III
Deja que te lo cuente, amor. Y déjame nombrarte así aunque no sepa si existes y cómo es que miras si en verdad estás viva.
Me siento muerto, cariño, porque no puedo respirar mientras voy de mi cuarto a la sala o de la sala al patio. Ayer me sentí vivo un rato porque salí a dar una vuelta a la cuadra. En realidad di dos, no por mi voluntad, sino porque mis pies no pudieron detenerse y yo los seguí. Creo que guardan la esperanza de hallarte en una esquina comprando el periódico o algo más, o quizá buscando igual que yo algún motivo para resucitar. Al regresar me asombró una sonrisa que apareció en mis labios ante el espectáculo maravilloso de dos golondrinas dándose besos en el nido que hicieron en el patio. Corrí hacia dentro de la casa sin desinfectar mis zapatos como marca el protocolo de sobrevivencia; quería alcanzar la sonrisa en el espejo, pero cuando llegué se había marchado. En mi cara insistía el acento grave y ningún esfuerzo me daba una auténtica alegría en los músculos faciales. Sólo muecas, intentos desesperados, papanaterías, musgos de júbilos.
Sabes, amor, he pensado que al terminar esto tomaré la vieja guitarra, las canciones amadas, mis últimos pesos, los reductos de autoestima que me tienen prendido de un hilo a la vida y me iré a buscarte muy lejos. Debe haber alguna esquina en alguna parte del mundo donde te vea dar vuelta. El problema es estar ahí, porque la vida infausta te lleva a donde quiere y no al lugar en que seguramente estás. Tal vez no sea una esquina. Puede ser la orilla de una playa, junto a esas rocas que seducen a los amigos de los cangrejos y de espíritu romántico, como lo sigo siendo muy a mi pesar. O tal vez en un pueblito de aquellos donde se refugian los que nacieron muy tarde en el tiempo, como también sucede conmigo. La gravedad absoluta sería que en realidad te hayas quedado varada en el pasado y desde ahí me grites con desesperación sin que yo te escuche; o que aún no hayas nacido y seas apenas un pensamiento en dos que se aman y se penetran en tu búsqueda, con cierta insensatez por cierto, porque nadie nos pregunta si queremos llegar a este puerto para el que nos dan remos quebradizos.
Como sea, te buscaré. Saltaré sobre nubes si fuera necesario, bajaré a los infiernos que bien conozco porque me los regalaron al nacer, mataré estrellas inútiles que osen esconderte y cortaré cualquier árbol que te esconda entre sus ramas. Cada vez me convenzo de que no habitas esta selva de asfalto insufrible, que poco tienen que ver tus pulmones con el smog y tus oídos con el ruido. Gastaré las suelas de mis botas por caminos naturales y si te encuentro bebiendo agua de coco en un ángulo de mi delirio, te pediré de rodillas que me tomes en tus brazos y vayas descubriéndome mientras canto una canción que jamás has escuchado.
Mientras tanto, sigo aquí. Me molesta tanto ponerme el cubrebocas para salir por fruta, verdura y algunos abarrotes. Voy con ojos atentos, pues un miligramo de ilusión me hace buscarte entre cientos de miradas, ahora que sólo tenemos el sentido de la vista para mostrar los afectos o decir en silencio: cómo estás, me da gusto saludarte; o, por el contrario, hágase a un lado por favor, respete la distancia de metro y medio, ¿cuánto le debo? Como nos han aleccionado con efectividad, incluso hablar da miedo, por eso los ojos hacen esfuerzos desesperados por educarse a ritmo ágil. Es difícil, porque dependemos de todos los músculos del rostro para la demostración de los afectos, facultad que nos roba la tela sobre nariz y boca. Es más complicado porque hoy nos tenemos más temor que antes unos a los otros. Aquél o aquella puede causarme la muerte es un pensamiento terrible. Particularmente me preocupa menos porque llevo la muerte a cuestas peleando a jaloneos con la vida. Si se ponen necias me impongo entre ellas como un réferi, y todo por ti, amor. Cuando me des absoluta evidencia de que no estás, soltaré mis amarras y que me lleven cualquiera de las dos mujerzuelas. Porque sin ti no tengo nada. Bueno, tengo un perro. La ilusión la perdí sin saberlo desde que mi madre sin nombre me botó en aquel orfanatorio. Sólo estás tú y el can; te he bordado con retazos de fantasía y algunos hilos de cordura. Sé que eres noble porque yo te concedí esa virtud y bella a fuerza de tanto anhelo.
