El timbre de la puerta sonó justo cuando una lágrima buscaba camino en su rostro ajado, unos minutos después de haber abierto el álbum que contenía las fotos más queridas de su esposa y él en su último viaje por Europa. Qué ganas de gritarles que se fueran y lo dejaran solo con esa tristeza mansa tan disfrutable con su copa de oporto rojo. Mas no era capaz de hacerle esto a Claudia, su hija, quien se había ocupado de él durante los últimos cinco años, los mismos que llevaba de muerta su cónyuge.
Le costó algún trabajo levantarse del reclinable a causa de su mano derecha enyesada, producto de la última caída de la que no pudo alzarse. Aquella vez, don Emilio debió arrastrar su cuerpo hasta el buró de la sala para tomar el teléfono y llamar a Claudia. Eso le sirvió de pretexto para despedir a Pachita, su anterior cuidadora de tiempo completo, quien ese día lo dejó solo con el argumento de salir de compras. Por fin se libró de esa mujer metiche y parlanchina que no lo dejaba en paz ni de día ni de noche. Ahora su hija estaba de vuelta con su nueva cuidadora. Logró negociar antes con ella que la siguiente mujer contratada hablara poco, no mascara chicle ―horror de horrores―, no estuviera los fines de semana y lo dejara en paz a partir de las ocho de la noche; necesitaba algunas horas de tranquilidad para sus añoranzas, sus libros y su música.
Tardó en llegar hasta la puerta. Fiel a su costumbre de los últimos años, atisbó por la mirilla. La sorpresa lo hizo enrojecer. Se trataba ahora de una mujer relativamente joven, cuarenta y tantos años si acaso, delgada y de rostro simpático, casi podía decir que bonita. Nada que ver con la cacatúa encargada de cuidarlo los últimos diez meses. Antes de abrir y quitar el pestillo interior alisó sus cejas, carraspeó, enderezó cuanto pudo su espalda y preparó una sonrisa convincente, emocionado de cómo sentía fluir nuevamente la sangre por sus venas ante un espectáculo femenino sumamente agradable.
Su hija notó el cambió de inmediato. Se alegró al ver cómo, entre titubeos y reverencias que ya nadie hacía en este siglo, recuperaba su talante amable y ocurrente. Después de presentarle a Noemí, comunicó a su padre la gran sorpresa.
― ¿Y sabes qué, papá? No lo vas a creer. Noemí sabe jugar ajedrez.
Sería demasiado bueno para ser cierto. Más de lo que podía pedir. Sus ojos se encendieron igual que los de un niño a quien se le ha concedido su mayor deseo. Además, la mujer parecía conocer el valor del silencio, pues mientras Claudia le mostraba la casa y le explicaba todo lo absolutamente necesario, incluyendo los horarios y dosis de los medicamentos de don Emilio, ella apenas musitó dos o tres frases para aclarar dudas respecto a su trabajo, paciente y amable.
Desde la primera noche se olvidó de las reglas que pensó imponer a su nueva cuidadora, pues desde las siete y hasta las nueve cuarenta rompieron el hielo con dos partidas de ajedrez, ambas ganadas por Noemí, quien se disculpó por haberle dado una lección impensada de estilo táctico, muy diferente al ímpetu agresivo de don Emilio, quien pidió un tercer juego como revancha. Ella se resistió y por primera vez en el día utilizó un tono de cierta autoridad para indicarle que pronto sería hora de tomar su medicina y descansar. Lo hizo de modo tan bondadoso y amable, que obedecer fue un placer para el anciano, quien desde hacía tiempo no se lavaba los dientes con tal entusiasmo ni encontraba agradables las dos píldoras y las tres pastillas que alrededor de las diez atosigaban siempre su garganta. Esa noche le confió al retrato de su esposa:
―Te quiero contar, Nilda, que este mediodía entró un ángel a casa. Tiene algo que me recuerda a ti, pero aún no lo descubro ―pareció vislumbrar en la foto que la dama elegante de pelo plateado hacía un gesto de sorpresa―. No sientas celos, mi amor, ella podría ser mi hija, nuestra hija.
