El profesor Omar Karipidis López regresó caminando a casa, como de costumbre. Las caminatas prendían su imaginación de escritor. Muchas de sus mejores ideas surgieron en el trayecto de vuelta al hogar, una vez librado de las tensiones producidas al lidiar con adolescentes irascibles y con burócratas de oficina; estos últimos, más aburridos que un lagarto en el zoológico.
Algo llamó la atención de Karipidis: del otro lado de la acera caminaba un sujeto que le pareció lejanamente familiar; iba en su misma dirección y con igual ritmo en sus pasos. El tipo parecía vigilarlo de soslayo. Ligeramente inquieto, ensayó una treta para perderlo: se detuvo a comprar un diario en la esquina; aquél también hizo alto en su lado de la calle. El profesor, entonces, continuó; lo mismo hizo el otro. Un prurito se apoderó de él y apuró el paso. Daría vuelta a la derecha dos cuadras adelante. Antes de doblar volvió el rostro para observar a su aparente perseguidor; ya no lo encontró. Turbado, continuó, tratando de no dar importancia al suceso.
Esa tarde una ansiedad especial lo devoraba: una nueva historia hacía ronda en su cabeza y no veía el momento de sentarse frente a la computadora para desvelarla. Dirigió su atención a ese pendiente y trató de olvidar el suceso con el hombre extraño. A su alma creativa le dolía dedicar más tiempo a la planeación de clases y a la repetición de los mismos programas de asignatura que a su incipiente oficio de escritor. Sentía agotado su discurso como docente después de veintiocho años de labor; llegó a sentir que hasta las paredes suspiraban de fastidio ante sus peroratas. Le costaba trabajo sorprenderse a sí mismo, a pesar de que siempre se condujo bajo la consigna: renovarse o morir. ¿Qué hubiera dado por terminar con esa consonancia fónica de su oficio doble: profesor y escritor? Se resolvería sustituyendo profesor por maestro. Pero no consideraba merecer el título de magister. A pesar de su férrea disciplina, puntualidad y empeño, la rima horrorosa permanecería aún buen tiempo.
A la mañana siguiente, soñoliento, pero feliz por haber encontrado la punta del hilo en la madeja de la historia que intentaba, abordó el camión en la esquina rumbo al trabajo. Dos cuadras adelante el tipo del día anterior subió al autobús. El corazón de Omar aceleró al mismo tiempo que el motor que lo llevaba. Afortunadamente el asiento contiguo iba ocupado y el intruso se alojó dos filas atrás. Al llegar a la escuela bajó rápidamente sin verlo. Para su sorpresa, el hombre se apeó inmediatamente después de él. Si antes dudó, ahora tuvo la convicción de que no era una coincidencia. Un miedo rayano en terror lo invadió. Caminó rápido hasta cruzar el umbral del edificio sin voltear para confirmar la presencia del otro.
Laboró sumamente inquieto durante toda la jornada, dudando entre comentar el asunto con las autoridades del plantel y llamar a la policía, o bien, encarar al sujeto y desentrañar el misterio. Optó por lo segundo; se convenció por dos razones: este hombre le parecía familiar, aunque no recordaba dónde pudo conocerlo antes. Por otro lado, su semblante apenas atisbado en los dos encuentros previos era taciturno, lo que generó en él una súbita confianza y deseo por descifrar la incógnita.
Salió de la escuela a las catorce horas con trece. Caminó lentamente, divisando. No apareció al otro lado de la acera, pero sintió su presencia detrás. Giró y se detuvo; aquél también. Regresó sobre sus pasos hasta quedar a tres metros del tipo. Sorprendentemente, el hombre lloraba. Karipidis fue el primero en hablar:
─Necesito saber quién eres y qué deseas de mí ─le espetó con relativa energía al tiempo que vio tristeza en sus ojos─. ¿Por qué me sigues?
─ ¿No me reconoces? ─respondió, pausado y melancólico─. ¿Has tenido mi destino y el de muchos en tus manos y no me reconoces?
