A Juan José Arreola,
dieciocho años después de volverse un fantasma
El secreto está en su nombre. Lo descubrí cuando extraje del olvido uno de sus libros de relatos más celebrados. Juan José en letras naranjas y Arreola en blancas. La “j” siempre me ha sonado sugerente, coqueta, liviana, como esas mujeres que nos esperan los viernes por la noche en las esquinas para invitarnos una noche de amor fingido, tan ficticio como esos relatos de Juan José. Definitivamente la “j”, que en español representa una fricativa velar sorda, es el elemento mágico. Me hace recordar a una compañera de la escuela de teatro, a la que el maestro le decía con elegancia que su voz parecía de ramera fina. Y cómo no, si el dómine se llamaba José Javier Jovellanos, y cada vez que la citada amiga lo llamaba por su nombre completo hacía que experimentara una erección jodidamente jubilosa. He descubierto, entonces, que todo es por culpa de la famosa y suripanta jota.
Algo así debió pasar con Juan José desde niño, cuando descubrió la música dionisiaca de sus dos nombres con “j”. De ahí debió nacer su vocación por el misterio y la música de las palabras, por la fantasía a la que lo conducían. Sin embargo, el apellido también tiene lo suyo: Arreola. La sinéresis de en medio le otorga ritmo de ferrocarril alegre, de carrusel de feria, de boda de vocales enamoradas. Y no creo que sea un delirio mío. ¡Esa “j”!, ¡esa “j”! Vean en donde se aparece la muy gimiente, como si fuera mera casualidad, así como si nada: Juan Ramón Jiménez, el gran nefelibata de Jardines lejanos; Juan Villoro, que nos ha hecho creer que Dios es redondo; Juan Rulfo, que inventó para la gloria a Susana San Juan, el nombre de mujer más dulce del mundo; José Jiménez Lozano, que en su poema El petirrojo compara al pájaro con la mano de un ángel; Barbara Jacobs, la de Las hojas muertas; Julio Cortázar, cuyo padre se llamaba Julio José, ni más ni menos; James Joyce, de quien Jorge Luis Borges, otro grande con jota, dijo que en el Ulises hay sentencias y párrafos que no son inferiores a los más célebres de Shakespeare; Sor Juana Inés, que en el Asbaje también tiene otra jota; o un clásico antiguo como Décimo Junio Juvenal, cuyo nombre, al pronunciarse llena de música los aires. ¡Dios!, cuánta “j”, ¡cuánta! Mi reino por una “j” en mi apellido. O dos, para ser bendecido por un jubileo lujurioso en mi tinta.
En fin, dejo en paz mis nostalgias por las jotas, que ése no es el meollo del asunto que deseo enhebrar; sí tal vez un preámbulo necesario que rescata minúsculos aleteos del estilo del maestro de Zapotlán el Grande, artífice del misterio y la sorpresa, del humor elegante y erudito.
Lo que quiero es mostrar mi respetuosa indignación en contra de mi admirado Arreola y de la esposa divorciada del juez McBride, que en el cuento del maestro titulado El rinoceronte, comete una de las más graves vejaciones que puede sufrir cualquier hombre que se precie de ser rinoceronte: renunciar a ser protegida, como ambición mayor de cualquier mujer. Y yo, que he dedicado mi vida a cultivar las virtudes y destrezas que hacen de un hombre un verdadero rinoceronte, leí y releí el relato sin poder creer que una mujer como Pamela, con quien se casó después el juez McBride, dulce y romántica, ideal para acompañar en su camino a la fuerza masculina, hubiera descubierto el secreto para vencernos, tomándonos de la cola sin soltarnos y zarandearnos hasta que la fatiga nos cansa y ablanda. Tengo amigos, cuyas esposas han seguido el ejemplo de Pamela, como en el caso del Juez Mc.Bride, y ya no vienen a jugar dominó conmigo los viernes y sábados por la tarde, mucho menos se corren una noche de juerga como lo hicimos durante años. Ahora van a la iglesia y son ovolactovegetarianos, aunque algunos han llegado al extremo denigrante de convertirse en veganos, insípidos como una papa hervida. Los veo pasar a veces los domingos, salen de casa para ir a misa. Si me alcanzan a ver me miran como canes sometidos a los que han despojado de su rabia. Los brillos suplicantes en sus ojos me lanzan un discurso de auxilio. Casi lloro al verlos, yo, que la última vez que lo hice fue cuando murió mi padre.
Arranqué del libro Confabulario las dos hojas que contienen el único cuento que no le perdono al maestro, a quien por lo demás admiro. Podría caer en las manos de mi esposa, a la que adoro porque trasmina inocencia. Aunque me cuentan que, sin haber leído el relato, hay cientos de mujeres domando felizmente a sus rinocerontes. Seguramente se enteraron de que ahí se cuenta que nosotros atacamos de frente y que colocándose a nuestra espalda nos tienen dominados. Algún lector del cuento seguro se los dijo; ¡traidor! Por eso no me extraña que haya muchas mujeres en la calle, sonrientes, bebiendo vino en los bares, participando en revueltas multitudinarias, mostrando su cuerpo tatuado. Yo no me arrimo a tales espectáculos, pero me cuentan que han llegado a tomar las tribunas y sus reclamos estridentes ahuyentan los pájaros de los árboles del parque.
Todos los días vigilo a mi mujer. Ella es como Desdémona, hermosa, dulce y fiel; moriría por mis manos si yo se lo pidiera. Por ella he escrito églogas, odas nerudianas, elegías lorquianas. Creo en su amor, pero trato de colocarme siempre de frente a su cuerpo, a sus ojos. Como estrategia raspo en el suelo mis pezuñas, rechino los dientes, afilo mi asta para infundirle el mínimo temor que hace nacer la ternura en que se cobija una mujer. Pero reconozco que la duda se ha colado en mi casa, entró por la ventana aquella noche en que hacíamos el amor y ella montó sobre mi cuerpo, tomó las riendas y me cabalgó. No puedo negar que lo disfruté, sin embargo, sentí que era otra la que daba gritos libertarios. Desde esa vez se suelta el pelo a menudo, sonríe sola en la recámara sin saber que la miro, canta y brillan sus ojos. Yo lanzo ligeros bramidos cuando estoy con ella, aunque tengo la impresión de que no surten efecto.
Diré la verdad, tengo miedo de perderla y estoy pensando en hacer concesiones. Mañana acudiré a un peluquero especializado en testuces de rinocerontes. Escucharé una propuesta suya. Tal vez me convenza de asumir un nuevo look en el que luzca una frente limpia, libre de este cuerno del que cada vez más se liberan mis amigos.
Mientras tanto, en cuanto dejo de ser rinoceronte, por dignidad necesaria, raspo sin fuerza mis pezuñas en el suelo y suelto mis últimos berridos.