Sesenta minutos tardaba el camión en llegar a su destino. Desde el pueblo a la ciudad había que recorrer algo más de cuarenta kilómetros, pero el paso obligado por pueblos plagados de horrendos topes carreteros, hacía que el viaje fuera accidentado, lento, lleno de barullo y arrancones constantes. Eran las siete con veinte de la noche y aún faltaban unos quince kilómetros de recorrido. El compromiso de Fernando, y del resto de los actores, era estar en el teatro al menos media hora antes del inicio de la función, programada a las veinte horas.
Cuando los vio subir al autobús no le gustó la facha de los tipos; dos de ellos con barba de tres días y los tres con gorra de beisbolista. Cuatro minutos después dedujo que lo que experimentó antes fue una corazonada. Los hombres sacaron armas blancas de entre sus ropas, anunciando el asalto. “¡Puta madre! Justo hoy que traigo más de dos mil pesos en la cartera”. Quiso esconder el dinero dentro de la calceta en su tobillo derecho, pero el líder de los vándalos se percató y le asestó un primer golpe en la sien izquierda que hizo rebotar su cabeza en el cristal de la ventana. “¡Hazte pendejo, hijo de la chingada! Te la voy a partir todita”. Fernando sintió que rodaba una gota de sangre por encima de su oreja, ya sin la cartera en sus manos y sin ninguna dignidad en su semblante. En medio de la ira y la afrenta sopesó la situación. Coligió que sería fácil enfrentar a su agresor; estar sentado en la segunda fila le daba cierta ventaja, pues los otros dos maleantes desvalijaban a los pasajeros en la parte trasera del autobús. Su entrenamiento en box y defensa personal le hicieron creer que era posible; su rabia también, pero tenía que actuar con rapidez. Respiró profundo dos veces y se abalanzó sobre su agresor. En sólo unos segundos lo sometió logrando que soltara su arma. Como pudo recuperó su cartera de un morral que colgaba del hombro del ladrón. Un griterío de mujeres histéricas lo ensordecía y ninguno más de los hombres lo secundó en su defensa. Para entonces los otros dos ya estaban cerca y no pudo esquivar del todo el navajazo que alcanzó a rasgar su hombro. Se echó hacia atrás cayendo a un lado del chofer, quien se replegaba en su asiento sin inmiscuirse. Vio venir sobre él a las dos bestias furiosas, mientras la tercera se reponía del par de certeros golpes que él le propinó. No pudo eludir una patada que le floreó la barbilla, pero uno de ellos tampoco evitó un upper suyo en plena mandíbula, uno de sus mejores golpes. Se abalanzó sobre la puerta abierta del camión y se echó a correr en medio de la oscuridad. Los ladrones olvidaron a los demás pasajeros y fueron en su persecución, dos de ellos afectados aún por lo que les había tocado en la reyerta…
No mames, cabrón, me sorprendí cuando te vi llegar todo jodido al teatro. Ya habían dado la segunda llamada y el Edgar estaba más que puesto para hacer tu papel de Tino Labrador, ¿te acuerdas? El director estaba encabronadísimo contigo; cómo se iba a imaginar que llegarías tan maltrecho y que esa función sería la mejor de todas, tu consagración. Y todo porque habías tenido la suerte de que te madrearan esos cabrones que asaltaron el camión en que viajabas. Dábamos la función para los culeros de la honorable Asociación de Críticos Teatrales, la crema y nata de los intelectuales del teatro nacional. Honorables, ¡mis tanates!; si lo que les gustaba era empedarse con tequila del bueno antes de la función, que para eso de tratarlos bien era chingón el director de la compañía. Si hubieras venido a la comida que se les ofreció a esa bola de ojetes, te hubieras ahorrado los golpes y el navajazo en el hombro, pero no habrías dado una función tan de poca madre como la que diste esa noche. ¿Te acuerdas que la estrella de la obra vino hasta el camerino a felicitarte y que te abrazó embarrándote sus pechotes que a todos nos hacían agua la boca? Y tú con la oreja rasgada y la mandíbula partida sólo la mirabas como ido. Así te quedaste por el resto de la noche y creo que durante muchas semanas, ¿te acuerdas? Al otro día los críticos de teatro elogiaron tu trabajo y apareció tu foto en más de dos secciones culturales de diarios nacionales: “Convincente actuación del actor en su papel del campesino que huye de la migra en los campos tabacaleros de Carolina del Norte”; “Tino Labrador, interpretado por el magnífico histrión Fernando Tancredo, reivindica la nobleza del indígena que cruza la línea fronteriza en busca de una vida digna. Conmovedora actuación que eleva su papel secundario a un primerísimo nivel de interpretación actoral”. Pinche Nando, ese día tocaste la gloria como nunca, cabrón…
