“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren”
Joaquín Sabina
Su fragilidad, respondió cuando le preguntaron respecto a lo que más le gustaba de ella. Y tiene un no sé qué, un aire ausente, como si tuviera al mar siempre enfrente y esperara ver llegar un barco con noticias del mundo, agregó después de que un suspiró metió frío en su pecho. Además, es tan sensible que la he visto llorar mientras devora con sus ojos El túnel de Sábato, continuó diciendo para redondear su respuesta.
Genaro fue quien puso la novela en sus manos y después no estuvo seguro de que hubiera sido bueno. Al escucharla decir que ella tampoco se entendía con el mundo, como Juan Pablo Castell, el protagonista de la historia, sintió una profunda compasión por ella y, además, sintió quererla más que antes, con esa devoción protectora que surge en muchos hombres ante una mujer que tiene “el palpitar de un ave en agonía”, dijera un poeta. Fue él quien se propuso sacarla de ese encierro, de mostrarle las ventajas de reír ante el mal tiempo y encontrar asideros en los días de sol o las tardes nubladas; convencerla de que el mundo no es perfecto y estaba muy lejos del alcance de un solo ser humano poder cambiarlo. A eso destinaba las horas de las tardes que pasaba con ella y escuchaba fanfarrias si lograba sacarle una sonrisa. Si ella hablaba de las penas y tragedias que sufren los migrantes, él contraponía historias de éxito de muchos exiliados; si ella se quejaba de su condición de ser mujer y sufrir la violencia que pesa sobre su género, le decía que las revoluciones modernas las estaban haciendo las mujeres y hablaba de lo mucho que han logrado; si ella peleaba con la idea de un dios clemente que nos depara un reino de bondad, él compraba helados de sabores y, jocoso, la invitaba a saborear bondades de fresa, pistache y chocolate. Y Genaro se acostumbró a que en el sexo los gritillos de placer de Julieta fueran acompañados de lágrimas que después del orgasmo se volvían caudales, una especie de ríos por los que navegan góndolas sin gondoleros ni enamorados.
Es una mentira que haya historias de amor en las que los dos permanezcan intactos en su individualidad, que nada se transforme en uno y otro con el paso de los días y sigan ondeando dos banderas distintas después de batallas amorosas de meses. La mejilla de ella pareció echar raíz en el hombro de él, y sus manos de lirio desmayado se aferraron tanto a la espalda masculina que a esta le nacieron lianas que lo ataron a las paredes en las que Julieta colgaba su nostalgia. Por eso Genaro fue perdiendo su encanto de gorrión en coro permanente y se tornó un cielo seminublado del que solían llover espesas lágrimas por la tarde sin que nada lo anunciara, como pasaba con ella. Y se aficionó al chocolate amargo, al café sin azúcar y a las canciones tristes, a despertarse tarde y a la duda, la noche, la calma, al crepúsculo en vez de los amaneceres y los silencios en lugar de las canciones; a escudriñar la vida en busca de polvo sobre los muebles y lavar sus manos cincuenta veces en el día, a no soportar una sola arruga sobre la colcha de la cama y a convertir una simple merienda en un ritual tedioso de cubiertos y cristales.
Julieta ganó terreno en ese juego del amor al que nos entregamos como un sacrificio y Genaro cedió un gran tramo de su fortaleza de sonrisas y optimismo. Lo extrañaron en las calles y los bares que acostumbraba pisar. Incluso una damita, cuya voz hacía recordar el canto de un estornino, cejó en su intento de meter a Genaro en su jaula, pues el chico, antes rubicundo ruiseñor, prefiere ahora el jardín lleno de lánguidos lirios donde Julieta pasea, taciturna y pálida.
Con los restos sanguíneos que le quedaban, un día Genaro le propuso matrimonio. Habló de hijos, de futuro, de vida. Ella no dibujó una mínima emoción en su rostro. Ya no valía la pena ni era responsable traer hijos al mundo, respondió, y para qué casarnos si no alcanzo a ver el futuro. Algo se congeló súbitamente en el pecho del él. No me entiendo con el mundo, Genaro, ya lo sabes, sentenció ella.