Durmió con una placidez perdida durante los últimos meses con su guardiana cacatúa, quien no se retiraba de su recámara hasta envolverlo en las sábanas sin dejar de hablar un solo segundo, y entraba a cualquier hora de la madrugada sin su permiso, muchas veces para escucharlo llorar en las horas del insomnio que lo aquejó por mucho tiempo. Esta vez fue diferente: sus dos nietos aparecieron en el sueño retozando en el jardín; Lolo los perseguía moviendo su cola hasta alcanzarlos y lamerlos por todos lados; su hija preparaba bocadillos en la cocina y Nilda y él bebían oporto rojo en sus respectivas mecedoras, tan seguros de su amor y tan distantes de la muerte.
Las semanas siguientes experimentó un rejuvenecimiento natural. En la casa no se oían más las canciones espantosas que solía entonar su anterior acompañante mientras barría la casa o cocinaba. Noemí llenaba ahora los espacios con un silencio místico a veces roto por un tarareo suave de melodías que tal vez eran solo suyas, pues a Emilio le sonaban frescas y no identificables. El hombre supo nuevamente de una paz sin soledad, como en los últimos años con Nilda, paz que rompía casi a diario para una buena partida de ajedrez con Noemí, de quien supo pronto, entre un lance osado de un caballo sobre la llanura del tablero o la muerte de un peón a manos de la omnipotente reina enemiga, que era una mujer divorciada con dos hijos varones de más de veinte, uno ya casado; supo además de su carrera universitaria trunca y que fue su marido quien la hizo amar el ajedrez; de hecho, fue lo único bueno que le dejó al abandonarla, además de sus hijos, claro. En el deporte ciencia pudo ella desarrollar el arte de la defensa y el ataque para también aplicarlo en su vida. Alguna vez, pasados ya algunos meses, la mujer le confió la existencia de alguien: un buen amigo y amante. Se veían los fines de semana cuando a ambos les era posible, y ella deseaba seguir así, alimentando al amor con dosis de distancia y anhelo; no podía ser de otro modo. Don Emilio se sintió edificado como hacía tiempo no sucedía. De ser un viejo postrado y casi en el olvido, volvía a ser el confidente de alguien, y después el consejero que recuperó su experiencia vital para ponerla al servicio de una dama que se había ganado su afecto y confianza.
Los días tuvieron más luz con Noemí en casa. El piano perdió el polvo para volver a sentir las manos de Emilio en sus teclas, con explosiones suaves de Schubert, Haydn o Liszt que sorprendieron gratamente a los vecinos cercanos. Volvió el apetito, el deseo de vivir un poco más y más botellas de oporto en la alacena, pues también Noemí aprendió a degustarlo durante las partidas de ajedrez. Los fines de semana, estando su hija en casa y en ocasiones alguno de sus nietos, se sorprendió al descubrir que la extrañaba.
Había vivido demasiado para saber que esa compleja gama de sensaciones a la que solemos llamar felicidad, en un intento desesperado por encontrarle nombre a los buenos momentos, no suele avisar de su llegada; mucho menos de su partida. Noemí no apareció más en el espacio visual de la mirilla por la que atisbaba cada lunes muy temprano, perfumado y con un sol a punto de nacer en la mirada, para asegurarse de que era ella. No llegó ese lunes ni el martes siguiente. Claudia no tuvo explicación alguna sobre su ausencia, ni la vecina de enfrente que todo sabía ni la radio ni el teléfono al marcar número telefónico de Noemí. Apareció el miércoles para despedirse, negándose rotundamente a explicar los motivos de su renuncia. Abrazó con fuerza al anciano, quien a partir de ese momento perdió nuevamente la apostura y guardó en un rincón el agua de colonia con aroma a lavanda. El ajedrez dejó de ser la planicie de una fraterna guerra cotidiana y se llenó de polvo al poco tiempo.
Dos días después no tuvo necesidad de levantarse de la cama para recibir a su hija ni tampoco sonó el timbre. Claudia usó sus llaves para poder entrar, a sabiendas de que su padre no pondría el pestillo interior para no verse obligado a ir a abrir la puerta. A la pesadumbre de don Emilio se sumó una nueva tragedia sonora: la voz de cacatúa de Pachita rebotó de nuevo por las paredes de la cocina. Quiso cerrar los ojos y morir de inmediato. Después de haber respirado durante meses la sensación de que era posible un pequeño paraíso en la tierra, ahora inhalaba nuevamente un aroma azufrado.