Logró llegar hasta un maizal después de haber corrido como medio kilómetro. Pudo colarse por entre los alambres de púas del cercado. Ahí fue donde rasgó su camisa y se arañó la espalda, como si no tuviera bastante con las heridas anteriores. Jadeaba y creyó que los tumbos que le daba el corazón lo delatarían. Los escuchó pasar muy cerca. Supo que estaba a sólo unos metros de la muerte y se obligó a dejar de respirar. Aquéllos despotricaban y maldecían, hasta que se retiraron sin dejar de amenazar: “Te vamos a buscar después, hijo de la chingada; donde sea que te escondas eres hombre muerto, puto”. Se quedó quieto durante varios minutos. Consultó su reloj llorando de rabia, dolor e indignación; eran las siete y cuarenta y cinco. En quince minutos empezaría la función y él seguía escondido en medio de un maizal a buena distancia de la carretera. Tanteando, caminó hacia el asfalto, en línea inclinada y hacia adelante a la vez. La sangre se había secado en su barbilla y su ropa. Por suerte no había luna que alumbrara la noche, pues podrían descubrirlo los malhechores. Vinieron a su mente las palabras de su padre, hombre rudo de campo: “Me salió artista el cabrón. Le gusta andar divirtiendo a pendejos en vez de quedarse para ayudarme con las siembras”. Como nunca, deseó haberle hecho caso a su progenitor, dejar a un lado sus ambiciones artísticas que hasta ahora no le daban ni para comer. Dos surcos de lágrimas corrieron por sus mejillas y con ellas toda la tensión acumulada en las últimas semanas, la que tuvo su punto culminante ahora que la suerte plantó a estos tipejos en su camino. “Acabo la temporada con esta obra y a la chingada la escuelita de teatro y la compañía, que ni para quitarme el hambre me han servido. Al carajo Stanislavsky y Brecht y el pendejo de Grotowsky; para teatro pobre ya tengo suficiente con el mío. Si antes no me ha hecho caso la orgullosa de Úrsula, que se cree engendrada por el semen de Tespis, menos ahora que vea mi rostro lleno de madrazos”. Eran las ocho en punto cuando llegó a la carretera, con la esperanza de que pronto pasara otro camión. Se limpió con saliva la sangre para no dar mala impresión, aunque era imposible evitarlo…
Al terminar la función ya no pudiste aguantarte. Chava sacó la botellita de tequila que siempre cargaba para que te alivianaras un poco, pero tú no te controlabas y entre mocos, tragos de tequila y lágrimas, te pusiste a despotricar contra todos: tus compañeros de camerino éramos una bola de pendejos que no te comprendíamos; la Úrsula, una piruja que había preferido echarse al plato al maestro de Historia del Teatro, casado y con hijos, y no a ti, que querías todo con ella; el director de la compañía, un cabrón que sólo explotaba tu tipo campesino y nunca reconocería tu talento para interpretar un papel estelar, lo que finalmente sucedería un año después; que ya estabas cansado de padecer hambre, haciéndole al estudiante de teatro y al actor, y de quedarte a dormir en los camerinos los días de función. En fin, dejamos que te desahogaras. De pronto, sólo suspirabas, medio borracho y con los ojos idos. Empezaste a reír, desquiciado, y después a declamar “Reír llorando”, de Juan de Dios Peza. Ya conocíamos en ti esos arrebatos súbitos y te dejamos delirar a gusto con el famoso Garrick, pues en ese momento deseabas echar fuera toda la mierda y tu desesperación…
Eran las ocho y veintisiete cuando cruzó el vestíbulo del teatro. La camisa rasgada, la herida en el hombro y el rostro golpeado sorprendieron a los pocos asistentes que aún ingresaban al recinto, justo cuando se daba con mucho retraso la tercera llamada. Tuvo la impresión de que incluso las dos ninfas griegas que custodiaban las escaleras de acceso al segundo nivel se asombraron al verlo cruzar en esas fachas, en medio del lujo Art Decó del edificio. Transcurrían si acaso unos treinta segundos entre la tercera llamada y el inicio de la primera escena, en la que Fernando participaba. Edgar, emocionado, estaba a punto de dar el paso hacia el escenario, cuando una mano en su hombro le indicó que el actor había llegado. Los ojos asombrados de Fernando, en medio de la semipenumbra, mataron su fantasía de convertirse en actor esa noche: “Vuelve a tu puesto de asistente de iluminación, Edgar, con tus amantes luces, amazonas que luchan eternamente con las sombras; son tu destino”. Y en efecto, nunca se convertiría en actor; sí en un mago de la iluminación. Los demás actores que no vieron llegar a Fernando, no ocultaron su sorpresa al verlo aparecer en escena, otra