Verlo así, dormido en posición fetal sobre la sábana blanca, con su cara de niño travieso en receso, te hace dudar unos instantes. Se te ocurre acariciarlo por última vez, plantarle un beso en su barba incipiente. Resistes la tentación, pues la guerra recién inicia y no quieres perderla. Preparas ágil una maleta mediana: algunas mudas de ropa, los cosméticos de base, la novela en turno y un libro de poesía, el spray de gas pimienta, unos cuantos cubrebocas y gel antibacterial. Ni una sola foto impresa, ningún recuerdo en papel. Tu móvil está lleno de ellos, luminosos y oscuros, por si en algún momento los necesitas; y tu mente también.
No puedes evitar una lágrima antes de cerrar la puerta, porque él es bueno y lo sabes. Pero está equivocado, después de años tienes claro que lo está y él no quiere saberlo. Estos tres días de aislamiento a su lado afirman tu convicción.
Cuánto valor en tus pies para dar los primeros pasos. Las escaleras parecen detenerte al bajarlas. Una vez tuvieron sexo sobre ellas, en la época del amor ciego y sostenido en la fe, corriendo el riesgo de ser descubiertos por algún vecino del edificio. Por eso cada peldaño cómplice quisiera atajarte, sin lograrlo. Es muy temprano para iniciar la retirada, la calle aún está completamente oscura. Algunas personas ya deambulan por la ciudad; también deben tener un motivo grande para hacerlo en este tiempo de pandemia. Un taxista con cubrebocas detiene su auto y te ofrece el servicio. Lo rechazas porque prefieres seguir a pie mientras descubres a dónde quieres ir. La decisión no fue premeditada, ni tu sonrisa libertaria que a ti misma sorprende. La claridad irá llegando poco a poco con el aire fresco de la mañana. Por lo pronto basta esta alegría que se apodera de tus piernas, como si se descubrieran capaces de moverse por sí solas.
Después de mucho caminar te detienes en un parque. Algunos jóvenes se ejercitan; muy pocos. El sol comienza a esplender. Se te ocurre pensar que es tuyo el astro rey, y el aire, los árboles, las plantas de las jardineras, las mariposillas que desperezan sus alas sobre el rocío. Descubres que existen para ti y son tus sentidos la conexión fraternal con toda la maravilla que te circunda. Incluso el piso mojado por la lluvia nocturna es una invención del mundo exclusiva para tu olfato. Todo es y se mueve porque tú estás ahí para hacerlo posible. En las ramas de los árboles gorjea con fuerza la vida y cientos de alas se aprestan a cruzarla en todas direcciones. Te preguntas si eso será la libertad o es una magia extraña que también pasará de largo como el amor. ¿Desde cuándo no llenabas los cuencos vacíos de tu existencia como este día logras hacerlo en unos cuantos minutos? ¿Descubres ahora, repentinamente, la matrix que había cosificado tu presencia en el mundo y tenía atrapados tus sentidos y tus pensamientos?
Una pareja de ancianos pasa caminando a buen paso, desafiando las recomendaciones sanitarias de las autoridades; van tomados de la mano. No llevan cubrebocas y sonríen al verte, deslumbrados tal vez por el sol que se ha metido en ti. No parecen estar preocupados por nada. Será tal vez que su sapiencia de años es a prueba de virus y para ellos una mañana fresca en el parque es un bocado de vida impostergable. Sientes amarlos aunque jamás los hayas visto. Quisieras saber qué hicieron o dejaron de hacer para no soltarse de la mano después de tanto tiempo. Se cruza por tu cabeza que la mujer de pelo cano eres tú, mostrándote desde un futuro improbable; el anciano es él. Sin embargo, ¿a quién imaginas cuando piensas en “él”? ¿Es aquel que a esta hora se habrá levantado de la cama y estará buscándote desesperado o algún otro que vendrá después?
Caes en la cuenta de la conveniencia de contactarlo para decirle que estás bien y más viva que nunca. No hacerlo causará una tormenta innecesaria, pues se comunicará con tu padre de inmediato, y él con la policía y tu madre con todos los santos habidos y por haber. Obviamente no deseas escucharlo. Le envías un mensaje de texto amable, pero claro y conciso: “No debes preocuparte por mí. Estaré bien y me siento de maravilla, tanto que me han nacido alas. Deja tranquila a mi familia. Me comunicaré con ellos cuando lo considere pertinente. Quédate contigo y no dejes que ningún virus te atrape”.
Te metes a un café y pides uno con doble carga, como lo toma él por las mañanas. Es increíble cómo disfrutas cada inhalación del aire. El aroma intenso del lugar anuncia un paraíso en solitario. Todo se torna vivo, flexible y permeable ante ti. Incluso la madera de la mesa te descubre vetas misteriosas, caminos sinuosos que quisieras recorrer en busca de la vida nueva. El mesero cubre su boca como todos los empleados. Bebes el café sin azúcar. ¿Qué poder tiene un hombre que no tengas tú para dominar el amargo? Te llenas de una fuerza que calienta tu cuerpo y no te permitirá ser la misma. Tu dulzura era un arma para retenerlo; ahora lo entiendes. La muñeca linda educada por papá ha perdido los modales y esta mañana mira pasar la vida por un ventanal con ojos agudos de pantera, aunque nobles por naturaleza. Pides un desayuno fuerte en proteína porque necesitas energía para rehacerte en una sola jornada. Tu revolución lleva prisa y no la detendrá enfermedad alguna. El virus principal que tenías inoculado en el cuerpo y la mente se quedó dormido en casa, reproduciéndose en todo momento al ritmo de una canción que repiten incansables tus padres, el Estado, las sotanas de los templos y los divulgadores de la historia oficial en las escuelas.