Su fragilidad, que tanto lo atrajo al inicio, le pareció ahora una acuarela triste; su voz, el más desconsolado nocturno de Chopin. Quiso luchar y puso nuevamente un sol en sus ojos y una pieza cromática de Wagner en su voz. Arremetió con furor, como el director de una orquesta intentando que su batuta despertara a una orquesta desangelada y casi muerta. Se rindió cuando ella pronunció las frases lapidarias: “No estaré mucho tiempo aquí, Genaro. Siempre he creído que no soy de este tiempo. Tu amor me riega a veces, pero luego reseco como un páramo. Eso soy, una tierra yerma que está más cerca de la muerte que de la vida”.
Su fragilidad, supo Genaro, era una barcaza sin remos navegando por los rápidos de un río furioso.
“Acompáñame, amor mío, demos fin a este engaño de los sentidos. La vida está fuera de aquí, tú lo sabes. Cada día es un episodio de tormenta y ni tu amor me salva; al contrario, duele. Si no te tuviera podría retirarme sin pena, pero aumenta mi angustia saber que escalaste mi balcón y estoy a punto de dejarte solo en él, sin una enredadera por la que bajes y escapes. Hay un abismo dulce esperándote sobre el buró de mi cama, si tú lo bebes después de mí, me alcanzarás. Te espero en el camino, mi amor. Como te prometí, he sido tuya hasta la muerte”.
Tenía claro que ese día Julieta se encontraba sola en su casa. La llamó desde la calle con insistencia pero no contestó. Ingresó sin dificultad al encontrar la puerta abierta y se dirigió a su recámara. Halló la carta en el buró, junto a un frasco de tranquilizantes con la mitad de su contenido original. Ella estaba inconsciente, con la misma palidez sepulcral que lo enamoró. No lo pensó. Se dio cuenta de que aún había pulso de vida en ella, quien apretó su mano como señal de que lo esperaba. Decidió alcanzarla y bastó un vaso con agua para beber el resto de las pastillas. Antes de perder la conciencia dijo en su oído cuanto la había amado y que debían continuar lo suyo en otra parte. Besó a Julieta y poco a poco se fue hundiendo en el sopor.
El azar, ese misterio que nos lleva y nos trae, quiso que el hermano mayor de Julieta llegara a los pocos minutos. Los descubrió rápidamente. Llamadas telefónicas, ambulancias, los padres de ambos rumbo al hospital. Algo en ella la hizo reaccionar, como si asuntos pendientes la devolvieran al mundo. Al poco rato, semiconsciente, vomitó restos de las pastillas y los deseos de muerte que la llevaron a tomarlas. Genaro, al contrario, se entregó completo.
Cuentan que los ruiseñores, cuando pierden el canto, saber morir sin demasiados aspavientos.
Semanas después, frente a la tumba de su enamorado, Julieta tenía una expresión extrañamente neutral. Cualquiera diría que no había demasiado dolor en ella; ausencia, solo ausencia. Pálida y bella, tal vez más que antes, dibujó una levísima sonrisa cuando se retiró del cementerio, tan pequeña que hubiese sido necesario conocerla durante años y estar muy cerca de su rostro para detectarla. Si escudriñáramos un poco incluso habríamos podido percibir un nuevo brillo en sus ojos, como si la muerte y no la vida, la dotara de esos destellos paradójicamente vitales.
Tiempo después, un primo lejano suyo que volvió de estudiar arquitectura en el Politécnico de Turín se sintió irremediablemente atraído por la sua fragilità. Sus padres vieron esperanzados y con buenos ojos la posibilidad de que surgiera algo entre ellos. Julieta debía continuar con su vida después de la tragedia. El joven arquitecto, que aún no desempacaba las maletas traídas de Italia, no resistió a su encanto y no aminoró su ánimo por conquistarla cuando la escuchó decir lo que él pensó era solo una esplosione di malinconia: “Roberto, soy una mujer que no se entiende con el mundo”. Nuevamente aparecieron en su rostro el extraño brillo en la mirada y aquella levísima sonrisa en su boca. Extasiado y prendido de la sua fragilità, él no pudo darse cuenta.