Sucedió hace tanto y aún me estremece recordarlo. Durante mucho tiempo quise pensar que esos tres meses fueron una mentira, un sueño, un engaño provocado por una esquizofrenia temporal. Aquella vez creí volverme loco, de lo que pareció convencerse también mi padre, pues inició los trámites para recluirme en un sanatorio psiquiátrico. Para mi fortuna, mi madre lo impidió y el hecho estuvo a punto de colapsar su matrimonio. Me hace bien contarlo, pues de ese modo exorcizo los fantasmas que amenazan la fragilidad de mi ánimo.
A Elisa la conocí en una reunión a la que fui invitado. Su sencillez y su voz tenue y amable me desarmaron de inmediato. Había fiesta en su pelo de rizos largos y negrísimos, pero ella parecía no saberlo, pues lo apretaba en una cola de caballo hasta que le pedí soltarlo. Cuando lo hizo, tímida y motivada por la única copa de vino que bebió a instancia mía, el marco que obtuvo su rostro mostró la imagen de una gitana virginal que bajaba sus párpados ante mi arrobo. El lunar oscuro a un lado del ojo izquierdo, sus cejas pobladas sobre ojos azabaches y hondos, la nariz recta y su boca de rojo natural me atraparon, aunque a esos encantos se imponía otro mayor: el pudor de su timidez, que me decía lo poco consciente que ella estaba de su atractivo. Esa noche bailamos canciones románticas que me permitieron saber de su talle breve y del aroma de cacao que nacía de su cuerpo. Al sonar la música estridente salimos al jardín, donde otras parejas se habían apoderado de rincones discretos. Encontramos el nuestro y desgranamos las dos o tres confidencias de rigor. Habló de alguien que oficialmente era su novio, a quien no veía desde ocho meses atrás por estar fuera del país; platicó de las cartas de cada semana al inicio, de las quincenales después y de la última que había recibido hacía ya un mes, en la que el chico avisaba sobre lo tardado que sería su regreso; y habló de cómo se debilitaron sus sentimientos hacia él, pues la ausencia dejó de parecerle romántica y las palabras del emigrante poco convincentes. Es mi momento, pensé.
En mi rudimentaria experiencia amorosa había aprendido que si tomas la mano de una mujer y ella no hacía gran cosa por retirarla, podías seguir adelante. Opté por hacerlo con palabras y mi propensión natural a embellecerlas. Si en otras mujeres provoqué antes alguna hilaridad, en Elisa brilló intensa su mirada y el temblor de sus labios me llevó a besarla con ternura.
Ella habló de darnos un tiempo, de su necesidad de conocerme un poco y concluir en buenos términos lo que había con aquel otro. Claro, toma el tiempo que necesites, respondí.
El tiempo es un regalo precioso que cada quien valora a su modo. Hay quienes lo tienden a lo largo y sobre esa expansión de días van colocando sus decisiones, cautas y precavidas; hay quienes lo acortan y atrapan sin dejarlo correr mucho, como hace un pescador que lanza su red y de inmediato la llena de peces con los que llena el cubo. Soy de estos últimos, creo. Pensé que Elisa pertenecía a los primeros y que en una o dos semanas volvería a verla y me diría de sus avances. ¡Qué engaño! Al otro día, muy temprano, por teléfono me pidió esperarla después de la misa en el atrio de la iglesia de un tal San José, a quien adopté como santo patrono a partir de ese día, pues creo que por su intersección, Elisa respondió que sí, que andaría conmigo y luego enviaría la carta conclusiva al novio prácticamente desechado.
Comprenderán que uno se vuelve loco con giros del destino tan súbitos. En efecto, me volví un chiflado que todos los días, después del trabajo, iba por ella a la universidad donde estudiaba por las tardes y la acompañaba hasta la colonia donde vivía, rogando para que una llanta del microbús se ponchara o un aguacero torrencial nos atrapara debajo de una cornisa solitaria.
A Lola la conocí exactamente dos semanas después que a Elisa. Llegó a vivir en la misma pensión de estudiantes y trabajadores foráneos. Yo compartía con un buen amigo un minúsculo departamento en el piso de abajo y ella se estableció justo enfrente, pero en el piso superior. Lo primero que vi fueron sus hermosas piernas y su inquietante trasero, ya que después de llegar de su trabajo acostumbraba bajar al comedor enfundada en un providencial short de mezclilla y una blusa ligera. Si voltee a verla esa primera vez fue por insistencia de Mauricio, mi compañero de cuarto y amigo de parrandas y confidencias. ¿Ya viste a la nueva?, me dijo, está sabrosa, ¿eh? En ese momento yo escribía repetidas veces en la pared el nombre de Elisa, pues a dos semanas de conocerla, robarle besos a los que solo se les permitía aventurarse hasta su cuello y escudriñar por qué de sus ojos brotaba una nostalgia continua, me sentía enamorado. Sin embargo, mi instinto sexual, que reconozco avispado e inquieto, me hizo voltear y quedarme sin respiración al ver a Lola bajar por la escalera de caracol. Tan intensa fue la respuesta de mi cuerpo y la taquicardia que me provocó verla, como contundente fue la sensación de que yo no podía aspirar a una mujer así, reconociendo dos cosas: que Mauricio ya peinaba su pelo crespo y movía vivaracho sus enormes pestañas que tanto gustaban a las mujeres para salir a encontrarse con ella e intentar abordarla; lo otro, era que yo creía estar enamorado y decidido a serle fiel a Elisa.