─ ¿Qué tonterías dices? ─se acercó un poco más; entonces, la sorpresa se dibujó en su mirada como producto de una brusca anagnórisis─. No puede ser que tú… ¡Esto no es posible! ¡No puede ser!
─Tan posible es, que tus ojos me están viendo.
Presas de una desazón insoportable, sus piernas corrieron a tal velocidad que dos cuadras más adelante su corazón palpitaba a un ritmo peligroso para su edad y falta de ejercicio físico. Se detuvo y volteó para saber si el hombre lo seguía. A lo lejos lo distinguió, en el mismo lugar y en la misma postura, inmutable. Desesperado e incrédulo, limpió el sudor de sus ojos con un pañuelo, los restregó como para despertar de un mal sueño. Al mirar nuevamente unos segundos después, él ya no estaba. Aterrado, sus pies lo llevaron ahora a cruzar la avenida, después a una callecita privada y al final de ésta, a un bar. Pidió un whisky con agua natural, fiel a su costumbre; lo bebió de un sólo trago y ordenó el siguiente. Le pareció delirante que uno de sus personajes, traído de la nada hace unos años, ahora se convirtiera en su persecutor. Su mente lo recreó largo rato: Adrianos Thalassinos, el partisano miembro del Ejército Democrático Griego, que combatió en la guerra de guerrillas contra el gobierno central en las montañas de Epiro al lado del mismísimo Markos Vafíadis, líder de las fuerzas comunistas. Omar Karipidis, en su relato, decidió que Adrianos se retirara como sobreviviente a suelo albanés al término de la guerra, una vez que las tropas monárquicas griegas expulsaron de sus posiciones a las debilitadas cuadrillas revolucionarias en agosto de 1949. Desde Albania, Omar lo hizo huir para liberarlo de la represión política del gobierno derechista de Papandreu contra los militantes revolucionarios. Su fuga lo llevó finalmente a México, donde rehízo su vida. Murió muchos años después, solo y deprimido, porque la enfermedad no le permitió regresar a su país una vez declarada la Tercera República Helénica en 1974.
Al tercer whisky, Omar pensó que sus 55 años recién cumplidos le jugaban una mala pasada. Concluyó que el diálogo supuestamente desarrollado hacía casi una hora, sólo fue una evidencia de que necesitaba medicamentos y vitaminas para fortalecer el sistema nervioso. “Mira que andar imaginando que Thalassinos camina tras de mí y habla conmigo ─pensó, al tiempo que reía forzadamente─. ¡Ay, papá! Algo me querrás decir desde la tumba; tú, que inspiraste esta historia”.
Aunque Omar tomó la vida de su padre, sobreviviente de la guerra civil griega, para escribir uno de sus más conmovedores relatos, la imagen que llevó en su mente al crear a Adrianos Thalassinos fue la de uno de los actores de El viaje de los comediantes, de Theo Angelópolus, que hacía de partisano. Ese fue el rostro que vio llorar, o imaginó.
Al abrir la puerta la sorpresa de la esposa de Karipidis fue mayúscula; desde mucho tiempo atrás su marido no tomaba más de dos copas. Era evidente que esta ocasión bebió media docena, al menos. Entró cantando “Roza”, su canción griega favorita, popular en voz de Dimitris Mitropanos; hacía años que no la cantaba. Bebió café cargado y durmió como bendito.
Al día siguiente, viernes, se reportó enfermo; no lo había hecho en muchos años. Visitó a su amigo Rubén, médico naturista. La receta indicó: levadura de cerveza, germen de trigo, polen, magnesio y espirulina. Con eso alejaría a cualquier fantasma entrometido. Además, sueño reparador y alimentación balanceada.
─No te vendría mal un poco más de ejercicio fuerte sobre la cama. Necesitas liberar endorfinas, ratoncito de biblioteca.
─Lo intento, Rubén; es mi ejercicio del fin de semana. Más, ya me cuesta.
─Dos veces por semana; es la regla, Karipidis ─sentenció en tono jocoso el naturista, y continuó─: deja un rato tus libros y tus cuentos, Ángela te lo agradecerá como no tienes idea.
