I
Es diciembre. El lucero del alba luce pleno y aún falta buen rato para que una línea de luz se pinte sobre los cerros del oriente. El frío cala fuerte. No es suficiente la chamarra raída de Lucas, quien no deja de temblar sobre el camión que da tumbos por el camino. Por eso él y su padre se envuelven con el sarape viejo; así entibian sus cuerpos. Atrás van quedando las luces del pueblo y su madre, que desde esa hora se afana en la preparación del almuerzo, y atrás quedan la cama caliente y la escuela que hoy tampoco lo recibirá. La maestra querrá saber de él. Una prima suya, con quien cursa el quinto de primaria, le dirá que se fue a cortar caña con su padre, como ayer, como seguramente mañana. Mientras el camión avanza, Lucas dormita y piensa en lo bella que es la clase de Matemáticas, con lápiz en mano en lugar de tizne y machete, con los hoyitos que se le forman a la maestra junto a la boca al sonreírle después de poner una paloma en su cuaderno, por haber resuelto bien la división con dividendo fraccionario. Piensa que un día le gustaría ser como el ingeniero que inspecciona la quema y el corte de caña, con su camioneta de doble cabina, botas y sombrero tejano. Imagina a la maestra preocupada por su ausencia. Quisiera no faltar nunca a la escuela, sin embargo, también piensa en su padre, que desde el año pasado le dijo ya estás hombrecito y me tienes que ayudar, eres el más grande y yo solo no puedo mantener a tus cuatro hermanos.
Comienza a iluminarse el cielo. En los árboles dan concierto matutino los pájaros. El camión ha llegado a su destino y no hay tiempo que perder. Alguien les indica a Lucas y su padre los surcos que les corresponden. Todavía con sueño, el chaval mueve por instinto en círculos su hombro derecho y aprieta el mango del machete que lo hace hombre a sus once años. El golpe debe ser seco y al ras, como le ha enseñado su progenitor. Después de tirar la caña ordenadamente sobre los surcos, hay que cortar los cogollos y enseguida apilarla en montones. Lucas, después de un buen rato, con la boca y la nariz cubiertas, se ha vuelto una sombra verdugo de tallos por el hollín de la caña quemada, como un diablillo de ese infierno que a esta hora no lo es tanto, pues ya subirá el sol y tornará inclemente la selva seca. Entonces los hombres tizne beberán agua como camellos. Sus ánforas serán oro líquido cuando el sol llegue a lo más alto.
El tlacualero ha llegado y reparte los morrales. Si hay algo que se parezca a la felicidad para los cortadores de caña, es este momento. Lucas come rápido sus gordas con chile verde, tal vez con huevo o unas cuantas tiras de carne deshebrada, porque así le quedarán más minutos para arrellanarse en el tronco de un árbol o tenderse sobre el suelo, antes de continuar con el corte. Los hombres grandes chacotean y dicen albures que apenas comprende. Cierra sus ojos y piensa en la morenita del salón que le gusta, la imagina triste sin él.
Su padre se levanta y lo llama. Lucas se arrastra sin muchas ganas hacia las esbeltas mujeres vegetales a las que debe inmolar su machete para endulzar la vida. Extraña las divisiones y a la morenita, el recreo y el partido de futbol. ¡Zas! El machete vuela con rabia. ¡Zas! El sol ya calienta y el tizne se mete en sus ojos y seca su garganta. ¡Zas! ¡Apúrate, cabrón!, lo azuza su padre. ¡Zas! Lanza el machete con enojo sobre una caña tendida y el filo resbala con fuerza hacia arriba y, ¡zas!, se incrusta en el dedo meñique de la mano izquierda, justo donde nace la uña.
Se llevan a Lucas pegando de gritos con la punta del dedo casi colgando. Ha sembrado su sangre en la tierra seca y no sabemos si de ese tributo a la gran madre nacerá algo. El padre primero lo pendejeó, sin embargo, los hombres tizne que lo oyeron saben que es su manera de quererlo. Lucas no entiende bien cómo sucedió, pero en su angustia y dolor presiente que ha cambiado la punta de un dedo por algo que no alcanza a vislumbrar, pero lo imagina más valioso que una uña y un hueso.
