Su reloj de pulsera marcaba las cinco de la tarde con diez minutos y trece segundos. Alesia tomó la decisión en una fracción del segundo catorce. Cientos de veces había cruzado por el mismo boulevard y por eso no encontró ninguna resistencia en sus manos que tomaban el manubrio ni en sus piernas tan acostumbradas a la maniobra. Su padre la había aleccionado hasta el cansancio sobre la importancia de pensar las grandes decisiones de la vida y ella parecía haberlo entendido. Por eso tardó tanto en decirle definitivamente que no a Sergio, quien había rondado tras ella sin desespero durante casi medio año y ahora enfrentaba la frustración; por eso tomó asesoría vocacional antes de optar por estudiar turismo; por eso escuchó las inquietudes de su madre y pensó demasiado antes de comprar la motoneta Yamaha, cuyo enganche pagó con el salario de su primer mes de trabajo. En este caso no se trataba de una gran decisión que tuviera que ver con su futuro: era sólo cruzar una calle y luego subir la cuesta que la llevaría hasta la parte más alta de la colina donde estaba su casa, desde la que dominaba el mundo que pronto conquistaría con la ayuda de su temperamento aguerrido y su fe a toda prueba en sí mismo.
Emiliano la alcanzó a ver desde su auto mientras tarareaba una canción. Su mano derecha dejaba en ese momento en su lugar la lata de cerveza recién abierta; apenas había dado dos tragos, a sabiendas de que necesitaba esperar un poco para beber un tercero y empezar a sentir en su cuerpo los efectos relajantes del líquido ambarino, tan deseados después de nueve horas de labor. En la misma fracción del mismo segundo pudo darse cuenta de que Alesia tenía un cabello hermoso; bendijo que no llevara puesto el casco de protección. A su auto y al caballo metálico de la chica los separaban siete metros. Uno más y el destino hubiera sido diferente; sin embargo, eran sólo siete.
Cuando Alesia vio de reojo el auto compacto de Emiliano ―el narrador se pregunta aquí: ¿qué cosas en la vida deben ser miradas de reojo?; ¿cuáles sí merecen la mirada directa y atenta, esa que escudriña, calcula, prevé los riesgos―, sin poder descubrir que el joven tenía una mirada dulce, dejándose llevar por la intuición ―sí, esa audaz, osada, a veces impertinente ala de golondrina recién salida del nido―, supuso que cruzaría fácilmente la calle antes de que el compacto pasara. Así, al iniciar del segundo quince del minuto en cuestión, ya su pie se había alzado del pavimento y su mano derecha giraba el acelerador en la punta del manubrio, plenamente convencida de que era seguro hacerlo, porque además, en esa zona de la ciudad los automovilistas son caballeros con las conductoras bonitas como ella, y se sabía bonita porque esa mañana se convenció de ello en el espejo, y se lo repitieron dos compañeros de trabajo, también su jefe, y suele suceder después de eso que uno va por la calle creyendo en la perfecta sincronía de los hechos, los anhelos y los autos. Se lanzó hacia adelante pensando en el helado de yogurt sabor taro que la esperaba en casa, deseoso de ser probado por esa boca que no aceptó la de Sergio y seguía buscando los labios justos para estamparse con ellos. Es increíble todo lo que puede pasar por la mente en una fracción de segundo a modo de relámpagos apenas percibidos, y al final del mismo darse cuenta de que había cometido un error gravísimo, que los siete metros ya eran apenas tres y pronto serían menos, que los frenos del auto sonaron como jinetes sobre potros desbocados intentando detener con gritos violentos y angustiados los 1203 kilogramos del auto.
Emiliano dejó de tararear la canción y perdió el interés por revisar las piernas de Alesia, tan hermosas como su pelo vistas a botepronto, al asumir como real la imagen de la chica cruzando frente a él. En ese momento quiso ser un genio para calcular en una porción de segundo la fuerza necesaria que debería imprimir a su pie derecho para lograr detener el auto, cuya masa de desplazaba a cierta velocidad y en una dirección específica, considerado la resistencia del aire, el tipo de suelo y también la velocidad de desplazamiento de la motoneta sobre la que viajaba un ángel inesperado a la que hubiera querido conocer en una playa, en traje de baño de dos piezas y bañados ambos por la misma brisa bruja del mar. Se lamentó haber sido deficiente en la clase de Física, pero supo dentro de ese mismo segundo, que ni Enrique, el alumno sabio del salón, hubiera podido despejar la incógnita en tan breve lapso de tiempo. La posibilidad restante estaba en sus manos: girar lo suficiente para evitar golpear la llanta trasera de la moto y ayudar de ese modo a los frenos del coche. En eso sí tenía experiencia: en girar, siempre girar; igual que lo hizo su cabeza aquella mañana en que discutió con su madre y ella le lanzó el utensilio metálico de cocina con el que preparaba el almuerzo, logrando que no diera en su ojo y fuera a causar una herida en la parte superior de la oreja; o cuando de niño giró por completo la cabeza y la enterró en las cortinas de la sala para no ver partir para siempre de casa a su padre, cargando maletas y recibiendo en la espalda los gritos de su madre. Sin embargo, esta vez no pudo. Ya bien entrado el segundo dieciséis sintió cómo dio el golpe en el rin de la llanta trasera, y una mínima satisfacción por no haber golpeado la maravillosa pierna derecha de Alesia.
