Desde hace tiempo es incapaz de verse en el espejo y no sentirse asqueado de sí mismo, de esos ojos que ya no saben qué ven, tan acostumbrados a camuflarse con el brillo de cualquier otra mirada. Por eso evita hacerlo, porque ve el retrato perfecto de su alma desangelada.
Bernardo nació para ser actor; es su gracia y desventura. Un actor que en la juventud ejercía su oficio del mismo modo en que vivía la vida real, sin fingimientos, sin máscaras. Dejaba fluir a sus personajes al mismo ritmo y autenticidad que su vida. Sin embargo, creció, y aprendió del teatro las técnicas para usar caretas en el escenario y en lo cotidiano. Alguna vez quiso aprovechar sus dotes histriónicas para hacer política, inundado de un súbito idealismo institucionalizado; craso error. Lo que pervivía limpio adentro, inmune hasta ese entonces, se pervirtió en el albañal del poder; exiguo, en su caso, más poder al fin. ¡Bola de cabrones! Pensar que llegué con voluntad de hacer las cosas bien y… “Señor regidor, llévesela con calma, no le ponga llantas a las patas de la tortuga. ¿Quién le dijo a usted que todo el presupuesto se destina a lo que dice el papel? ¿Y nosotros qué?, ¿para eso nos chingamos tanto en la campaña? Hable con los contadores, ellos le dirán de qué manera acomodamos los asuntos”. ¡Pinche corrupción de mierda!; ¡pinche presidente municipal de alcantarilla! Y luego llegaron esos, los del otro poder: “Así que ya sabe mi regi, nomás nos pasa el diezmo y a dormir tranquilo, nosotros lo cuidamos. Ya ve que hay muchos desaparecidos y algunos amanecen hechos pedacitos a un lado de las carreteras. Usted tan bueno que se ve, no vaya a ser la de malas”. Terminó el trienio con nuevas marcas en la frente, libre de idealismos y utopías.
¡Un hijo!, se le ocurre. Educar a un nuevo ser lo hará llenarse de sangre nueva las venas y encontrar otro semblante en el espejo. Sueña.
En eso anda ahora que ha vuelto a las tablas. ¿Dónde encontrar una mujer que anhele un hijo suyo? Una mujer de inteligencia media, piensa, que no lo oprima ni lo ignore; tampoco una descerebrada y frívola como tantas que pasaron por sus manos. Una cuya mayor virtud sea una bondad mariana y que no viva para los imposibles. Hay que preparar el escenario, elegir la máscara y los coturnos, volver al gimnasio para levantar los hombros caídos y fortalecer el vientre, cortar y desinfectar las uñas de los pies. Jamás haría el amor, ni iría a la playa o a una alberca sin haber ido antes a la pedicura.
Miércoles, 20:15 horas.
Se da la tercera llamada y las luces de sala declinan. Por ser miércoles, día tibio para las juergas culturales, el teatro está a una cuarta parte de su capacidad. Se ilumina el escenario, en el que se representa una típica casa de funerales estadounidense, sin cruces, con unos cuantos arreglos florales e iluminada por tenue luz ambarina. Por el lado izquierdo ingresa un sujeto desconocido (Bernardo), al que el frío insoportable de la calle y la soledad lo llevan hasta ahí. La mujer, única doliente dentro del recinto, lo percibe y su rostro refleja una sorpresa por la llegada del intruso. Jamás lo ha visto antes. ¿Será algún viejo amigo de su esposo o un pariente ignorado? Él la saluda inclinando la cabeza, se acerca un poco y musita débilmente que lo siente mucho. Ella responde con un leve gesto en su rostro y lo mira acercarse al ataúd. Él se sorprende al ver el cuerpo sin vida de un hombre unos diez años menor que él, muy joven aún para morir…
¿Qué le puede interesar a una mujer de un hombre de cuarenta y ocho, cuyas máximas virtudes son un currículum medianamente respetable de actor de teatro no famoso, un auto viejo, docenas de amores fracturados, la melancolía sarcástica pintada en su rostro de regular atractivo y el departamento que paga a plazos en una colonia de clase media?; ¿con qué trucos que no parezcan serlo puede atrapar a una mujer menor de cuarenta, de caderas anchas y pechos nobles para amamantar, una que no esté demasiado dolida con la vida y los hombres, que todavía sueñe en cunas, reyes magos, arrumacos y cachetes tiernos para morder? La empresa es difícil, pero Bernardo está empeñado en echarla andar. Haría tan feliz a su madre si la concluyera con éxito.
