La pequeña casa tipo búngalo lucía bastante bien, con espacio de sobra para él. Dejó que su hija indicara a los hombres de la mudanza cómo acomodar los muebles. Olvidaron el protocolo de salud al momento de despedirse dándose un abrazo largo y apretado, el primero de ese tipo desde hacía más de un año. Anda, vete, que este viejo no te chantajeará con lágrimas de cocodrilo; dales un beso a mis nietos y dile a tu marido que si vota mañana por ese partido de fascistas me devuelva el coñac que le acabo de regalar por su cumpleaños. Ella, con su media sonrisa dulcísima, le palmeó la mejilla como diciéndole: ya deja eso en paz, que sabes bien cuánto te quiere tu yerno. Y se fue, con los ojos a punto de desbordar la nostalgia de saber que su padre no viviría más con ellos como los últimos cuatro años, después de que su madre dejara colgados sus vestidos en el clóset para irse de viaje por las nubes.
Sin gran ánimo por empezar a abrir maletas y la docena de cajas en las que trajo lo indispensable para sobrevivir solo, incluyendo sus recuerdos, Mauricio se acomodó un rato en el sillón reclinable para llorar tres o cuatro lágrimas que creyó necesarias y empaparse por completo de esa soledad que le despertaba mil expectativas, no sólo la de la tristeza. Nunca había sido un hombre triste, por eso no tardó demasiado en abrir el refrigerador instalado hacía unas horas y descubrir que los cubos de agua habían solidificado. Un buen brandy y unas cuantas fotos de su esposa, su hija y sus nietos colocadas sobre algunos de los muebles, volvieron algo agradable su melancolía. De cualquier modo, su hija vivía a cinco minutos de ahí y podría visitarla a menudo. Además, al siguiente día tendría lugar la gran jornada electoral. La expectativa de ir a sufragar a favor del partido que creía más conveniente le indujo buen ánimo para enfrentar los grandes cambios en su vida. Setenta años no son para quedarse echado en una poltrona, pensó, y salió hacia el jardín frontal.
Lo alegró pasar su mano por el viejo Valiant 75, herencia de su padre y aún fuerte como él a pesar de los años. Te viniste conmigo, viejo; juntos, ¿qué puede hacernos el mundo?
En la casa de enfrente, al otro lado de la acera, una dama con porte distinguido y lindura no opacada por el tiempo regaba plantas de su pequeño jardín. Cruzaron sus miradas en algún momento. Dio las buenas tardes a la señora mientras levantaba la copa en su mano. Ella respondió con cortesía mesurada, un tanto extrañada por el descubrimiento de su nuevo vecino y rogando a Dios no fuera un patán como el anterior.
Pasó la primera noche en su nueva casa acunado por las remembranzas. En el sueño apareció Adela, su esposa, alada y con el semblante de dulzura que afortunadamente heredó a su única hija. Vuela, Mauricio, ¡vuela!, la escuchó decirle, como una madre noble que despide a su hijo joven que un día toma su camino y echa andar. Sin embargo, él había sido su esposo, no se creía con derecho a pensar en senderos y horizontes sin ella, menos a sus años. Pero el mensaje fue claro cuando la vio desaparecer en un racimo de luces. Al despertar, una paz inusitada también abría los ojos a la mañana brillante.
Quitó su barba cana de tres días, desayunó algo ligero y la emoción palmeó su espalda. Anda, ¡vamos!, ve a decirles quién gobernará en la alcaldía los próximos tres años y cuál otro se sentará en una curul del Congreso de la Unión. El viejo auto rugió fuerte como en sus mejores tiempos. Al echar de reversa para tomar la calle, la vio salir de su casa y esperar a alguien en la orilla de su jardín, inquieta. La mujer vestía con sencillez elegante. Le pareció candorosa, aun con la mitad de su pelo encanecido. Le ofreció llevarla, después del saludo amable y de descubrir que llevaban el mismo destino. Ella argumentó que el taxi llegaría pronto. Por favor, acepte, a menos que le parezca muy anticuado mi auto y eso la incomode. Bastó eso para ablandarla y relajar sus músculos faciales. La dama subió y el Valiant encendió aún más su color escarlata, como si el verano hubiera inundado por completo los inicios de junio.
