La muerte no está extinguiendo la luz;
solo está apagando la lámpara porque ha llegado el amanecer.
Es dos de noviembre y estoy sentado a un lado de la ofrenda brindando con mis muertos. La boca de una botella de tequila añejo, el favorito de mi abuelo, ha probado mis labios y supongo que los suyos, porque si por una razón principal volvería aquel viejo lindo, sería para posar sus ganas en esa boca de vidrio tan amada y plena de aromas. La calabaza en dulce ya supo también de mis dientes y de la dulce mordida invisible de mi abuela, quien con almíbares compensó en vida las penas que le tocó vivir, que no fueron pocas. Las tabletas de chocolate criollo han recibido los besos virginales de mi querida tía Clarita y los míos.
Sé que mis muertos no tendrían que venir cada noviembre a departir conmigo y recibir mi ofrenda; no necesitan hacerlo porque los tengo siempre aquí, cada uno en su cuadro en la pared, con su eterna mirada socarrona. Los quiero tanto porque no me juzgan, no vigilan mis pasos ni merman mi peculio, ya que no piden nada. Callados, me miran desde la bonhomía que parecen adquirir todos los muertos al empezar a serlo, ayudados por la bondad propia de los recuerdos de quienes seguimos vivos. Para amarlos basta poco: mi amor, un trapo viejo, algún plumero, unas cuantas flores de vez en vez, eso y menos necesitan para seguir contándome sus historias por las tardes, cuando las cosas no van bien y requiero charla, compañía. Entonces se desatan con su andanada de evocaciones; vieran cómo gozo el anecdotario. Revisamos álbumes de fotos, diplomas, videos e incluso recortes de periódicos, porque debo decirles que entre mis difuntos hay quien conoció alguna fama y se codeó con el glamour. En ocasiones bebemos juntos, especialmente lo hago con el abuelo, que baja desde su lugar en la pared, justo en el rellano de la escalera. Le encanta compartir conmigo su tequila predilecto. El problema es que a él no se le sube el alcohol a la cabeza como a mí, sigue firme, con su mirada recia y el bigote airado. Ya medio borracho le cuento mis cuitas hasta que vació por completo mis frustraciones y dolencias, todo chillón y compungido. Entonces veo cómo el anciano relaja el entrecejo, humedece sus ojos y me dicta en silencio las dos o tres sentencias en las que compendia los secretos fundamentales para vivir. Avanzada la noche terminamos la tertulia y lo llevo a su pared; es un muerto viejo y me hace pensar que el reposo es la condición esencial para transitar su eternidad, lo que tal vez no suceda con aquellos que tuvieron la desgracia de morir jóvenes e insatisfechos.
A un lado del abuelo está mi tía Clarita. Murió de amor y sin amor hace nueve años. Siempre fue mi adorada alcahueta, cuando niño me daba los dulces y refrescos de cola que mi mamá me negaba. Por un tiempo mi madre eligió el vegetarianismo para mi familia. Era mi tía quien me proveía en secreto de las salchichas y el jamón serrano que tanto me encantaban. Con apenas cinco años mi ruego la conmovía: “Una salchichita tía, sólo una”. Arremetía furibunda contra mi madre a la voz de: “Los estás matando de hambre, ingrata”. Ahora baja a tomarse un rompope conmigo mientras le platico las peripecias de mi vida. A veces me pregunta sobre la telenovela de moda y le cuento la trama completa, o se la invento. Le gustaban y siguen gustando tanto los melodramas, que por eso la ubicamos justo frente al televisor de la sala. Tal vez sea efecto de la luz vespertina que se filtra por el ventanal, pero las mejillas se le enrojecen de emoción cuando inicia la telenovela de las seis. En una ocasión, quizá mareada por el rompope que ella ni bebía pero yo hacía el honor de gustar a su nombre, me confesó haber partido virgen, dignamente impoluta. Me compadecí sinceramente de ella, yo, que bien sé cómo da rosas un cuerpo de mujer en las manos artesanas de un hombre que sabe labrar esa tierra con aplicación y paciencia. Pobre tía, si al menos una vez hubieras sido la heroína de una historia de amor en la que te escapases con un hombre, sin importarte el destino ni la sentencia de tu madre de que la cruz del Señor rodaba por los suelos, tu retrato en la pared tendría una pincelada de luz en los ojos y algo de malicia en la tímida sonrisa.