Se inscribe en una clase de yoga. Lunes, miércoles y viernes de ocho a nueve treinta. El primer día, al momento de practicar la postura adho mukha svanasana, o postura del perro hacia abajo, en lenguaje menos místico, comprende cuánta falta le hace el ejercicio. Experimenta la sensación de que los músculos poplíteos de ambas piernas se romperán. Viene a su mente la adorable maestra de expresión corporal en la escuela de actuación: Un actor se ejercita siempre, querido, su cuerpo es el vehículo de sus emociones y debe estar lubricado y dispuesto como un motor nuevo. Recuerda que antes de entrar a escena, los estiramientos son la clave para calentar y tener un buen desempeño. Estira, estira siempre. ¿Lo comprendes, querido? Ahí está ahora, intentando la bhujangasana, o postura de la cobra; la parte baja de la espalda está a punto de quebrarse, pero su orgullo lo impide. Al final de la sesión, por poco suelta una risa inesperada cuando la maestra de yoga los despide con un mudra clásico, juntando ambas manos frente al pecho y haciendo una inclinación ligera, mientras pronuncia: namasté. Logra controlar, respirando hondo, lo que hubiera sido su primer desatino. De esta sesión inicial se lleva imágenes adorables: ojos profundos, labios místicos, semblantes de paz; brevedades, flotaciones, ligerezas. Aquí puede suceder, piensa, aquí.
Jueves, 20:35 horas.
El drama transcurre ante un público nutrido. El desconocido entabla una interesante plática con la viuda que, solitaria, vela a su esposo. Sorprendentemente conectados entre sí en medio de ese escenario triste, dialogan sobre el irremisible destino de quedarse solos y de lo difícil que es definir la felicidad, mucho más hallarla; de lo complejo del amor y lo inútil del mismo si no sirve como puente para comprender al otro; de la necesidad de engañarse un poco para soportar la mentira mayor del mundo, con sus parafernalias navideñas y consumistas y sus ilusiones de poder que nos alejan a unos de otros. Es un veinticuatro de diciembre por la noche, todos celebran mientras ellos velan a un muerto, a un obrero electrocutado que tuvo el privilegio de ser bello y convertirse en el objeto de amor de una dama culta y pálidamente hermosa, quien mañana lo sepultará sin grandes honores, sin mayor séquito que el sepulturero, el personal de la funeraria y quizá el desconocido que filosofa con ella esta noche. Bernardo, abandonando su personaje durante fugaces instantes, se pregunta en qué lugar encontraría una mujer como ella para rehacer su vida y tener un hijo, un asidero, un espejo nuevo. Se ha enamorado súbitamente de una bella ficción, que al ir desapareciendo con los aplausos finales bajará del escenario, fumará un cigarro en el camerino y se extinguirá definitivamente cuando se despida dándole un beso de utilería, tal vez para ir a beberse una copa con algún amante de carne y hueso, con quien podría hacer el amor y, después, como lo hace Bernardo, preguntarse ante su propio espejo quién carajos es…
Bernardo se percata de que ha perdido la destreza para moverse con eficiencia en el mundo de la gente común, la que aún juega con la candidez de la esperanza y los rituales simples, que cree en la familia como sacrosanto recinto y se adhiere a un dogma para no complicarse la existencia. ¿Cómo podría volver al juego que todos jugamos semiciegos, medio crédulos, un tanto hipócritas?, ¿qué hacer para que el sarcasmo doloroso no siga siendo su carta de presentación ante los demás?, ¿cómo olvidarse del pesimismo filosófico de Schopenhauer y de su idea del mundo como un escenario lamentable; de la percepción de la irracionalidad de la vida que Camus le heredó como a un hijo?
Parece atisbar una respuesta en la mirada de la mujer que entra casi flotando al salón de yoga, ataviada con holgada vestimenta en tonos azules. Su porte no admite definición alguna, pero para Bernardo es aire, luz, agua mansa, noche estrellada; su rostro, el reflejo de un espíritu que recorre en su interior distancias infinitas en milésimas de segundo. Ni siquiera se atreve a sostenerle la mirada cuando se topa con la de suya. Tiene la sensación de que tendría que reaprender a hablar, descubrir lenguajes nuevos y significados desconocidos. Unas cuantas sesiones le bastan para saber que la mujer hace apología del silencio, que su cuerpo es un templo donde pulsan melodías cósmicas que requieren de oídos educados, como no es el suyo. Es lo que buscaba, lo entiende ahora, encontrarse con alguien capaz de romper el cerco de la sucia realidad y que lo lleve a otra más profunda, a un mundo alternativo que no se mida con los cánones de éste que conocemos.