Endebles somos; lo afirmo. La segunda vez que vi a Lola bajando la escalera escudriñé su rostro y un rayo me atravesó completo. ¡Esos ojos!, me dije, asombrado. ¡Esos ojos! Parecían antiguos para mí, como si ya me hubiera hundido en ellos durante horas y tardes enteras. Corrí para intentar sentarme frente a ella en el comedor de la pensión. No lo logré, pero quedé a corta distancia y en un ángulo adecuado para mirarla bien. Mi sangre corría desesperada tratando de entender lo que me pasaba mientras la veía. Eran los mismos ojos de Elisa, hondos y lejanos, el mismo arco de las cejas, y casi idénticos los labios semipartidos y carmesíes. Si no hubiese sido por su pelo tan liso y castaño, por la relativa corpulencia de su cuerpo si la comparaba con Elisa y por la mirada indiferente que me ofreció cuando descubrió que la observaba, hubiera jurado que era ella. Quise saber su nombre, de dónde venía, indagar si había algún parentesco entre las dos para poder explicarme esa magia que hizo trizas mi emoción.
Ese mismo día inicié las pesquisas sin éxito. Nadie la conocía ni sabía más que su nombre. Eso sí, todos hablaban de ella y la mayoría de los hombres se aprestaban a la posible conquista. Pensé que en no más de una semana la vería con alguno de los galanes del lugar, incluido Mauricio, que se jactaba de su poder de seducción. Sin embargo, me llevé la sorpresa de seguir viéndola sola y callada al regresar de su trabajo y durante el resto del día. Parecía triste, hermosamente triste como no lo era el short de mezclilla y su manera cadenciosa de caminar.
El sábado, a una semana de la llegada de Lola, se organizó una fiesta en casa de un amigo de varios inquilinos de la pensión. Prácticamente todos fuimos invitados. Ese día mentí por primera vez a Elisa, le dije que visitaría a mi madre en el pueblo durante el fin de semana, un tanto motivado por la expectativa de la fiesta y en parte por el disgusto que tuve con ella la tarde anterior, cuando, enfebrecido por el contacto de su cuerpo, quise acariciarle un seno. Me reclamó airada. Ya sé por dónde vas, me dijo, si eso es lo que en verdad buscas lo hubieras dicho desde el principio. Me disculpé con ella, pero a la vez expresé mi necesidad de algo más íntimo, de lo mucho que la deseaba. En vez de halagarse se indignó, sobrevino una escena de llanto compulsivo y terminé pidiéndole perdón y masturbándome después en mi cama para quitarme la ansiedad. Me llamó por teléfono luego, disculpándose por su reacción y pidiéndome que la esperara, que todo tenía su tiempo, que no se sentía segura para llegar a eso conmigo y con nadie más. Mi orgullo masculino se sintió herido, pues pensé que si era incapaz de motivarla a tener sexo conmigo sería porque en verdad no la atraía lo suficiente. Mi inseguridad salió a flote.
