I
Deja que te lo cuente, mi niño. Tu abuelo una vez me encerró a piedra y lodo en la casa. Era bien celoso y me salió con el cuento de que yo le hacía ojitos a Severo, su primo. ¿Cómo iba a ser eso?, si no tenía tiempo ni para verme en el espejo por atender a tantos chamacos. Entre las faenas de la casa y lavar pañales se me iba el día. Pero Pedro era así, pues, terco como burro. Aunque nunca me pegó ¿eh? Nomás gritaba y daba manotazos, porque sabía que si se atrevía a hacerlo era capaz de partirle en dos el metate en la cabeza. Si no lo hice fue porque lo quería y porque así eran de zoquetes todos allá en el pueblo.
Ahí tienes, pues, te decía que esa vez sólo fueron como cinco días, no como ahora que me han encerrado meses. No sé ni qué día es hoy ni cuando volveré a ir a la iglesia. Dios nos ha castigado y nos va a castigar más si no lo vamos a ver al templo… ¿Qué dices?... ¿Qué ahí no está Dios?... ¡Válgame la virgen, muchacho! ¿Eso te ha enseñado tu madre? Mira lo que les pasa por estar todo el tiempo pegados a esas máquinas endemoniadas. Lo bueno es que no nací en estos tiempos. Pero bueno, mijito, tú sabrás qué cuentas le darás al señor. Volvamos al asunto. ¿No me puedes dar una paseadita por el parque de enfrente ahora que te dejaron solo conmigo? Nomás una vueltita, nos compramos una nieve de pistache y nos regresamos sin que nadie se entere, al fin por aquí poca gente me conoce… ¿Cómo que me puedo caer? ¿Pues de plano me ves tan vieja? Apenas tengo ochenta y tres, para que te enteres. Y ni los aparento, ¿o sí? Si hubieras visto cuánto caminaba en el pueblo te asustarías: cuatro kilómetros para llevarle la comida a Pedro hasta el potrero y cuatro de regreso; y como si nada. Pobrecitos de ustedes que ya ni se mueven pegados a la televisión y pícale y pícale a sus cochinadas esas. Por eso están gordos desde niños. ¡Habrase visto!
Ya me callo, no te digo nada de eso. Aunque la verdad, pobrecito de ti, ¿cómo no vas a estar llenito si tu padre está igual? Por eso, mira, vamos a caminar un rato, nos va a hacer bien. Que nos pegue el sol y nos dé el aire. De paso te doy unos centavitos, sin que le digas a nadie. ¿Qué me dices?... ¿Cómo que estás trabajando? Si nomás estás dale y dale de manotazos a la máquina. Eso es trabajar ahora. ¡Ja! Te quisiera ver con el azadón o abriendo surcos con el arado. Eso era antes trabajar. Y producir alimentos para la gente… Está bien, no me mires así. Síguele con tu “trabajo”… ¡Qué voy a creer que estés haciendo tareas para la escuela! Si no veo el lápiz ni la regla… ¡Está bien, pues!, no digo nada.
Este es otro mundo bien canijo. Siquiera hubiera plantitas y un patio con árbol. Nada, puro cemento y cables. ¿Qué les costaba haberse hecho un corredorcito con macetas? Ahí pondría mi mecedora y no te estuviera interrumpiendo. Ahora que venga tu madre me va a oír. ¿Por qué me sacaron del pueblo si era feliz en mi lugar? Allá estoy sola, pero no necesito a nadie que me cuide. Pedro me acompaña aunque esté muerto. Sólo aquí los muertos se mueren bien pronto. Y cómo no va a ser si hay puro humo, ruido y todo es triste. En cambio allá les gusta el silencio y el aire limpio. Por eso se tardan para irse y los vemos en cualquier lado cuando cae la noche. ¿Sabes, mijo?, Pedro me viene a cantar en las madrugadas, me despierta con su serenata. No lo veo cantarme, pero lo escucho. Hay veces que me grita en los sueños: “¡Hermilaaaa…! ¡Hermilaaaa…! Corro hacia él, que está metido hasta las rodillas en medio del río. Cuando llego y lo abrazo se me deshace como agua entre las manos y yo también me vuelvo agua. Entonces despierto toda fresquita, fresquita… No me mires así ni pienses que estoy loca, muchacho. Algún día te voy a enseñar a ver a los muertos. Pero tendrá que ser en el pueblo, porque aquí, ni esperanza. Aquí se muere uno nomás de respirar.
Están llamando a la puerta. Debe ser tu madre. No le digas que te pedí sacarme a pasear, por favor.