Ella siempre quiso aventarse del famoso bungee de Acapulco, experimentar la sensación de arrojarse al vacío y luego presumirlo con amigos y familia al regresar a la ciudad; nunca se atrevió. Ha pensado que es por pertenecer a un signo zodiacal de tierra: Virgo. Esta vez, en un famoso segundo dieciséis ―se haría famoso después en sus recuerdos, cuando les platicara a mil personas su aventura― supo que arrojarse al vacío era inminente, aunque eso del vacío fuera sólo un eufemismo, porque el pavimento estaba ahí a algo más de un metro de sus ojos. Cruzó en su pensamiento la idea de lo injusto que le parecía este destino inmediato: ¿por qué hoy precisamente, si le habían dado la noticia de un probable traspaso a la Riviera Maya en un hotel de la misma cadena?; ¿cómo sería su sonrisa después del golpe, sus dientes, sus labios que habían besado realmente poco?; ¿cómo le explicaría a su padre por qué esa tarde decidió no usar su casco protector y echar su pelo castaño al aire para disfrutar el nublado fresco que anunciaba lluvia? Antes de caer había cruzado el umbral del segundo diecisiete y fueron sus manos y sus codos los que por instinto enfrentaron el golpe. Es posible en un segundo recibir una lección de sobrevivencia, elegir qué se sacrifica y qué se resguarda, arrepentirse y perdonarse, prometerse que nunca más volverá a ocurrir porque aparecen en el aire los rostros de los padres, el del hermano menor ― ¡Dios!, se quedaría tan solo―, el de la amiga más querida y los ladridos de la amadísima cocker. Es posible sentir que se nace de nuevo, que se inflamará por acá y por allá después, aun con el dolor agudo que se experimenta al sentir el golpe de la motoneta al caer y oprimir la rodilla derecha.
Él no entendía como fue que durante el segundo 18, 19, 20 y 21 no pudo abrir la puerta del auto para salir de inmediato a ayudar al ángel motorizado caído en desgracia. Son de esas cosas absurdas que suceden sin explicación alguna. Sus manos temblantes jamás supieron en qué momento activaron el seguro de las puertas. Cuando se dio cuenta, algunos transeúntes se acercaban a Alesia para ayudarla. Fue hasta el segundo 22 que pudo al fin salir. Siempre se supo un atento caballero, algo rústico en sus formas tal vez. No pudo demostrarlo con presteza a Alesia, como sí lo hicieron algunas personas buenas del camino.
Seis segundos pueden experimentarse como una pequeña muerte de la que nacen preguntas fundamentales que no estaban previstas para ser extraídas del sopor de la tarde. Más que advertir dolor alguno, Alesia estaba sorprendida, no sabía si sangraba, si algo en su cuerpo se había roto o si el azul intenso que percibió en lo alto era un engaño; seis segundos eran una transición entre lo que fue y sería, un punto de partida y llegada. Hasta que aparecieron las primeras manos y las primeras voces para ayudarla a tomar conciencia de que debía responder y percatarse de quién era después del trance, tirada en el pavimento que aún guardaba el calor del sol. ¿Se encuentra bien?, escuchó. ¿Puede moverse?, dijo alguien más. ¿Estoy viva?, se preguntó ella. Fue hasta el segundo 24 que la opresión en la rodilla derecha se fue convirtiendo en dolor. Después el rojo sangre en sus manos y un ardor terrible en el codo izquierdo la trajeron de vuelta por completo. Entre el segundo 25 y el 32 lograron ponerla de pie para conducirla a la banqueta, mientras Emiliano ayudaba a levantar la motoneta y llevarla hacia la orilla; solo una calavera rota quedó en medio de la calle. En el 35 Emiliano al fin pudo lanzar preguntas trastabillantes, en medio de muchos “lo siento” y “todo estará bien”.
Cuando Alesia respondió “me duele mucho mi rodilla” descubrió la mirada dulce de Emiliano y experimentó un ligero alivio; era el segundo 42. En el 50 ya confiaba en él y en su oferta de llevarla a un hospital cercano y hacerse cargo de todo. De ahí al inicio del nuevo minuto ocurrió una magia de intercambios de miradas y frases cortas. En 47 segundos el mundo daba un giro inesperado. En medio del dolor de ella y del azoro de él aparecieron dos sonrisas inusitadas, prometedoras. No importaron los claxonazos que exigían el retiro del auto, la calavera rota, la rodilla inflamándose, las raspaduras y el codo adolorido, ni la cuenta que él pagaría por la atención médica, la ultrasonografía, los antiinflamatorios y los analgésicos. Sólo importó la corazonada que ambos tuvieron de que el segundo catorce del minuto once de la sexta hora vespertina de ese día que anunciaba lluvia, los estaba esperando desde siempre, y de que esa era la escena y la escenografía imprescindible para que todo sucediera.
Una hora después la lluvia era densa: una cortina de tiempo líquido en la que una mano invisible seguiría escribiendo historias.