No hay marcha atrás. Para entrar en el silencio de ella, Bernardo habrá de morir y nacer otra vez.
Viernes, 20:50 horas.
Como en la mayoría de las funciones que se realizan este día, permea en los actores y en el público asistente una mayor disposición para participar en el juego de máscaras que es el teatro, tanto, que puede confundirse el escenario con la vida misma, con el riesgo de que la imaginación logre una potente ruptura del tiempo y el espacio, y nos quedemos atrapados en la realidad alterna que hacen nacer la escenografía, los trucos de luz, lo sugestivo de la música y la verdad emocional de los actores. El día de hoy, Bernardo regala una de las mejores interpretaciones del personaje que ha representado en los últimos cuatro meses. La funeraria cerrará pronto sus puertas y el desconocido deberá marcharse. La viuda pasará la noche en casa del encargado del negocio fúnebre, adjunta al mismo. Al momento de despedirse, el sujeto y la dama se miran con intensidad, extrañamente conectados uno al otro. Venga conmigo, le pide él. Asombrada, ella cuestiona con fingido enojo su atrevimiento. No es una aventura amorosa lo que le propongo, insiste el hombre, simplemente es Navidad, me siento terriblemente solo como ahora está usted y necesito alguien con quien compartir un vino de Italia que tengo en mi cuarto. La mujer no sale de su sorpresa, pero un brillo intenso en su mirada deja ver que la proposición del hombre le ha movido resortes emocionales intensos. ¿Qué más da?, piensa, mañana comenzará una nueva vida sin su marido, al que dejó de amar hace mucho y junto a quien perdió el espíritu de aventura con la que iniciaron su relación hacía tanto tiempo. ¿Por qué no reiniciar esta misma noche? Después de un diálogo que mantuvo al público expectante en medio de la escena aparentemente ilógica, pero más viva e intensa que el absurdo cotidiano que abandonaron por unas horas comprando un boleto en la entrada del teatro, el desconocido le extiende la mano a la viuda y le pide irse con él. Su pasado acabó y su futuro no comienza aún, le dice esperanzado. En ese momento el encargado del negocio ingresa por la puerta lateral derecha. Es hora de cerrar, señora. Ella, haciendo evidente en su rostro la lucha interior que libra, declara titubeante que el caballero estaba despidiéndose. El desconocido sale por la puerta de la izquierda del escenario, después de darle la mano a la mujer, reteniéndola un momento. Deja a su paso residuos de la desesperación intensa que arrastra. Venga, mi mujer la espera para convidarla a cenar, está contenta de que pasará la Noche Buena con nosotros, dice amablemente el encargado. Antes de cruzar la puerta, la dama se conmueve, sufre algunos espasmos mientras se muerde las manos para obligarse a callar y estalla en llanto. ¡Vaya a alcanzarlo, señor! ¡Por piedad, tráigalo de vuelta! Corra…
La hermosa vida no tendría que ser tan complicada, piensa Bernardo. Si todo pudiera conseguirse con esfuerzos simples, pequeñas dosis de paciencia y una infinita compasión para tolerar la imperfecta humanidad, podríamos sonreír antes y después de ir a dormir, y disfrutar revitalizantes sesiones de sueño sin sobresaltos ni pesadillas que revivan contenidos de la amarga vigilia. Cuánta algarabía propicia una cita con una dama en un café cuyos ventanales dan a un parque, desde donde se ve correr a niños tras una pelota y a sus madres charlando sentadas en una banca. Y constatar cómo se vuelven brillantes las palabras ante una mujer que les responde con luz de asombro en sus ojos. Por cada diez palabras de Bernardo, ella acaso dice una, pero contiene el doble de significados que las suyas, piensa él, arrobado. Esencias, cascadas, pétalos, caballos al galope sobre la mesa, violines nacidos de unos labios, tiempo estancado; todo en la magia aromática de un café compartido. Al final, un número telefónico y una promesa pronunciada delicadamente, como temiendo despertar al aire, devuelven a Bernardo a la calle llena de luces. Al despedirse, un beso en la mejilla lo inserta de lleno en la vida y sus piernas flotan a lo largo de las nueve cuadras que lo separan de su casa. Hoy se ha vencido a sí mismo. Con decisión se dirige al espejo al llegar a su hogar y le gusta lo que ahora ve. Un hombre de aura azulada lo mira esperanzado desde el otro lado del cristal. Por primera vez desde hace mucho, ríe a carcajadas.
