El mensaje de tu hermana menor fue claro y preciso. Tres palabras que no necesitaban cauda alguna ni más de una interpretación: “Ya vente, carnal.”
Aún pensaste en la posibilidad de hacer caso omiso, de dejarlo morir en paz sin que tu presencia perturbara el trance de su partida, como decidieron hacerlo Fortino, tu hermano mayor de Miami, y Luciano, el menor, que vive en Chicago, muy cerca de ti. Te preguntaste si serías capaz de vivir sin el remordimiento; decidiste que no, después de contar de nuevo los años sin verlo y los recuerdos que no se construyeron en todo ese tiempo. De súbito experimentaste la necesidad de llegar pronto y alcanzar una palabra de tu padre, un calor de sus manos, una última mirada y providencialmente su bendición.
Tu hermana derrumbó tus últimas dudas al comentar en un nuevo mensaje que el viejo preguntaba por ti: “¿Ya viene Julián? La pregunta te acompañó durante el recorrido de tu casa al aeropuerto y ahí mismo se te ocurrieron otras, mientras veías pasar desde el freeway las luces nocturnas de las plazas comerciales y las fábricas, y las de miles de hormigas motorizadas trazando líneas rodantes de sueños urbanos: “¿A qué lugar pertenezco? ¿Qué hago aquí, carajo?” En 27 años sin volver a ver a tus padres no habías obtenido respuestas precisas, y menos justificaciones amables para tu ausencia. Claro, durante los primeros 20 el pretexto inobjetable fue tu condición de ilegal en el país de las barras y las estrellas. Pero durante los últimos siete, ¿cuál fue?
El cielo oscurecido durante el viaje en avión te llenó de terror. ¿Y si no lo alcanzabas vivo?, ¿si sólo recibieras de la mirada materna un reproche envejecido?, ¿si para tus dos hermanas y tu hermano que se quedaron en el pueblo fueras apenas una presencia perdida detrás de cientos de montañas? Las tres horas y media de viaje fueron para ti como entrar en un túnel del tiempo, al final del cual no lograbas ubicar a ese hombre lleno de canas que viste en el espejo del baño del avión, cuando fuiste a descargar ahí tu congoja y algunas lágrimas.
Al aterrizar en la gran urbe, “en el ombligo de la luna”, sentiste extraño el ambiente, el habla de la gente, las sonrisas amables del hombre viejo que cargó con tus maletas. Después siguió siendo extraña para ti la música del chofer del autobús en el que saliste de la ciudad rumbo a tu destino, las calles con sus puestos de tamales al amanecer, la fila de trabajadores a la entrada de una fábrica, los perros que tempraneramente husmeaban tras un hueso o una caridad. Extraña fue también la hermosura de los volcanes perfectamente olvidada, el amanecer límpido que se te ofrecía como bienvenida. En medio del arrobo, dejaste de escuchar por unos minutos la llamada urgente de tu hermana: “Ya vente, carnal”; o la voz imaginada de tu padre preguntando por ti.
Bajaste del autobús con la emoción de saberte cerca del lugar en el que naciste, pero aún faltaba tomar otro mucho menos elegante y rodar en él una hora más. Nadie fue a recogerte hasta la ciudad, la capital de tu estado; eso te estrujó el pecho. Le pediste a Dios, al que rendías extraña pleitesía sin demasiado protocolo y especialmente en momentos de desamparo, que diera a tu padre algo más de vida para poder abrazarlo, porque en ese momento las ganas de tenerlo cerca y pedirle perdón se te vinieron encima como alud insalvable.
Durante el último trayecto tu extrañeza se convirtió en plena confusión. Desconociste el camino carretero ahora de cuatro carriles, los grandes puentes, los cientos de casas y negocios que antes eran sembradíos cruzados por arroyos ya inexistentes. Desconociste tus ojos al creer que te engañaban y a tu corazón que marchaba a ritmo forzado. El sol ardiente que te acompañó hasta la entrada del pueblo también te pareció ajeno. Experimentaste un miedo infinito ante la posibilidad de no reconocer las calles y sus casas, los rostros de los paisanos y sus maneras de caminar por la vida a ritmo más lento del que acostumbrabas. Y en cierto sentido, así fue, una rara excursión por un mundo en el que uno parecido a ti estuvo algún día, montando asnos o convertido en pez en los apantles, cazando lagartijas con la resortera y enamorando muchachitas con canciones ya olvidadas.
