No sabía cuánto cabe en un aullido hasta esta madrugada en que rondan los moscos zumbando tras mi sangre. No lo sabía porque los aúllos de esta noche no son distantes, de esos que uno escucha sin querer escudriñar las penas que esconden. Son lamentos cercanos. Nacen justo debajo del balcón de mi recámara, tan cerca que al lograr dormir de nuevo parece que soy yo quien abre sus fauces dolorosas para emitirlos. Razones no le faltan a mi sueño en estos tiempos de miedo y hambruna para albergar una manada de lobos y una gran recua de corderos, sobre todo si duermes pensando en el paraíso y el inconsciente te regala retazos de los avernos.
Mi perro está triste y es una tragedia. No lo es si mido su dolor con la tonta compasión que los humanos regalamos a nuestras mascotas; no lo es si compré a mi cachorro para hacerlo depositario de mis angustias y no para hacerme cargo de las suyas. ¿Alguien sabe cómo medir la nostalgia de un perro que a medianoche aúlla a una luna casquivana que se esconde tras las nubes? ¿Alguien tiene un antídoto para el mal de amores que padece robándole el sueño, el hambre y el garbo de su mirada?
Ayer ella se fue, ligera y mona como si nada, moviendo el abanico de su cola con desparpajo indolente. Como si no supiera que su olor quedaría pegado por todas partes. En las paredes y en la colchoneta en que dormía, en el trasto donde se alimentaba y en el aire que no se llevó consigo. Ni siquiera volteó a mirarlo cuando subió al auto y se marchó en él, oteando al frente, con la sensación de aventura que experimenta un can ante aires nuevos. Él se quedó viéndola por la rejilla como si la vida se fuera. Sólo porque dirían que estoy loco y mi pasión animalista me ha vuelto un tipo raro; si no, les contaría a gotas sobre los mares que llenaron sus ojos y cómo vi tristes veleros en ellos alejándose entre la bruma. Pensé que al paso de las horas dejaría de dar vueltas desesperado y de buscar huellas de la damisela cuatripatas por los rincones del patio, entre gemidos lastimeros que me partían el alma. No fue así. Dejó de comer y se dedicó a aullar boleros de amor, de esos que calan hasta los huesos.
Pronto llegará el amanecer. Estamos los dos en vela. Lo he metido a dormir a mi recámara para mitigar un poco su pena y ahora también la mía, pero cuando estoy a punto de perderme en la almohada suelta un nuevo aullido dolorido. Me levanto y lo acaricio. Mi mano en su pelambre le regala un breve consuelo que tarda el tiempo en que logro meterme de nuevo bajo de las sábanas. Otra vez la queja, el gimoteo y después el aullido. Me irrito. Decido sacarlo nuevamente al patio, pero de inmediato me arrepiento; sé que será peor. Los aullidos llegarían a todos los vecinos y temo especialmente por una de ellas que se especializa en poner veneno para gatos y perros, a la que yo apretaría el cuello si fuera capaz y mi rabia lo permitiera. No queda más que acompañarlo.
Me pierdo en su mirada. Pienso en su dolor y me llega como iluminación la claridad. Él no tiene asidero alguno para apaciguar de alguna manera su dolencia. Si yo me enamoro y luego soy abandonado tengo la ventaja de poder escuchar una canción que haga llevadera mi aflicción, o bebo unas copas para llorar con el elíxir del mareo, o me pongo los guantes y pego duro al costal de arena para sacarme a golpes los ojos brujos de una mujer con olor a tierra recién regada; leo un libro para perderla entre sus páginas o le llamo a un amigo para que me convenza de que yo veía en ella algo inexistente, como es común que suceda en la perplejidad amorosa. En el peor de los casos me vuelvo poeta o tomo el filo de una navaja y acaricio mis venas con determinación, opción que afortunadamente no ha cruzado por mi cabeza a causa de una dama. Sin embargo, él, ¿qué tiene para salvarse? Si un perro ríe lo hace con todo su cuerpo y no hay alegría que se le compare; si ama no importa que tenga que sufrir azotes para estar cerca de su objeto amado; si sufre no tiene más alternativa que hundirse en el sufrimiento a calzón quitado, remar en él hasta alcanzar alguna orilla. Por eso no puedo hacer más que acompañarlo. No somos iguales, él y su dolor son sin subterfugios, sin la posibilidad de hacerse a un lado para esquivar el golpe o meterse anestésicos por las venas; en mi amigo orejón el amor ausente es una punta de daga abriendo lento la piel, una gota de ácido perforando los huesos.