¡Qué bueno que llegaste, hija! ¡Ay!, quítate eso de la cara que pareces astronauta… ¿Qué me dices?... ¡Nos volvemos al pueblo! ¿Después de comer?... ¡Gracias, señor! Me has escuchado. Ya lo oíste, muchacho. Ándale, te vienes conmigo para que saludes al abuelo. Ya va siendo hora de que lo dejemos morir de verdad.
¡Gracias, señor! Te dije que yo aquí no me muero y me cumpliste el favor.
II
Deja que te lo cuente, Yoya. No sé qué voy a hacer. Ningún cabrón calenturiento me llama. ¿Viste las fotos que subí, no? Yo misma me puse roja de vergüenza al verlas. Pues ni así he tenido un solo cliente en cinco días. ¿A dónde vamos a parar? Si esto no acaba pronto nos tendremos que manifestar como lo están haciendo otros: “Trabajadoras sexuales en crisis por pandemia”; “Hoy por mí, mañana por ti”; “¡Ayuda, que también nuestros hijos comen!” ¿Sabes qué se me ha ocurrido, Yoya?, pues hacerle como lo están haciendo otros: entregar vales que se cobren después y ponernos en promoción, como ofrecernos al dos por uno o algo así. ¡Ni modo!
¿Sabes?, jamás pensé que algún día me iba a ofrecer por menos de quinientos. Y pues ya pasó con el último el miércoles pasado, un muchachito tímido que se estaba estrenando, ¿tú crees? Sí, todavía los hay; yo también me sorprendí. ¡Ay!, hubieras visto qué tierno, me trajo flores. Casi chillo y por poco me quito el cubrebocas y lo beso. Estuve a punto de carcajearme cuando me dijo que se estaba enamorando de mí y que mis labios y mis pechos eran igualitos a los de Scarlett Johansoon. ¡Sí! Así como lo oyes. Me emocioné y fui tan pendeja que en vez de cobrarle cuatrocientos cincuenta, como habíamos quedado, se lo dejé en cuatrocientos y con regalo extra. Se me fueron dos litros de leche más para los becerritos que tengo en la casa. No, si para idiota me llevo la corona de laureles. Qué quieres, amiga, todavía me emociono a mis treinta y tres, crucificándome sola como un cristo.
Lo peor es que ni el padre de Pepito y Dayis ni el de Jonathan me dan un solo quinto desde hace mucho. ¡Cabrones!, como si nada más sus otros hijos existieran. Mi hermana que vive en San Antonio está invitándome a irme con ella, que deje este oficio y allá me encontrará trabajo. Me da ilusión, ¿sabes? Pero, ¿y mis hijos? ¿Se los dejo a mis padres así como si fueran muebles? No, soy puta pero no mala madre. Además, ¿cómo consigo la visa con lo cabrón que se ha puesto el trompudo ese y en tiempos de coronavirus? No, amiguis, yo de aquí no me voy. Lo que no sé es qué vamos a hacer. Ojalá a alguien se le ocurra inventar un traje especial para nosotras, pegadito y color piel, y ni modo, aunque usemos guantes, careta y cubrebocas todo el tiempo y nos desinfectemos ahí abajito delante del cliente y… Bueno, ya, ¡no te rías!, la desesperación me hace pensar tantas pendejadas que… No te creas, en el fondo estoy triste. Se me están yendo los buenos años en esto. Dentro de poco ya no serviré y ¿qué voy a hacer? Ni siquiera pude sacar el certificado de la prepa, todo por una materia y un profe ojete que quería acostarme conmigo y no se le hizo. Tú apenas tienes veintitrés, Patita chula; estás en la gloria. A tu edad comencé, cuando me dejó el cabrón de Pablo. ¡Qué poco hombre ese güey!, ¿sabes? También un día me salió con la historia de que iba por cigarros y ahí te ves. ¡Y cómo se parece mi Jonathan a él! Parece que lo estuviera viendo al desgraciado.
Bueno, manita, luego me cuentas tú cómo te ha ido. Está sonando el celular del jale y no hay que desaprovechar. Besitos, nena.
“¿Sí?... No, papito, aquí no estamos en cuarentena… Claro que estoy disponible y cachonda para ti… Tú me dices en qué hotel y el número de cuarto; yo llego a la hora que me digas… Estás de suerte, mi amor, porque yo soy de mil doscientos la hora, pero por la contingencia estoy en ochocientos solamente… Claro, mi rey, de todo; pero si quieres algo realmente especial es una lanita extra, ya sabes, cariño… No te preocupes por eso, mi novio López Gatell nos ha instruido directamente sobre cómo tratarlos; estoy bien protegida… De acuerdo, papito. No olvides llevar tu gel y cubrebocas; de los globitos yo me encargo”
¡Gracias, Dios mío! En verdad te lo agradezco.