Durante el trayecto de no más de siete cuadras se dijeron las cosas básicas. Aura, quien vivía sola, le dio la bienvenida a su calle y habló del compromiso cívico de salir a ejercer el voto y de la necesidad de cambios urgentes en la administración de la ciudad; no dio tiempo para más. Él quiso preguntarle por qué partido votaría, pero fue prudente, aunque tuvo la intuición de que en eso coincidían.
Durante la fila relativamente larga hablaron del clima, de los hijos, de las flores predilectas de ella y de la historia del viejo Valiant. O sea, hablaron de lo estrictamente necesario para no despertar desazón entre dos recién conocidos, mascarillas y sana distancia de por medio.
Durante los breves minutos que duró la emisión del voto por parte de cada uno, el otro dejó de existir y religiosamente cumplieron con su deber ciudadano, convencidos de que los candidatos elegidos eran los buenos. Sería cuestión de esperar unas cuantas horas para saberlo.
Al reencontrarse bromearon por la marca indeleble en su pulgar derecho y por lo difícil que fue encontrar a su candidato entre los emblemas de tantos partidos. Mauricio sólo tuvo que insistir dos veces para que ella aceptara la invitación a desayunar. Si Aura dudó un instante, fue por imaginar lo que pensarían sus hijos si la vieran irse de juerga matutina con un setentón recién conocido; duró poco el dilema, porque de pronto experimentó haberse quitado de encima unos diez años y tuvo la impresión de que algo estaba cambiando no sólo en su ciudad, sino también en su piel imaginariamente rejuvenecida.
Mauricio se extrañó por el delicioso sabor del jugo de naranja en esta época del año. Mientras lo bebieron dibujaron a grandes trazos los lienzos de su vida. Degustar después el omelette de espinacas y ella el de champiñones les brindó el tiempo necesario para percibirse con detalle; pocas palabras y miradas obligadas pintaron un panorama que resultó halagüeño para ambos. El café resultó un remanso que él no había experimentado en mucho tiempo y Aura no esperaba. ¿Será posible ―se preguntó la mujer― que desde la nada aparezca un unicornio y se plante al otro lado de la calle? De pronto tuvo miedo y sacudió su fantasía, porque en verdad le gustaba lo que hallaba bajo el arco de las cejas masculinas y la franqueza de esa sonrisa de labios delgados. Había que ir más al fondo para descubrir tras la máscara.
Y dígame usted, Mauricio, ¿a cuál partido favoreció con su voto? Él, un tanto sorprendido, no tardó mucho en responder con redondeos. ¿Acaso había opciones, querida vecina?, opté por la única alternativa posible, la que la ciudad y todo el país necesitan. La miró confiado en que ella sabía perfectamente a cuál se refería. Ah, ¿sí? ―respondió la dama―, pues me da gusto coincidir con usted, también opino que la única opción es el partido azul. El trago de café que bajaba por su garganta se tornó un veneno amargo al escucharla. ¿Cómo? Pero… ¿es posible? ―a ella dejó de gustarle lo que él mostró bajo el arco de sus cejas―. Jamás pensé que usted, tan inteligente, optaría por el azul y no por el rojo.
Lo que siguió fue un camino lento hacia el desencuentro, igual que dos nubes que de pronto se ennegrecen a media mañana y chocan despidiendo rayos de tormenta insospechadas. Los comensales cercanos fueron testigos de un debate en el que volvieron a emerger frases y conceptos muy en boga en los medios de comunicación durante los últimos meses: corrupción, totalitarismo presidencial, pérdida de empleos, control de la inflación, desaparición de fideicomisos, pensión a adultos mayores, crímenes de candidatos y bla bla bla. Una pareja joven se levantó de su asiento para cambiar de lugar, no sin antes decirles que las campañas habían terminado.