No encontraste la antigua verja de alambre a la entrada de la que fuera tu casa de adobe y teja. No encontraste al perro pardo que dejaste cachorro cuando partiste; en su lugar fueron otros dos, aguerridos y enemigos, los que salieron a recibirte cuando bajaste tus maletas de un taxi; no hallaste a ningún vecino que saliera a saludarte, con excepción de un hombre flaco asomándose por la ventana de un cuartucho construido donde antes estaba un árbol. Y no encontraste a tu hermana menor que saliera a recibirte, con su cara limpia y lisa como la recordabas; en su lugar viste venir a una mujer con sobrepeso que ya pintaba canas y sonriendo al verte. Solo por la sonrisa y la separación de sus dientes supiste que era ella. La abrazaste con fe en que tu emoción húmeda hallara en la caricia a la adolescente que dejaste hace tanto.
Besar en el patio a tu madre y rodearla con tus brazos fue un rito silencioso, roto sólo por sollozos que conmovieron a los que estaban presentes. Ella te buscaba insistente en la mirada, pues el resto tuyo poco tenía que ver con el muchacho bragado que montaba toros los días de fiesta. Luego vino el saludo a la familia toda: un hermano receloso que aceptó un abrazo corto y débil; la hermana mayor que te miró como a un milagro inesperado; sobrinos titubeantes sólo vistos en fotografías y videos; primos otoñales, tíos, vecinos y uno que otro amigo de correrías juveniles. Después dirigiste la mirada a la entrada de la casa y te asombró atisbar una veladora encendida.
La escuchaste de nuevo, como si fuera la única capaz de hablar: “¡Se fue, carnalito!”
Otra vez tres palabras te atravesaron como espadas y doblaron tus rodillas hacia el suelo. Sentiste ahogo al no poder sacar el dolor que te inundó el pecho y la garganta. Cuando al fin pudiste, tus gritos de lamento se escucharon por toda la cuadra e hicieron aullar a uno de los perros. Te vieron correr hacia el lecho mortuorio para abrazar los viejos pies, ajados y aún tibios.
Una sobrina nieta tuya escribiría después una historia a modo de tarea para su maestra; se titulaba así: “El cuento de mi tío que le pidió perdón a mi bisabuelo 19 veces”. La mayoría opina que fueron más, y muchos también los besos en la frente ajada, y más de dos los que lograron retirarte con esfuerzo para poder colocar a tu padre en el ataúd.
Al llegar la noche habías recuperado años de recuerdos y entendido las causas y azares que arrugaron la tez de tus hermanas, y también la parquedad de tu hermano, dolido por haberse sentido solo, abandonados él y tu padre en la ruda tarea de labrar las tierras, que fueron vendidas más pronto que tarde. Una herida nueva rajó tu alma cuando tu hermana mayor te confió una verdad que hubieras preferido ignorar: “Desde hace mucho dejó de preguntar por ti y tus hermanos. Se cansó de esperarlos. Al final ya ni sus fotos quería ver. Esos ya son otros, decía, ¿para qué vienen?; quiero recordar a los muchachos que fueron, a los que eran antes de olvidarse de nosotros. María te engañó para hacerte venir y qué bueno. Si no, allá estuvieras como Tino y Luciano, llorando desde lejos.”
Diez días después, cuando tomaste el avión de vuelta, otra vez tres palabras horadaban tu conciencia: “¿Para qué vienen?” Tu mente torturada tradujo la condena verbal a tu segundo idioma: “Why do they come?”
Cerraste los ojos para morirte un poco y soñarte vivo.