Hace tiempo que nadie habla de ti como se hablaba en todo momento. Podría decir que mis ojos te grabaron en su memoria para poder repetirte a voluntad, más no fue así. Fue mi olfato el encargado de guardarte para siempre, Juanira, el que te trae de vuelta en esas horas en que la vida es un fruto áspero y rugoso. Cierro los ojos para verte mejor y apareces arrastrando esa cauda de vulgar alegría y jolgorio que era pan dador de vida para todos los varones de mi calle y mi barrio. Siempre me pregunté cómo podías ser capaz de cargar con un hombre y con otro y con otro, como si tu cuerpo fuera un lomo imbatible o una colmena pletórica de miel, inagotable cáliz redentor. Tus carcajadas son en mi oído una canción querida y detestada, cínicas sirenas que esconden su monstruosidad en su canto; yo las amaba porque a veces me las regalabas en esas extrañas horas en las que te volvías una ternura y me tomabas en tus brazos y me hacías olvidarme de ese mundo en el que yo no te tenía.
Cuando fui tuyo, Juanira, o creí serlo, aprendí a tejer las horas montado en los cuernos de la luna, vagando siempre sobre hojarasca frágil quebrada por mis pies negados a tocar el piso. Jugaba a inventarte todo aquello que no eras, pensando en ti como en un cofre cerrado que yo abriría un día para descubrir todas sus maravillas. Mi mirada era honda y traspasaba tu mundana condición, aunque tú no lo descubriste. Siempre me reprochabas pertenecer al mundo etéreo: “Baja de tu nube, niño, no busques en el aire lo que no te da la tierra. Anda, deja ese libro y déjame sola en la casa, que tus hermanos comen y aquí no hay hombre que provea”. Entonces entraba Pedro, aunque podría haber sido Santiago, o Juan, o Andrés. Un día entró un tal Jesús y ese me gustó para imaginarlo mi padre, porque no era de mirada torva como los demás y me acarició la cabeza con algo que ahora entiendo era ternura. Esa vez me quedé en el umbral de la puerta y te escuché llorar en su hombro, y a él consolarte como me consolaste tú la vez que me dio una golpiza el niño villano de mi calle. Por eso me gustaba imaginar que ese hombre era mi padre; y tal vez lo fuera, aunque jamás lo supe.
El día que te fuiste llovía mucho. Por eso mi abuela no pudo contar mis lágrimas al ir a recogernos. También ella era mujer alegre, pero en sus muchas palabras no existían las que acarician. Su vocabulario no almacenaba ningún “te quiero”. No aprendí jamás a conjugar ese verbo hasta que lo descubrí en los melodramas televisivos. Te fuiste y me volví el imposible tutor de dos desaciertos más desvalidos que yo, uno pelirrojo muy parecido a un tipo que te frecuentaba mucho; el otro, un extraño de pelo rizado al que no me atrevo a imaginarle un padre. Ese día volvió con intensidad el olor de tus pechos y lo registré con fuerza en mi memoria. Casi tenía tres años cuando me los quitaste para compartirlo con el pelirrojo recién llegado, y después con el moreno, y luego con muchas bocas de hombres bien crecidos. Es lo único que me queda de ti, Juanira, tu olor, ni siquiera el deseo de decirte madre; se evaporó con los años hasta convertirse en un volcán seco y dormido.
El día que vino por el pelirrojo aquel hombre con pelo del mismo color, se necrosó otro pedacito de mi corazón, pues amaba su sonrisa y yo para él empezaba a ser un héroe que le arrebataron de pronto. La abuela lo dejó ir fácil, como si entregara una pieza de ganado. No le vi una lágrima y las mías nublaron la tarde. Nos quedamos el pequeño mulato y yo, abrazados para consolarnos, hasta que un día se murió de no sé qué espanto, dijo la abuela. “Pobrecito, era el más débil de la camada”, la escuché decir. Entonces sí la vi llorar. Fue como un milagro de humedad después de la sequía. Esa vez se ahuecó mi pecho, ni un pequeño colibrí adentro, ni siquiera un breve aleteo de mariposa.
El día que me anunciaron tu muerte hubo una tormenta de esas que se recuerdan siempre. Se desbordaron ríos, muchos árboles fueron partidos por los rayos y la abuela también estuvo a punto de morir. Esa tarde, la tempestad también arrastró tu olor hasta posarlo en mi olfato. Entones lloré como sólo lo hago cuando lo hace el cielo. Lloré como no sabía que podía llorar tu muerte tan lejana, tan de montañas azules que se pierden una tras otra en la distancia. Tenía diecisiete y me encogí como un feto para entrar en tu vientre una vez más, en ese mundo líquido donde sólo éramos dos y nada nos faltaba. Tardé mucho en salir.
Poco a poco recuperé mi edad, pero vuelvo a menudo a mi infancia. A menudo me dan ganas de verte entrar otra vez con un tal Tomás, o con Bartolomé o Mateo, no importa, y llevarlos hasta tu lecho en el que yo también te compartí unos cuantos años. Diera un mundo por una última cena contigo sin vender tu carcajada a nadie esa noche por treinta denarios. Tal vez me atrevería a decirte madre y tú a mí, hijo, para recordarte después también por tu voz además de tu aroma.
Ningún milagro ocurre. Debo bajar el telón, Juanira, guardarte para siempre en ese cofre que jamás abrí y no contiene maravillas. Las únicas fueron tu vientre y tu nombre: ese lecho impoluto al que vuelvo siempre para reconciliarme con la vida y la muerte; y esa canción de tres sílabas que te nombra exactamente como eras.