Un escaño arriba del abuelo está ella, la más grande y omnipresente, la tierra de donde emergió el tronco de la familia: mi querida abuela, de nariz arrogante y ojos agudos de noble inquisidora. Solo baja a dialogar conmigo cuando requiero de una mano firme que me indique el camino, una vez agotada la reserva de fuerza que su mirada me provee. Evito beber y llorar con ella mientras escucha atenta mis confesiones. En ocasiones platicamos hasta la madrugada y cuando la comisura derecha de su boca dibuja un ensayo de sonrisa y el ojo izquierdo empequeñece con un brillo húmedo, significa que ha perdonado mis devaneos, mis abandonos. Ella es la muerta que mi amor imagina como un cielo, pues su presencia abarca y cubre todo.
Quien no ha terminado de fallecer en esta casa es mi padre, por eso aún no coloco su retrato en la pared. Murió hace poco y no se dio cuenta que había muerto. Un minuto antes de partir hacía planes para recomponer el mundo y entregárnoslo mejor cada día. El pequeño espacio que le tocó habitar era una fábrica de esperanzas en las que a diario sembraba y me enternecía su vocación para creer en la justicia terrenal tanto como en la divina. Humano como era, con grandes defectos y mucho tiempo amante excesivo del vino y la canción, fue el hombre más franco y honrado que pude conocer. Temo no estar a su altura, por eso a menudo le confieso a mi abuela mis inquietudes y equívocos, sobre todo en el terreno amoroso, sobre el cual corren mis ganas como en estampida, sin bridas y sin cercados. Para recordar a mi padre aún preciso de lágrimas que acompañan a las que mi madre vierte por él con más frecuencia que yo. Cuando sea por completo un recuerdo que no moje mi cara, colgaré su retrato en la pared y me dispondré a tener largas charlas con él, porque no basta una vida para decir todo lo que un hombre debe decir a su hijo, o un hijo a su padre.
No deseo morir aún; no debo. Pero hay un espacio en la pared donde quiero que cuelgue mi retrato cuando me retire de la vida: junto a la abuela, entre ella y mi padre tal vez. Siento una calidez amable al pensar que ahí pernocte mi alma para siempre. Hace poco fui a tomarme la fotografía, quiero ser un muerto joven en la pared, para que la abuela tenga ganas de consolarme y acariciarme eternamente. He dado indicaciones a mis hijos para cuando suceda; a mi esposa no, teme a la muerte y la rehúye a diario a través del gimnasio y cremas rejuvenecedoras.
Mi perro está postrado a mis pies, lo miro viejo y cansado. La lógica dice que morirá primero, pero lo cierto es que vive como si fuera eterno. Estoy seguro de que él siente la presencia de nuestros muertos igual o mejor que yo, por eso cierra sus ojos y estira el cuello con expresión de gozo pleno; debe ser la tía Clarita, quien lo amó tanto, que le acaricia la testa como lo hacía a diario sentada en su mecedora en el corredor de la casa.
Es verdad que en mi hogar mis muertos no fallecen, duermen, cada uno en su retrato, cada cual en su mirada. Cuando la luz irradia en sus rostros, sonríen agradecidos porque se vuelven evidentes. Si alguna vez entras a mi hogar, abres las ventanas y puertas, corres las cortinas y saludas, un rumor como de vientecillo agudo recorrerá todas las estancias. Son ellos, alegrándose. Ellos, que sólo se dedican a estar, como lo hacen las plantas y los gatos, y las arañas patonas en las esquinas altas de los cuartos.
Hoy están especialmente vivos mis muertos, encendidos sus ojos y su piel por la luz de las veladoras de la ofrenda. Noviembre los descubre hermosos y rebosantes de una energía que me envuelve. Yo quiero mucho a mis muertos.