II
Nunca supe cómo se llamaba porque nunca se me ocurrió preguntarle. Todos le decían Canito. Luego se adivinaba que era por su baja estatura. Acaso mediría un metro con cincuenta, pero su cara era recia y decidida. Andaría en sus veinte años cuando nos hicimos cuates. De ida y vuelta al corte de la caña subía siempre conmigo a la cabina del camión. Me gustaba llevarlo ahí porque la manejada se me hacía menos pesada, por sus ocurrencias y buen humor. Me acuerdo que la primera vez que lo invité a subirse me preguntó, poniendo la cara seria, si yo era puto. En vez de encabronarme solté la risotada y le seguí el juego. Sí, Canito, así que ni modo, ya perdiste conmigo, le dije. También soltó la carcajada y a partir de ahí nos llevamos a toda madre. La zafra completa me acompañó mientras los llevaba a diario al corte y de regreso. Por eso le agarraron tirria muchos de los compas.
Un día, al llegar la hora de almorzar, lo vi venir prácticamente arrastrando su machete, tan largo que parecía que lo llevaba el brazo de un niño. Le pregunté por qué no usaba uno más corto y adecuado a su estatura. No, Güero, me contestó, tú estás grandote y tienes los brazos largos, pero mira los míos, cortitos como de enano; si un día me sale por ahí un compromiso, con este machete sí le llego hasta la cabeza a un canijo. Me dio risa su respuesta, pero recordé la sarta de historias que me contó sobre machetes y molleras partidas en su pueblo.
No me reí nada cuando algunos años después, sin dedicarme ya a la chofereada del camión, pregunté por él a alguno de los pocos amigos que le tenían ley y me contestó que al final sí tuvo por ahí su compromiso, y que no le sirvió el machete largo para alcanzar la cabeza de su rival de amores, uno al que Canito, con su gracia y sangre liviana, le robó una trenzuda con la que tuvo un niño que por ahí anda correteando pípilos para jalarles el moco.
Quiera Dios que esta cría no tenga nunca un compromiso igual al de su padre, en paz descanse. Ojalá sea un poco más alto, por cualquier cosa, y se dedique a algo que no sea el corte de caña.
III
Don Félix no es viejo. Para un hombre de campo, trabajador y sin vicios, sesenta y seis años no significan senectud. No obstante, tiene problemas con la vista y uno de sus oídos está prácticamente acabado. Esto último es lo que preocupa a su mujer y sus hijas, pues andar manejando un camión para transportar a los cortadores de caña, con la responsabilidad que eso conlleva, no es la actividad idónea para él, opinan. Hay un ingrediente más que dificulta convencerlo de que abandone el volante y ponga en venta el camión: su terquedad.
Primero fue el cerdo que se le atravesó en el camino. Afortunadamente llevaba el furgón vacío y el enfrenón no causó estragos, solo el cuino destripado y el pago del mismo a su dueño, quien salió a la calle con machete en mano. Cuando don Félix quiso reclamar el cadáver del cerdo, una vez que lo pagó, el del machete le recordó que había pagado su alma, no su cuerpo. Después fue el aventón al vochito blanco manejado por una mujer de boca señorialmente lépera. Ese día sintió que nadie como esa tipa le había hecho recordar tanto a su madre muerta. ¿Qué sigue ahora?, se preguntan en su casa.
Esta tarde se ve contento a don Félix, pues es sábado y está estrenando su aparato auditivo. Lo sorprende escuchar con detalle los sonidos de los pájaros y los ruidos de la carrocería del camión. Va de regreso con los cortadores después de una jornada larga. La sensación de haber rejuvenecido da alegría a sus manos sobre el volante. Toma las curvas de la pendiente con una destreza que creía disminuida. Sobre el carromato viajan más cortadores que de costumbre, cansados pero contentos por haber cobrado lo ganado esa semana. La mayoría va de pie y apiñada, pues el camión tuvo que cargar con trabajadores de otra cuadrilla. Los filos de los machetes largos también se mecen alegres, colgados de la cintura de los hombres que pronto beberán cerveza en la entrada de algún tendajón.
