de cerrar sus ojos.