Tu aventura en solitario no se trata de distancias. Es un viaje hacia adentro y basta un cuarto limpio y lleno de luz en un hotel sobre lo alto de una colina para llevarlo al cabo, una música que no narre versiones románticas del amor, aceitunas rellenas y un poco de vino. Nunca descubriste antes que unas sábanas fueran más suaves que la piel de un hombre, y gran confidente una dama pintada en el cuadro de la pared del cuarto, descalza y con la cabellera repleta de brisa marina. Con ella discutes siglos de opresiones y beben completa la botella de tinto. La embriaguez hace bajar a tu nueva amiga de su mundo de colores. Te convence, sibilina y hablándote al oído, de lo pleno que resulta la autosatisfacción amorosa. Entre dedos trémulos y humedades insurgentes explota una mujer nueva desde tu centro, y en el viento atrevido que entra a espiarte por la ventana flota una sonrisa de placer y amor propio.
Después duermes largo rato para seguir tu viaje en el sueño. Al despertar, tienes una de esas extrañas conexiones con lo divino que has experimentado pocas veces en la vida, como si Dios existiera y fuera mujer. Estar tendida ahí, sintiéndote, palpando cada poro de tu imaginación, suspendida en ti misma y en todo, es un edén posible en la Tierra, fuera de sentencias y dogmas, de voces de soldados marcado los pasos de tu vida; fuera de miedos y virus que aterran al mundo, vacían los centros comerciales y hacen frotarse las manos de quienes harán los grandes negocios; fuera de un hombre cuya voz te hace sentir pequeña, indefensa y recluida en la nada.
El resto de la tarde lees, bañas tu cuerpo en la tina, tomas al silencio por trinchera y te aíslas en esta soledad elegida. Llegan hasta ti muchas voces que nadie más escucha y escribes diálogos en tu interior. Con ellos abres puertas a la alegría, enseguida al llanto; otra vez la alegría y al final una paz insospechada.
Ha caído la oscuridad y tienes apetito. Ordenas algo para comer mientras miras la ciudad iluminada; cada luz es una vela encendida que alumbra intimidades que salen a flote en tu piel. Te emociona pasar la noche sola después de tanto tiempo. No porque no hayas dormido sin él alguna vez, sino porque nada te lo recuerda. Todo aquí es ajeno y diferente. Duermes fácilmente con sueños plácidos. Es un paréntesis dentro de otro mayor, una pequeña muerte para tu resurrección.
Al despertar, el bienestar sigue contigo. No hay fragmentos tuyos extraviados en el miedo y la duda. Toda tú estás contigo. Siguen respiraciones profundas, un café intenso, la llamada a tus padres, el desayuno en el cuarto, la novela a medio leer, el tiempo andante rindiéndote pleitesía, pluma y papel para intentar un poema, la bendición del silencio, una siesta, la tarde y nostalgias repentinas; un nuevo paseo por las calles semisolitarias al caer las sombras, los rostros de azoro de poquísimas personas que caminan veloces, la noticia de 203 infectados por el virus en el país y una pequeña luna que no esperabas alzándose desde el infinito.
Dos días después, a media mañana, llenas la maleta, abandonas el hotel y regresas al mundo, resucitada. La radio encendida te pone al tanto: el peso está herido de muerte, el dólar por las nubes, los infectados aumentaron considerablemente y se habla de un posible estado de emergencia, como en Italia o España. El taxista enmudece durante el trayecto. Ya cerca de tu calle pregunta con auténtica preocupación por qué no cubres tu boca. La he tenido cubierta por años, le contestas, ¡nunca más!
Lo encuentras en el departamento, demacrado y ojeroso. Te conmueve su emoción al verte. Quiere abrazarte y lo detienes: “No, querido, ambos estamos infectados y no debemos contagiarnos más. Tu virus es de antaño, se resiste a morir. El mío es nuevo, fresco, lo pesqué de dos ancianos felices en un parque y anhela ser fuerte como el tuyo”.
Estableces reglas para el aislamiento compartido. Él no objeta nada con tal de que te quedes. Tú dormirás en la recámara de visitas. La sala será el punto de diálogo y debate, que será intenso. Prohibidos los besos y abrazos para la salvaguarda emocional. Sugieres una distancia de al menos un metro entre sus cuerpos para evitar riesgos por el calor que generan.
Al día siguiente, con inesperado y peligroso aire de ternura estampado en el rostro, te pregunta: “¿Volverás más adelante a estar junto a mí, como antes?” Sin doblegarte ante el niño encantador que amenaza con romper la distancia mínima de protección, respondes: “Por ahora no prometo nada, pues apenas comienzo a estar conmigo, como nunca”.
Recorres por completo la cortina de la ventana que da a la calle solitaria y con poco tránsito vehicular. Por ella ingresa un viento extrañamente limpio. Escuchas por la radio que en Venecia los canales se han poblado de peces; eso te alegra y pinta una sonrisa inesperada. Él la descubre y relaja el entrecejo.