Sábado, 21:15 horas.
El desconocido ha regresado y dialoga nuevamente con la dama en la pequeña sala de la casa del encargado de la funeraria, adjunta a la misma. Hay matices nuevos en sus voces. Una esperanza se desata por sus bocas y aletea sobre un mar triste, como gaviota que intenta un atisbo de belleza en el cierzo del invierno. Él habla de cómo arrojará por la ventana a la soledad, del intenso sabor que tendrá esta noche el vino de Italia estando juntos; ella, de su derecho a no llorar al muerto, de la inutilidad de las lágrimas que salen petrificadas de sus ojos. Él, con euforia contenida, la quiere convencer de la importancia de apresar la fugacidad de un instante, de cómo dos esperanzas fenecidas se tornan vida plena cuando no aspiran a la eternidad; ella, que ha ganado rubores en la palidez de su cara, habla de un nuevo futuro que debe comenzar al enterrar a su esposo, como adolescente que despierta de un letargo y atisba un camino que la induce a soñar. La palabra futuro impone una ligera gravedad en el rostro del hombre. No te puedo ofrecer más que esta noche, le dice él. Consternada, ella pregunta qué pasará después de mañana; la felicidad se alimenta del futuro, no se conforma con una Noche Buena, una copa de vino y una alegría inventada cuando aún el cuerpo de mi esposo no ha sido sepultado, agrega. Hay una razón que me impide darte algo más allá de esta noche, no puedo hacerlo aunque quisiera, insiste él. Desesperándose, la mujer cuestiona: ¿Qué clase de felicidad es esta que me ofreces? Llegas en medio de la noche, me haces creer que ser feliz es posible aun en la desgracia y de pronto aniquilas mi fe tan rápido como la construiste. Entiéndelo, suplica el hombre, nada me haría más feliz que hablar de caminos y proyectos, y pasar cientos de tardes de café a tu lado, pero no es posible. Estar aquí contigo esta noche es un milagro que no volverá a repetirse; lo haremos más intenso y gozoso si vienes hoy conmigo sin esperar un mañana. ¡Vete!, le grita ella, me resultas ahora más grotesco que lo que fue mi vida junto a mi esposo. Las palabras continúan enrareciendo los significados, recuperando la absurda y común trama de dos que no saben encontrarse, ni pueden entender al otro, ni quieren intentarlo porque entenderse a sí mismo es un proceso que todavía los atrapa. El frío vuelve y con él los silencios que hacen sangrar la noche. La mesa está servida, hay un plato más para usted, señor, si nos hace el honor, interrumpe el encargado. El desconocido la mira suplicante e intenso, dos lagos turbios sus ojos. Feliz Navidad, María, le dice y sale a la calle. El frío se hace más intenso en el pecho de la mujer. Vamos, señora, la invita el encargado, Nancy, mi esposa, la espera en la mesa. Los asistentes a la función también experimentan ráfagas heladas de aire que corren por el teatro…
Matar el tedio sobre el cuerpo hermoso de una mujer que hace sonar violines entre sus labios a la mitad de una tarde que prometía lluvia y frío, se convierte en inesperado paraíso. Hacerlo en silencio, con apenas los vocablos precisos para esclarecer lo que no dicen las miradas. Y echar al aire vaharadas de futuro sobre dos cuerpos lacios, que después de haber muerto de placer renacen entre las sábanas que los enlazan. Bernardo se obliga a callar al término del ritual amoroso. Junto a ella ha descubierto que basta con extraviarse en la secuencia de instantes que acompaña a cada suceso valioso en la existencia, ajenos ambos al código de palabras y frases que convierten en lugar común las expresiones de vida más sublimes. Se declara inepto para leer tanto significado escondido en la profundidad del iris color aceituna de la dama que le regala una palabra y mil silencios. Ella, de pronto llora. Para él, sus lágrimas son un discurso mucho más difícil de leer y ni siquiera lo intenta. La arropa en sus brazos sin indagar causas o azares. Al poco rato la dama duerme y él ensueña con una casa, un jardín y un perro, un chiquillo tras la pelota, a su dama en una mecedora lanzando peroratas con sus ojos desde la terraza, mientras él enfunda sus manos con dos títeres guiñoles y se esconde en un teatrino para divertir a su hijo. Más adelante también se queda dormido, disfrutando el sueño más plácido de sus últimos veinte años. Cuando despierta, ella ya no está. No volverá a verla nunca más.
Domingo, 21:40 horas.
