Entre Barbas y una mujer en fuga
Sales a la calle porque te sientes solo. Laura se fue hace unos días y tu perro está enfermo. Todos se mueven con prisa. Salen de las tiendas cargados de comestibles y botellas de vino. Dentro de poco oscurecerá y hará mucho frío. Quieres encontrar fuera de casa algo que te provoque un poco de calor dentro del pecho, algo que te haga creer que en verdad esta noche será buena como lo pregonan las cancioncillas por la televisión y la radio.
Caminas frente a los escaparates solo por buscar lo que logre despertar en ti un gramo de admiración o sorpresa. Tienes claro que todo es un engaño: las luces, los renos adheridos a los cristales de las tiendas, los cientos de adornos en colores chillantes, el hombre gordo vestido de rojo que sonríe a los niños a la entrada de un gran centro comercial, incluso la sonrisa de la chica que se acerca a preguntarte cómo puede ayudarte cuando en una zapatería tomas en tus manos esas pantuflas que parecen acogedoras. Laura te regaló otras parecidas el año pasado, pero el perro, desesperado por quedarse solo tanto tiempo, las destrozó por completo. Las dejas en su lugar y sales de la tienda porque el recuerdo te duele. La chica borra la sonrisa en automático y levanta los pies alternadamente para paliar un poco el dolor de sus piernas; lleva más de ocho horas trabajando y ya le cuesta ser amable. Se ve tristemente linda con su gorro rojo.
Decides meterte en un bar y pedir una cerveza. Siempre has dicho que detestas los rituales navideños, pero en el fondo esta vez anhelas ser invitado a probar un poco de bacalao o pavo relleno en casa de alguien. Te preguntas cómo se sentirá estar en la mesa de algún amigo y ver caer sobre ti las miradas de reconciliación de la buena señora que pasó todo el día preparando la cena y de su marido de rostro sonrosado por una leve embriaguez, y la de los hijos que parecen bendecidos por el aura de santidad del famoso niño del pesebre. Laura nunca quiso formar una familia contigo y dedicarse a envejecer respirando el aroma tranquilizador de la costumbre. A duras penas aceptó a Barbas y ahora te dejó sólo con él, un can viejo y cansado. Deseas tomarte una segunda cerveza, pero la música insoportable de reggaetón te expulsa del lugar. Quisieras llamar a Leonel y pedirle espacio en su mesa esta noche, o a Claudio. Sin embargo, recuerdas que a la esposa del primero no le caes del todo bien, y a la del segundo, nada bien. Además, no sabes lo que harías en el momento de los abrazos y la apertura de regalos. Por eso decides volver a tu departamento.
Compras una pizza que comerás con Barbas y unas latas de cerveza. Al caminar por el pasillo y luego meter las llaves en la doble chapa de la puerta, te extraña que tu mascota no haga ningún ruido, pues normalmente te percibe desde que subes por la escalera. Entras y ni el olor de la pizza lo hace moverse de su camastro. Al tocarlo notas que aún está tibio y deduces que hace unos minutos estaba vivo todavía; no pudo soportar mejor que tú la ausencia de Laura. No puedes contenerte y desbordas tu emoción sobre el cuerpo de Barbas. Lloras por los once años que pasó contigo, por los doce que tuviste a Laura a tu lado jugando a edificar un mundo distinto sin las reglas y rituales de los demás, jugando a ser superiores y despreciar las ilusiones colectivas. Si al menos tuvieras a alguien que apreciara y midiera la amargura de tu llanto. Pero no hay nadie, las paredes son frías y el cuerpo del perro empieza a serlo. Vives cerca de un puente tendido sobre una barranca profunda, mas no están cerca tus amigos poetas para escribir una elegía por tu suicidio. Tu desamparo es grande y sabes que tienes dos opciones: el puente con esa oscura boca honda de la cañada o el teléfono mudo sobre el buró de tu cama. El instinto de vida mueve tus pies rumbo a tu cuarto.
Casi hueles las varias copas que ha bebido Leonel al contestar el teléfono. Ven aquí, hermano, te esperamos con gusto. Cubres un poco a Barbas para que no muera dos veces por el frío y en quince minutos el taxi te lleva a la puerta de tu amigo. Lloras abrazado a él como no lo has hecho jamás. Su esposa los mira conmovida; hoy le caes mejor que nunca. No te importa si el niño desnudo en el nacimiento representa o no al hijo de un Dios, pero te pierdes en la dulzura de sus ojos y anhelas convencerte de lo que cuentan de él. Dos ponches calientes con brandy entibian tu tristeza, la acarician y diluyen en una nube de sensaciones que te hacen saber que mañana amanecerá para ti, sepultarás a Barbas y abrirás las ventanas para que el aire y la vida imperfecta paseen por tu casa. Por primera vez, desde que eras un jovencito y estaban vivos tus padres, usas las palabras para desear una feliz navidad a alguien. Leonel se conmueve hasta las lágrimas al escucharte. Ahora es tu hermano y te abraza fuerte.