La tarde anuncia lluvia por fin. Ojalá la humedad cargue con el maldito virus y pueda salir por última vez a buscarte con tu cara limpia en las esquinas, o me vaya por las terracerías tras de ti o de la muerte definitiva.
Te dejo, amor. El perro ladra. A diferencia de mí está demasiado vivo y quiere comer.
IV
Deja que te lo cuente, mi amigo. Sin ella el mundo parece desolado. Es un páramo seco mi garganta y son más tristes que nunca las canciones de José Alfredo. Nunca pensé vivir para sufrir esta tragedia, para beber el estío. Un mes sin ver a esta mujer. Un mes de no besar su boca de cristal con estos labios partidos que se tragará una tumba. La he buscado con desesperación por calles, supermercados, tendejones y patios clandestinos. He viajado a otras ciudades en pos de ella. Extraño su saliva amarga y su espumosa desesperación cuando se vacía, haciéndome el hombre más feliz del mundo. Daría lo que tengo y lo que no por tenerla guardada en casa, toda mía, y compartirla con los camaradas cuando me canse de beberla y no valga ser egoísta. Porque el amor se comparte; porque su alma de lúpulo y cebada no puede ser de un solo hombre; porque no entiendo la vida si a ella no la veo pasar de mano en mano, desnuda y húmeda, lúbrica y ansiosa, untándose en las lenguas de hombres y mujeres que salen de sus casas como yo para buscarla en lugares prohibidos con música fandanguera y luces de neón. Quiero su corazón frío calentando en extraño sortilegio todo mi interior y exprimir hasta la última gota de su amargo codiciado, sin que me importen las mutaciones de su color, sus besos compartidos. Así la quiero yo, y por morirme en ella es que muero, y por vivir sin ella es que peno.
¡Termina ya con esta sed, Dios¡ Devuelve a mi amada gélida a su destino o has que me evapore por completo en este yermo territorio, que sufrir no es mérito para aplaudir en estos tiempos de dolor y aislamiento. Mi garganta está triste y vivo eternamente en un spleen desértico y sombrío. Baja, Señor, desde tu nube omnipotente y regala a este raquítico mortal el paraíso espumoso al vaciar a mi adorada dentro de un tarro congelado y beberla… beberla.
V
Deja que te lo cuente, poeta, tú que conviertes las heridas en trofeos de guerra y las hojas secas en casas de duendecillos: hay una voz que me habla al oído en las noches de insomnio para decirme que el resto de las demás voces no existen, que son ardides de los hombres y mujeres poderosos y no hacemos más que repetir sus discursos de día de plaza hasta el cansancio. ¿Sabes si por la noche alguien llega hasta mi cama y me inocula un chip en el cerebro, o si me entra por los ojos en forma de ondas luminosas cuando manipulo ese aparato que contiene mi vida entera en perfectos resúmenes encarpetados? ¿Sabes si mi vida está a salvo detrás del cubrebocas, si los números mienten, si esto es el inicio de algo grande que nos acerca al final, si el amor bastará para salvarnos? Tú que juegas con los segundos, terceros y los infinitos significados, que has aprendido a quitar una a una las capas de la cebolla y a descamar un pez sin tocarlo, sólo con el delirio irreverente de tu verso, dime si en algún lugar del mundo hay un recodo donde el miedo sea una historia cinematográfica que aún es la ficción de un futuro; dime si puedo batir las alas abiertas de mi fantasía y traer un hijo al mundo porque la vida es bella, a contrario sensu de lo que opinan los agoreros del apocalipsis; dime si Dios partió a otro planeta decepcionado de su obra en la Tierra y por eso debemos inventar otro nuevo como tú inventas metáforas para escarbar significados. Te lo pido porque eres el jinete más honesto de las palabras y nadie te paga por tu oficio; eres la excepción, el no sometido. No existen mentiras más ciertas que las tuyas. Dejando a un lado tu propensión al enloquecimiento para ponerte a salvo de la cruel realidad, intuyo que tienes mejores respuestas que tantos parlanchines en la televisión y las escuelas. Por eso dime ahora, vate, si delirar contigo me pone a salvo de la bestia microscópica o si la sal del mar es mejor recomendación que tus coplas. Dime si alguien más que tú puede explicarme mejor para qué sirven las palabras y por eso ha descubierto los engaños que las habitan. Dime el libro y la página, el número de estrofa y el verso preciso en el que pueda hundir mi cabeza como hace el avestruz en la arena, para mimetizarme en ese mundo que inventas y confundir al gran depredador si pasara por aquí. Cuéntame, poeta, si acaso no has muerto antes que yo.