─Veré qué puedo hacer. Tú dedícate a lo tuyo y te espero mañana. Tal vez ya no sea muy bueno en la cama, pero en el ajedrez yo soy quien da lecciones.
Una partida ganada, la segunda copa de la tarde de su escocés favorito y los chistoretes continuos de Rubén, quien, a juicio de Omar hubiera tenido éxito como actor de comedia, lo tenían de muy buen humor sabatino. Justo cuando un obstinado caballo ponía en jaque al rey negro del médico en la segunda batalla, sonó el teléfono. Alguien pedía hablar con él. Al tomar el inalámbrico lo escuchó del otro lado de la línea:
─Todo es posible, profesor Karipidis ─reconoció de inmediato la voz. Quiso colgar al tiempo que el último trago se atoraba en su garganta, pero lo sometió la amenaza que escuchó─: No intentes dejarme solo esta vez porque no quiero presentarme ante tu esposa; no lo entendería.
Fue a la cocina mientras intentaba reponerse de la sorpresa, aprovechando que Rubén divertía a los demás con otra de sus humoradas.
─Seas quién seas… dime qué buscas, ¿qué quieres? ─alcanzó a decir con respiración entrecortada.
─Sabes bien quién soy y también lo que busco, Karipidis. Si crees no saberlo concéntrate un poco y te llegará la claridad ─el tono de voz seguía provisto de nostalgia, pero firme a la vez─. No perdamos tiempo, para ti aún es valioso, aunque para mí ya no. Mañana a esta hora te espero en el bar que acostumbras, en la misma mesa. Faltar sería un error, lo mismo si vas acompañado.
Después del clic del teléfono corrió desesperado por otro escocés, doble ahora. Apenas pudo disimular la tribulación que lo invadía. Fingió un malestar que impidió al brioso caballo blanco seguir amenazando al rey enemigo sobre la llanura a cuadros del tablero.
Al poco rato despidió a Rubén y su esposa. Se encerró temprano en su cuarto con el pretexto de sentirse mal. Ángela se extrañó por su conducta, pero respetó a su marido, quien se daba cuenta de que el pensamiento lógico difícilmente daría respuesta a la situación más absurda de su vida. No era precisamente miedo la emoción que lo invadió, sino desconcierto y ansiedad. Alguien o algunos le querían tomar el pelo, sin entender cómo y para qué. Pero el rostro que vio hace dos días a tres metros de distancia era el mismo que su imaginación robó de la película de Angelópulus; de eso creyó estar seguro. Sólo creyó, porque no lo estaba. La zozobra lo llevó a encender el ordenador, buscar el archivo y deslizarse una vez más sobre las dieciocho y media cuartillas del texto. En la página quince sudaba a mares, su corazón dejaba escuchar sus latidos que rebotaban en las paredes. Al final de la dieciséis se detuvo. Un atisbo de luz llegó a su mente y un horror frío le caló los huesos. Abandonó la lectura y se escondió bajo las sábanas como los niños que huyen de los monstruos de sus fantasías. Soñó con su padre, Demetrius Karipidis, con su mirada triste perforando el horizonte sobre el carguero que cruzaba el mar Atlántico rumbo a América, cargando una maleta llena de soledad, recitándole a las olas el juramento partisano mientras sus lágrimas aumentaban la sal del piélago.
Puntual, esperó al otro día en su mesa del bar. Cuando lo vio entrar creyó que únicamente él se percataba de la presencia del extraño. Ya no sentía temor alguno, sí una expectación que mantenía sus ojos bien abiertos. El hombre se acercó, tomó asiento, los ojos clavados en el mantel sin mirar a Karipidis, quien no pestañeaba en su intento de grabar en su memoria cada segundo de este encuentro insólito, cada detalle de ese rostro imposible que fue alzando sus ojos hasta clavarse en los suyos.
─Tú no puedes ser real. ¿Quién eres en verdad?