vez perseguido, ahora por miembros de la policía migratoria estadounidense. Por entre los pasillos del escenario de tres niveles se escuchaban los pasos y jadeos del indígena nahuatlaca que huía de sus persecutores, la camisa ensangrentada y la barbilla floreada en sangre al enfrentarse a uno de los mastodontes rubios que lo perseguían, rabiosos. Al detenerlo los polizontes, el terror de Tino Labrador era auténtico; vivencia plena, no una simple simulación emocional. Después vino la escena de la cárcel, en la que Tino es interrogado y sometido a presión psicológica. Por los ojos del histrión brotaba una angustia y una súplica tal, que esas ventanas oculares hubieran sorprendido al mismo Eugenio Barba de haber estado ahí, y ahora Fernando recorrería con el Odin Teatret los escenarios del mundo. Un delirio verbal en náhuatl, inaprensible para nadie, hacían más expresivos esos ojos que mañana aparecerían en la sección de cultura de diarios nacionales importantes. La función terminó. Los críticos teatrales, la mayoría ácidos e insoportables, salieron al vestíbulo a degustar canapés, quesos, carnes frías selectas y aceitunas rellenas, acompañados de vino blanco alemán, del fino para comprarlos bien y amortiguar sus escrúpulos estéticos, o al menos para ganarse su hipócrita neutralidad. Fernando, mientras tanto, desparramaba su tensión en el camerino…
Todavía recuerdo la envidia que te tuvimos al salir a la antesala, los críticos ya medio pedos y tú también. Los elogios importantes fueron para la estrella de la obra, cuyas nalgas, soberbios pechos y ojazos, y claro, su gran talento para el escenario, convencieron a la mayoría de los doctos y alcoholizados críticos. Después de ella, el resto de elogios se repartió entre Lalo Reyes, que la hizo de chicano; el güerito aquél que interpretó a Oliver North, ya no recuerdo su nombre; y tú, cabrón. Que qué pinche manera de interpretar, que te voy a dar mi tarjetita para que me llames y te recomiende con directores de cine, que eres un actor nato y que la chingada. Y a los demás nadie nos peló, menos a mí que me tocó interpretar a un mafioso cubano pero sin el puto acento. Me sentía todo estúpido: neutral, decía el director, no quiero entonaciones. Estuviste a punto de irte esa noche con un crítico homosexual, que con el cuento de que te convertiría en gran actor de cine te invitó a seguir bebiendo en su hotel. Si no te rescatamos Chava y yo hubieras valido madre con ese ojete. Esa vez me sentí bien conmovido por ti, porque yo también padecía mis propias desventuras y eso nos hermanaba. Tampoco tuve con quien quedarme esa noche, la Malena se había encabronado conmigo hacía unos días y chíngate, culero. Nos quedamos en el teatro los dos y nos chupamos una última botella de vino blanco que logramos agenciarnos antes de que los meseros levantaran todo. ¿Te acuerdas de que la compartimos con el velador? ¡Cuatísimo el viejillo!...
La impronta que la interpretación de su personaje le dejó a Fernando esa noche, logró que terminara la temporada con actuaciones magistrales. En cada función se sentía realmente perseguido y, misteriosamente, la herida en la barbilla no sanaba, o volvía a abrirse con cualquier testerazo. Stanilslavski estaría feliz de corroborar su teoría teatral en la interpretación que daba vida a Tino Labrador. Como si fuera su verdad, su destino, Fernando siguió persiguiéndose en los distintos escenarios: la calle, los atrios de las iglesias, las plazas públicas, las escuelas, las cárceles; ya no los grandes edificios de arquitectura Art Decó o Neoclásica. Aún se siente perseguido por las fantasías, por el niño que lleva dentro y por los fantasmas que arrastra consigo, herencia de tantos sueños transitados en los escenarios.
Todavía se te ve la cicatriz en la barbilla, cabrón. ¡Qué buen madrazo te pusieron esa vez!... Pero ahí vamos caminando, amigo, tú con tus encarnaciones y yo con mis delirios de cuentista. ¡Cuéntame un cuento, cuentero, que me sirva pa olvidar! Tú sabes que no quise seguir de actorcillo porque nunca me sentí en mi terreno, jamás me perdí en un personaje como lo haces tú. Bueno, sólo una vez, cuando me tocó interpretar a Bonifacio VIII y al joto que le tiraba los perros al mismísimo Jesús de Nazaret. ¿Te acuerdas de esa obra? No jodas, Nando, esa vez sí me clavé hondo con los personajes y algo en mí se trastocó. Me dio miedo y no quise seguir jugando al actor que nunca fui… ¡Qué gusto me da verte, hermano! Dame otro poco de cerveza que se entibia la caguama... ¡Salud! Por la vida y por aquel Tino Labrador. Chingón, ¿eh? De poca madre ese Tino.