Como volviendo de un mal sueño, Mauricio guardó silencio. Aura manifestó su deseo de retirarse. La cuenta fue liquidada. En unos minutos un hombre y una mujer súbitamente envejecidos salían del lugar para beneplácito de la pareja de párvulos, que en ese momento se enfrascaban en un discurso de besos y miradas ingenuas.
Curiosamente, el Valiant tardó en encender y durante el camino amenazó con detener su motor más de una vez. Tal vez haya otros aspectos de la vida en las que sí coincidamos, ¿no crees, Aura? Ella se sorprendió al escuchar que la tuteaba por primera vez, sin saber si debía molestarse o si en el fondo le agradaba sin poder manifestarlo. Tal vez, Mauricio; tal vez. No hubo más palabras. Al llegar, contrito y caballeroso, abrió la puerta de la mujer y agradeció la compañía. Hasta luego, Mauricio, que tengas buena tarde. Y se marchó, convertida nuevamente en la viuda elegante que hacía diez años perdió a su marido en un accidente de auto cuando regresaba de una playa del Pacífico con su amante.
Pasó la tarde rescatando pedazos de su historia de entre las maletas y las cajas. De vez en cuando hacía a un lado las cortinas de la ventana para atisbar hacia la casa de enfrente, donde las luces se apagaron temprano. Decidió ir a la cama a buena hora, sin esperar noticias sobre los resultados de la elección. Al menos por ese día, el asunto dejó de importarle.
Despertó nostálgico y ligeramente acatarrado. Como cada mañana, besó el retrato de Adela. Encendió el noticiario de las siete mientras el café lograba el portento de devolverlo poco a poco al nuevo día. En algún momento escuchó un resumen sobre los resultados preliminares de la elección para cada alcaldía. Se quedó pasmado, sin dar crédito a lo que escuchaba. En cuanto volvió en sí, corrió instintivamente hacia la ventana para asomarse a la calle, no supo exactamente por qué. Sus ojos buscaban un indicio de la existencia de Aura, como si ella pudiera explicarle el absurdo que le pareció la noticia. Entonces sucedió el milagro: ella también corrió las cortinas de su casa dos segundos después de que lo hiciera él. Al mismo tiempo ambos se echaron hacia atrás, abochornados por descubrirse fisgoneándose uno al otro desde sus ventanas. Si Mauricio hubiera visto a Aura pintarse una sonrisa adolescente en su cara, pudiera ser que… Si ella hubiera visto el brillo que nació en la mirada de él, tal vez…
La vida es polícroma. Si Kandinsky elevó el color naranja a niveles estéticos sorprendentes, por qué no aceptar que su alcaldía se pintaría de tal color. Qué más da que el azul fuera a refugiarse un tiempo en lo alto y el rojo se escondiera unos años en las venas. Venga, Aura, usted y yo podemos descubrir todos los demás colores del espectro.
A media tarde de ese lunes, Mauricio vio movimiento en la casa de su vecina. Un auto aparcó enfrente y del mismo bajó un joven alto de gran parecido a ella. Al poco tiempo salió del brazo de Aura, quien lanzaba miradas furtivas hacia el frente. Con agilidad de treintañero, Mauricio salió con el pretexto de buscar algo en la cajuela del auto. Buena tarde, vecina, la saludó esperanzado. Con la sonrisa más plena, ella respondió al saludo, agregando a modo de confidencia inesperada: hoy toca cita con la dentista, vecino, pero vuelvo pronto, antes de la lluvia. Su hijo la miró con un dejo pícaro en sus ojos, saludando también a Mauricio con cierto recelo.
Mientras la veía partir, fantaseó con las muchas veces que ambos cruzarían la calle en un sentido y en otro en busca de paraísos de café y buena charla, sin importar cuál sería el nuevo color del edificio que alberga al ayuntamiento.
A la colección de frases memorables en la vida de Mauricio, se agregaba una más: antes de la lluvia.