─Pobre Omar, si sólo confías en tus sentidos y tu razón, jamás entenderás este mundo, ni a los otros mundos a los que también perteneces. No intentes comprender más, sólo dime si ahora tienes claro lo que quiero ─su voz era serena como música relajante, contrastaba con la melancolía hierática de su rostro.
─Lo tengo casi claro ─la voz de Karipidis sonó inesperadamente tranquila─. Dame tú la precisión que me falta.
─Tu padre no merecía el homenaje que le haces con tu historia. Demetrius Karipidis fue un traidor al dar información secreta a los norteamericanos que apoyaban al Ejército Nacional que acabó con los remanentes del Ejército Democrático Griego ─por primera ocasión su voz alcanzó matices de furia contenida.
─La guerra estaba perdida… No tenía caso un mayor baño de sangre. Mi padre y muchos más sabían que podían evitar…
─Sabía que su traición le daba un boleto seguro para los Estados Unidos, desde donde la vergüenza lo trajo a refugiarse a México ─se puso de pie y su voz se tornó estentórea, como la de un Dios griego fustigando a los mortales. Pero inexplicablemente sólo Omar lo percibió; el resto de los presentes seguía perdido en su pequeño mundo de brindis, risas y confidencias─. ¿Dónde quedó su juramento como partisano griego?, ¿dónde la oferta del fusil y la vida en servicio de su ideal?
Omar lloraba. Le pareció que las risas y palabras de los demás se congelaron, eran espectros dentro del bar. Su acompañante insólito, quien salió de un cuento para venir a atormentar a su autor con esta increíble reconvención, se puso de pie. Con la misma serenidad del principio solicitó algo a Omar, quien registró la petición como una orden:
─Pido que modifiques lo necesario en la historia; convertirás tu verdad en mentira. Lo harás por tu sangre, por los combatientes muertos, por los asesinados durante la represión posterior a la guerra, por los miles de exiliados. Hazlo por tu progenitor, así le devolverás algo de la dignidad derrochada en el único gran acto cobarde de su existencia.
Sin decir más, el personaje se dirigió al baño del lugar. Al quedarse solo, Omar se percató de que ahora muchos lo veían, sorprendidos de sus lágrimas y su mirada perdida. Como si despertara, tomó la copa de whisky y la bebió de un trago. Pasaron los minutos, el supuesto acompañante de su mesa no regresaba. Se dirigió al baño, buscándolo; no lo encontró. Revisó el lugar, preguntó al cantinero, salió a la calle. Fue inútil, nadie lo vio ni lo recordaban. Parecía una locura.
Marchó como en trance rumbo al hogar atisbando el camino. Perdió la noción del tiempo. De pronto se encontró ante la pantalla del ordenador. Para su fortuna, Ángela no estaba. Había salido de compras con su hija, que los visitó ese domingo. Sus manos sabían exactamente dónde seleccionar y después suprimir. Tuvo mayor claridad aún al escribir los párrafos que sustituían a los eliminados, como si redactara contenidos perfectamente memorizados tiempo atrás. El espejo del fondo reflejaba con fidelidad su rostro, que mostraba la misma expresión melancólica del hombre, fantasma o delirio con el que departió hacía poco tiempo en el bar. Casi una hora después envió a una dirección de correo electrónico el archivo modificado. Su libro de relatos estaba en proyecto de edición y urgía enviar el texto corregido a la editorial.
Al siguiente día, lunes, nuevamente se reportó enfermo. Se dirigió al panteón donde sepultó a su padre dieciocho años atrás. La tumba estaba cubierta completamente por flores color azul violáceo de jacaranda. El árbol asomaba sus ramas de hermosura sobre la barda del cementerio. Como epitafio, Omar había mandado inscribir sobre el mármol el apartado tres del juramento partisano griego: Mi ideal es una Grecia fuerte y democrática, así como el progreso y la prosperidad del pueblo. Y en el servicio de mi ideal, ofrezco mi fusil y la vida.
Limpió de flores la tumba. Sin sorprenderse, inmutable, con la paz dibujada en el rostro, se percató de que el último enunciado había desaparecido en la superficie de la losa.