Daos las unas a las otras
Se te ha hecho tarde para salir a trabajar. Hoy es Navidad, mamá, te dice Jorgito, el más pequeño de tus dos hijos, de ocho años. No, chiquito, hoy será Noche Buena y mañana Navidad, respondes. Lo dejas al cuidado de su hermano mayor. No hubo escuela y eso te complica un poco las cosas. Te gustaría quedarte con ellos en casa, ver juntos películas o salir por ahí a dar una vuelta. Sabes que no puedes darte ese lujo, tus ingresos mermaron últimamente y necesitas dinero para pagar los regalos de los niños. Pinche frío, piensas. El ambiente en la ciudad es gélido y gris. Pocos salen de sus casas y a los hombres se les quitan las ganas. Quedan los muchachos, que siempre traen prendido el ánimo para eso; lo que no traen es mucha plata en sus bolsillos.
El microbús avanza rápido por ser vacaciones. Lleva poca gente. Generalmente tardas más de hora y media para llegar hasta tu calle al otro lado de la ciudad; hoy harás unos quince o veinte minutos menos. Como siempre, aprovechas el camino para maquillarte e iniciar la transformación. Te sueltas el pelo y lo peinas. Sacas del bolso los anillos y collares de fantasía. Mientras revisas en el espejuelo de mano el bilé de tus labios, ensayas sonrisas y miradas seductoras para conquistar clientes, sobre todo hoy que el frío puede ganarte la partida. La minifalda y las zapatillas te las pondrás al llegar, en el negocio de un amigo que en ocasiones solicita tus servicios. El documento de identidad, donde te llamas Pilar, seguirá siendo el mismo en tu cartera, pero a partir de este momento y hasta tu regreso a casa, eres Yelina.
Yelina camina diferente al bajar del microbús. Tiene un bamboleo en sus caderas y masca chicle. Pilar, casi has desaparecido en ella, pues esta mujer avienta el pecho al frente, lanza hacia atrás el trasero, fuma y entorna la mirada como tú no sabes hacerlo. Ella es un personaje parido por un abandono y una gran desesperación; tú eres la hija buena que se fue de su pueblo con un hombre hace muchos años y envía dinero a su madre enferma, quien tiene tu retrato en la repisa junto a la virgencita del Pilar, la de tu mismo nombre,
Yelina va y viene por su calle. Un hombre para en la esquina y ella va hacia él. Ven por la tarde, Rojo, la cosa está floja, le dice. Rojo se marcha después de lanzarle una mirada que sabe a advertencia, a cuidadito y te vayas sin darme mi navidad, mujer. Pierde el aplomo por unos momentos, pero ya conoce el juego y sabe jugarlo. Es cuestión de que salga un rato el sol, caliente la sangre de algunos hombres y los convenza de gastar un poco del aguinaldo recién cobrado; que el dinero es para eso, para los placeres. Vengan, señores, hay un pesebre abandonado en mi cuerpo que necesita calor, parece decirles con la mirada. La invocación surte efecto. Después de dos horas de espera llega un chico tímido que aún no ha descubierto los misterios que guarda una mujer bajo su falda. Se va con él y la navidad se adelanta para el muchacho de semblante triste. Tiempo después se fuga con un hombre gordo en un auto largo, quien dos horas después, con su cara de Santa Claus satisfecho, la regresa a su esquina. Más tarde, casi antes de anochecer, es una dama la que pide su servicio. Cómo negarse, sobre todo en estas fechas. Además, la señora es una dama y le parece haber oído alguna vez una máxima que la anima: “Daos las unas a las otras”. Es válido un cambio del género contenido en la expresión, sobre todo en tiempos de feminismo férreo.
La jornada fue intensa para Yelina. Se siente exhausta. Es hora de volver después de saldar cuentas con Rojo, el proxeneta aquel. Regresa en el taxi de un amigo; justo es. Después de un breve relax dentro del auto, se quita las zapatillas y con súbito pudor cambia la minifalda por los pantalones de mezclilla. Empiezas a asomarte tú, Pilar, también fatigada y silenciosa. El desmaquillante muestra poco a poco tu rostro de semblante cansado. Guardas la fantasía en el gran bolso y cierras los ojos durante el resto del viaje. En el ensueño vas al mar con tus hijos para que lo vean por primera vez. No llevas a Yelina la playa. Quisieras despedirte de ella para siempre.
Antes de llegar a la vecindad pasas con doña Marcela por los romeritos, el espagueti y el ponche que le encargaste desde ayer. Aún no son las diez y prometiste a tus chamacos una cena de Navidad. En tu casa tienes sidra, refresco y media botella de tequila. Hay un arbolito artificial encendido y bajo sus ramas los regalos que compraste con tarjeta de crédito. Invitaste a la Meche y a su niña, que también están solas.
Tu hijo mayor, de once años recién cumplidos, se emociona con los audífonos que le compraste; le parece increíble tenerlos consigo. Te abraza como no lo hacía desde hace mucho. Jorgito llora con su primer celular en sus manos. Se arroja a tus brazos, agradecido. ¡Eres la mamá más buena del mundo!, te dice. ¿Verdad, Meche, que es la más buena?
Dos caballitos de tequila también te hacen llorar y sientes que las lágrimas echan afuera algo sucio que llevas dentro. Hablas por teléfono a tu madre y sigues llorando mientras lo haces. Después de la cena los niños juegan con la hija de Meche. Ella y tú dan cuenta del tequila y del six de cervezas que llevó tu invitada. Una pizca de remordimiento inquieta tu ánimo, pues olvidaste a alguien en los brindis y parabienes. Alzas la copa y en silencio profieres: ¡Feliz Navidad, Yelina!