Los oídos de don Félix van despiertos, pero sus ojos no demasiado, pues no se percatan de cómo aparece la enorme vaca negra sobre la carretera, en una ligera curva a la entrada del pueblo. Al meter a fondo los frenos la sacudida hacia adelante es tal que los machetes colgantes hacen estragos en las carnes de unos y en los huesos de otros. Otra vez la madre de don Félix es invocada como hace tiempo no sucedía. El tizne y la grasa se mezclan en la base del camión con las goteras de sangre de algunos desafortunados. Los más nobles y sensatos hacen labor de contención para evitar que el machete furioso de un paisano herido dé de canto o de filo en la angustiada anatomía del chofer, que en pocos segundos siente que los años se le vienen encima.
Una vez que alguien logra pedir ayuda a través de una llamada, después de un rato llegan dos ambulancias para atender a los heridos de relativa gravedad, afortunadamente unos pocos. Don Félix zanja cuentas pagando la correspondiente alma de la vaca, como se acostumbra. Lo bueno es que hoy tocó un dueño comprensivo y sin machete en mano. Una mujer le trae al chofer un bolillo. ¡Cómaselo!, es para el susto, le dijo.
Todos los tercos un día dejan de serlo. La vida se encarga.
El camión se ha vendido y don Félix ahora maneja una camioneta usada tipo pick up. Siembra sus cañitas y a veces platica sus aventuras de chafirete. Aquella vez sí me dio miedo de que me pintaran el lomo a machetazos, se le oye decir.
IV
―Tú, poeta, que tienes las palabras en lugar del machete, habla por nosotros, porque nosotros no sabemos. Nomás tenemos los ojos para hablar.
El poeta habló, como pudo, a nombre de ellos:
―Lo dulce de la caña es para otros, para los señores que ni siquiera se arriman a contemplar nuestra negrura. El verdor también es para ellos y el agua que lo hace brotar de la tierra. De ellos es el conteo de los dineros y los sillones cómodos donde realizan sus cálculos, y las cuentas del banco donde guardan sus ganancias. De ellos son las lunas que los acompañan a beber alcohol del bueno, las noches sin velos de angustia y sin chamacos lombricientos despertando por el hambre a media noche. De ellos el tractor y el aceite, la camioneta y la sombra de los árboles, el descanso y el hoy no trabajo porque alguien lo hace en mi lugar. De ellos lo que sobra y de nosotros lo que falta. De nosotros la nieve negra que oscurece más nuestros rostros cambujos. De nosotros las mujeres cansadas llevando el nixtamal a las seis de la mañana hasta el molino, y los perros flacos en los patios de tierra y los niños que dejan la escuela por un sueño de tizne. De nosotros son los filos del machete, las cortadas hondas en el alma y los soles despiadados vigilándonos a diario. De nosotros las cárceles de tiempo y míseros salarios, la cerveza amarga que nos engaña a ratos y el coraje que apretamos en el puño, a cada descenso del machete, en cada uno de sus vuelos. De nosotros la ignorancia bendita y el susurro del diablo en los cañaverales encendidos, y las miradas compasivas de quienes viven sin tizne y nos ven pasar. Para nosotros son los discursos de aquellos merolicos de palabra inflamada que tienen el poder, y solo nos ven y escuchan en el río manso de sus frases, pero voltean la cara si van por nuestros rumbos y se molestan si el negro tizne mancha lo impecable de sus ropas. De nosotros es el infierno de hojas crepitando y conejos aterrados, y la noche larga que no amanece en nuestros ojos de humo, y los machetes inocentes que no saben hacer revoluciones.
Y el poeta calló, como pudo, a nombre de ellos.