Han pasado dos días y sigue comiendo poco, casi nada. Si lo dejo fuera de casa araña la puerta queriendo entrar. Se lo permito y husmea por todos lados con la esperanza de verla salir de alguna pared que contiene algún residuo de ella. Si lo mantengo dentro, después de un rato araña la puerta pidiendo salir y verla aparecer de entre las plantas. De pronto busca un rinconcito con sol y ahí se posa. En eso se parece a mí, que dependo del sol para mantener mi energía y estado de ánimo arriba. Entra y sale, viene y va mientras llega el regalo del olvido. Pero, ¡cuánto tarda! Si no tuviera esos receptores olfativos tan poderosos sería más fácil. Esa es su condena: olerla hasta que la amnesia los separe. Una vez yo me enamoré así, con el olfato. Aún llevo en mi nariz la pócima que brotaba como fuente por cada uno de los poros de esa mujer.
Estamos en el quinto día después de la partida de la hembra con abanico en la cola. En mi orejón regordete quedan únicamente quejidos esporádicos, suspiros largos en la terraza, sueños con sobresalto. Por fin pude dormir la noche previa.
Sin embargo, no contaba con que las decisiones de los humanos son inciertas, vacilantes, sobre todo cuando se trata de prodigar amor a quienes se consideran inferiores, intercambiables, posesiones para matar el tedio o para el desecho: nuestras mascotas. Justo al mediodía para su auto frente a mi casa la señora con cuello y ojos de jirafa. Después de un discurso chillante plagado de disculpas, pretextos diversos y argumentaciones estúpidas, me dice que devuelve a la damisela cuatripatas que a estas alturas ya ha sido olfateada por mi perro desde el patio. El argumento de mayor peso es la molestia del marido, que se dice engañado al creer que la perrita era de raza y no una plebeya de la calle. En todo caso lo engañó su esposa, ridículo adefesio sin corazón que en este momento me da tanto asco como mi vecina mataperros. Cómo me gustaría verle la cara al tipejo que tiene por esposo y encararme con él para darme cuenta si tiene pedigrí en su palabra o es un barbaján cualquiera venido a payaso seudo burgués.
No me gusta discutir con la gente fatua. La mujer deja de contaminar mi espacio con su partida y la princesa entra a la casa gritando su alegría con la cola. Si quisieran saber qué es la felicidad deberían mirar a mi perro y dejar de buscar la respuesta en los filósofos. La alegría de esos dos revolcándose en el patio es inversamente proporcional a mi preocupación. ¿Cómo dormiré ahora pensando qué hacer con la princesa?, ¿Cómo cargo con dos perros enamorados yo que voy por todas partes y últimamente he desarrollado alergia a los enamoramientos por convulsos y desgastantes?
Es de noche ya. No sé si es mejor esta alegría que duerme a ocho patas en la entrada de mi casa o los gemidos cada vez más esporádicos de mi perro solitario cuando su dama no estaba. Salgo a la terraza por el calor y el insomnio, fumo un cigarro ─algo insólito en mí desde hace mil penas de amor─ y miro a la luna insistiendo en alcanzar la redondez perfecta. Sin darme cuenta, un leve aullido que se cree suspiro sale por mi boca.