― ¿Por qué me haces esto, mi pajarita? Sabes que preferiría mil veces estar solo que con esa mujer ―dijo por lo bajo a su hija cuando ella entró a su recámara para hablar con él.
―No tengo alternativa, papá. ¡Compréndelo! Es difícil, si no imposible, encontrar a alguien más. Además, tiene necesidad del trabajo. Es una mujer buena y lo sabes. Jamás robó nada y se preocupa por ti.
―Se preocupa por no dejarme en paz de día y de noche.
― ¡Papá! He hablado con ella. Me ha prometido que hablará menos y te dejará tranquilo a buena hora. No entrará a tu recámara sin permiso. ¿Está bien? Más no puedo exigirle.
―Pero seguirá mascando chicle.
― ¡Papá!, por favor! Te quiero mucho, pero… Si no aceptas su presencia solo queda considerar la opción del asilo. Piénsalo.
La palabra tan temida se resguardó en su cerebro y lo mantuvo hablando dormido buena parte de la noche. Siempre imaginó que moriría sin muchos aspavientos y postrado en cama, dueño aún de su voluntad y su espacio, sin tener que ir a consumirse poco a poco en un asilo en medio de dementes seniles y ancianos abandonados. Pero la posibilidad ya estaba ahí, tan real como la debacle de sus fuerzas a sus 88 años.
Pasó las siguientes semanas tratando de reconciliarse con Pachita, de quien registró intentos encomiables por agradarle y no caer en disputas. Sin embargo, la mujer no podía renunciar a su naturaleza parlanchina. Hablaba a velocidades increíbles sobre temas que a don Camilo le interesaban un comino, utilizando como trampolín de su perorata cualquier pretexto: los medicamentos, la lluvia, el gato que merodeaba, la vecina joven de al lado por la que a diario venía un hombre nuevo y hasta los temas tratados por el presidente en sus conferencias mañaneras. Lo más grave, lo realmente imperdonable, fue que seguía mascando chicle con un estilo tronador que lo sacaba de quicio.
Analizó las alternativas con toda calma. Una clara convicción se fue apoderando de él y con ella cierta placidez mística en su rostro. Tomó la decisión una tarde que platicó largo y tendido con Nilda frente a su retrato, en el que la veía gestualizar a modo de respuestas a su soliloquio. Pensó mucho en su hija tras su determinación; ella tenía su vida y merecía vivirla sin el estorbo de un viejo poco apto para valerse por sí mismo en muchos aspectos. Pidió ayuda a su cuidadora para bajar dos maletas del closet, las cuales fue llenando de alguna ropa, ciertos documentos y los objetos más queridos; de varios libros preciados, algunos álbumes de fotos y los discos compactos más amados de su colección. Tardó la tarde completa preparando sus maletas y al final las colocó junto al closet, listas para su partida.
Por la noche tomó su té de costumbre y pan tostado con miel. Quiso llevar algo dulce en el sueño. Pachita, otrora eterna cacatúa y ahora con la lengua entumecida después de las ocho de la noche, no se percató del sobre que vació don Emilio en la taza, tal vez azúcar, tal vez…
El grito que profirió la mujer a las siete treinta de la mañana de ese sábado lleno de sol despertó a los vecinos que aún dormían. Don Emilio amaneció con una sonrisa inamovible en su rostro, como si a través de una gran mirilla atisbara el rostro sonriente de la mujer amada. Así lo encontró Claudia cuando llegó para comerse a besos su frente que ya perdía el calor. Se percató de una hoja de papel que sobresalía en el cierre lateral de una de las maletas. Lo tomó y extrajo la breve misiva: “Tenía que elegir y lo hice. No te aflijas ni te culpes. Voltea a ver mi rostro y te darás cuenta de que estoy en paz; era mi mejor opción. Dejo para ti las cosas que más amé en las maletas, también ropa cómoda para mi viaje y los documentos que te harán falta. Toma el retrato de tu madre y que vaya conmigo. Te amo, mi pajarita.”
Cuando Claudia descolgó la foto de Nilda para colocarla dentro del féretro, tuvo la impresión de que la leve sonrisa dibujada en el rostro de su padre se acentuaba aún más.
Pachita se impuso penitencia de silencio durante mucho tiempo.