La modesta cena navideña se celebra casi en silencio en la casa del encargado. Nancy, su mujer, se esmeró preparando platillos sencillos, pero exquisitos. Las risillas y disputas infantiles de sus dos hijos aportan una pizca de regocijo a la escena. María ha dado cuenta de dos copas de vino y apenas ha picado del plato. La alegría de Nancy y su temperamento sanguíneo no han logrado acabar con su inquietud; la bebida sólo la ha exacerbado. Voltea hacia la puerta que comunica con la sala en la que hace poco estuvo con el hombre desconocido, se debate entre salir a la calle a buscar el hotel en que se hospeda para beber vino juntos, aunque sólo suceda esta noche, o retirarse a dormir y estar en mejores condiciones de sepultar mañana a su marido. De pronto se escuchan toquidos en la ventana de la sala que da a la calle. No resiste el impulso y va hacia allá. Es él, quien tirita de frío bajo la nieve y la llama. Abre ligeramente la ventana. Tienes razón, María, no tengo por qué negarme a un futuro contigo, declara el hombre con una pasión que contrasta con su semblante aterido. Vámonos mañana a un lugar donde habite gente sencilla que se gane el sustento con sus manos. Sólo allí podremos ser felices; soy médico y quiero servir a los demás. Ella parece dudar ante tanta vehemencia. ¿Por qué tenemos que irnos de la ciudad? No lo entiendo, ¿hay algo de lo que te escondes?, dice ella. María, la única condición para hacer posible lo nuestro, es que jamás me preguntes por aquello que no debes saber y de lo que quisiera olvidarme. La emoción que había despertado en María, ahora se derrite lento como los copos de nieve que azotan ligeramente los cristales. Sigo sin comprender, ¿cómo vivir con un hombre dueño de un secreto que no puede compartir con la mujer que está a su lado?; sería indigno para los dos. Y así vuelve a intercambiarse un discurso helado por entre la abertura de la ventana. Razones, sinrazones, dudas, heridas leves al orgullo, un muerto en su ataúd, el frío en los huesos y el eterno miedo que de todo los defiende y a nada los lanza, logran que María ponga el pestillo y le dé un tercer y gélido adiós al hombre, quien la mira desde el otro lado del cristal con los ojos prácticamente muertos. La mañana siguiente sabría que el desconocido guardaba en el cuarto de su hotel, además de un vino dulce de Italia, un revólver para terminar con su desesperación en plena Navidad, ajeno a los abrazos cálidos que la mayoría se compartía. El público, escaso en este domingo de principios de diciembre, sale del teatro a buscar algún consuelo en la vida aparentemente simple de las calles, entre focos de colores y gente que busca desesperada un poco de felicidad en las tiendas…
La vida, ese escenario lamentable. Otra vez Schopenhauer descansa en el buró a un lado de la cama, entre las páginas amarillentas de un viejo libro. A su lado, una botella de vino francés casi ve fondo y un cenicero repleto de colillas entristece el cuadro. Bernardo, tendido sobre su lecho, acompaña la desolación con silencio absoluto. Lo ha logrado. Ha conquistado un mutismo mayor que el de su dama ausente, doloroso en su caso, desprovisto de las cascadas de luz que ella desparramaba. Lo peor es la incertidumbre. Si al menos supiera por qué lo abandonó el mismo día en que se le entregó, una mínima certeza lo haría saber si llora de rabia, de celos, de abandono o de muerte. Ella sólo se fue, como se va él todas las noches de teatro trasformado en el desconocido; como el personaje que Walter Beneke inventó para acompañar su propia tragedia. Se quedó más solo que antes, porque ahora, además del tedio, hay un deseo infinito de ya no estar y ya no ser. Pensar le duele y respirar lo cansa. Ir hacia el espejo y mirar su rostro es una idea que lo aterra.
Por el jardín pantanoso de su mente corre un niño grotesco queriendo dar alcance a un puerco espín, mientras un famélico perro gruñe a su paso mostrando sus colmillos amarillos. Una dama vieja y tétrica le sonríe meciéndose en la terraza de una casa en ruinas; lo llama con sus huesudos brazos extendidos. Bernardo atiende al llamado y lo hace en silencio, virtud que ha conquistado casi póstumamente. Sin salir del ensueño, toma el frasco lleno de barbitúricos. Las pastillas se deslizan libidinosas por su garganta, lentamente, como niñas conscientes de su travesura. Sus últimas visiones son esos ojos inescrutables color aceituna y esos labios que hacían música al separarse y unirse. Después, por fin, el mutis definitivo y eterno.