Fui a la fiesta aguijoneado por la frustración del día anterior y por el misterioso parecido entre Elisa y Dolores. Bebí más de lo que acostumbraba. Lola estaba ahí acompañada de su única amiga en la pensión y alrededor de ellas una cauda de hombres en celo. Su vestido corto, negro y satinado la hacía verse espectacular. Mauricio trataba de seducirla con sus chistes de siempre y su risa abierta, pero ella no parecía reaccionar ante él ni ante nadie más. Ni siquiera pensé en aproximarme, por eso me sorprendí cuando, al salir a la terraza a fumar y beber mi segunda copa de ron, ella se acercó hasta el barandal desde el que yo miraba hacia la calle y me pidió un cigarro. Por la emoción me fue difícil abrir la cajetilla y lograr la lumbre con el encendedor. Cuando por fin pude encender su cigarro me regaló una primera sonrisa que borró las sombras que siempre acompañaban su rostro. Vinieron luego más copas de ron y más sonrisas suyas. Hablaba poco, pero sus ojos decían un mundo y me escuchaba atenta como nadie. Bailó únicamente conmigo, a pesar de las intentonas de Mauricio y algún otro galán alcoholizado por arrebatármela. Ella quería estar a mi lado y al bailar me dijo al oído que desde la primera vez le gusté. Alrededor de la medianoche sus besos apasionados me hicieron olvidar por momentos a Elisa, aunque de pronto sentía que esos labios pertenecían a las dos, tiernos en una versión y frenéticos en la otra. Me desquicié cuando me jaló hacia un rincón penumbroso y hurgó mi vientre por debajo de la camisa y el pantalón. Fue ella quien sugirió retirarnos del lugar e ir conmigo a mi departamento, sin hacer ruido para que nadie en la pensión nos sorprendiera y con el riesgo ver llegar a Mauricio en cualquier momento. Lo hicimos con desesperación y sin hablar. Si yo intentaba decir algo en medio de la penumbra su mano en mi boca me silenciaba. Me conformé con las palabras que dibujaban mis manos en su piel. Lamenté que estuviéramos a oscuras y no pudiera ver el tono apiñonado de sus piernas y el misterioso parecido de su rostro al de Elisa. Dos minutos después de terminar, aún con la respiración agitada, la escuché llorar y seguir llorando sin entender por qué. Solo la abracé y la mujer, dos o tres años mayor que yo, se convirtió en una niña sollozante sobre mi pecho. Siguieron unos quince minutos de mutismo, cigarro en sus labios y llanto en descenso. Después se marchó, en silencio y sin aceptar una palabra de mi parte para acordar vernos otro día o algo parecido. Me quedé repitiendo por lo bajo los dos nombres de mi nuevo gran dilema: ¡Elisa!, ¡Dolores!
Dos días después me reuní con mi novia, con el propósito firme de olvidar a la otra. Fue inútil. Elisa se extrañó por lo efusivo de mi beso; y es que yo besaba a Lola en sus labios.
No soporté la espera. La tarde siguiente investigué como pude el lugar de trabajo de Dolores y la esperé al término de su jornada. Contrario a lo que esperaba me recibió con una sonrisa y el cielo se abrió. Dos horas después hacíamos el amor en un hotel de paso. Esta vez su rostro estaba pleno de luz y me volví loco. Nuevamente lágrimas al final y un cigarrillo robándome su boca, pero esta vez sin sollozos. Me pidió no cuestionarla y entendí que de eso dependía lo nuestro.
Muchas cosas cambiaron. Mauricio me miraba ahora con respeto e inclusive con envidia. ¿Pues qué le diste, cabrón?, me inquiría. A Elisa ahora la acompañaba de la universidad a su hogar solo cada tercer día, alegando horas extras de trabajo en el periódico donde laboraba como reportero. Las visitas a mis padres se volvieron de entrada por salida, tres o cuatro horas para comer con ellos, ante la inconformidad de mi madre por ya no acompañarla a las misas de domingo. Las piernas de Lola y su silencio después del amor fueron mi nueva religión, y templos de nuestra devoción los hoteles de paso, la última fila de un cine y mi pequeño departamento compartido cuando lograba negociar con Mauricio para que no se apareciera por ahí durante algunas horas, a cambio de que yo le pagara igual. Una ocasión, a media noche, desesperados por la urgencia de nuestros cuerpos y la falta de dinero para el cuarto de hotel, lo hicimos de pie en una calle oscura y solitaria, entre una pared alta y un autobús estacionado. Incluso esa vez lloró al terminar, como siempre. Sobre la banqueta mojada por la lluvia previa la consolé.
Pasaron las semanas en una vanagloria que me volvió poco más que estúpido. Con Elisa hablaba de cosas lindas y tomábamos helados de chocolate cuando ella me lo pedía. Alguna vez me miró fijo a los ojos y con una extraña humedad en los suyos me preguntó si con el tiempo me atrevería a casarme con ella. Me tomó por sorpresa, sin embargo respondí que sí sin pensarlo. Esa vez me besó apasionada y pegó su cuerpo al mío como no sucedió antes. Al separarnos un poco descubrí que lloraba. Entre lágrimas preguntó si la aceptaría con todo y sus defectos y carencias. No entendí el porqué de su pregunta, pero afirmé sin dudarlo. Sentí que esa tarde la amaba intensamente y la culpa rajó mi conciencia. Con Lola, en cambio, no hablaba más que de asuntos ajenos, sin trascendencia. Eran nuestros cuerpos desesperados los que se encargaban del diálogo. Ella se ataba a mi cuerpo como queriendo vislumbrar una respuesta que no podía encontrar de ningún modo. Después del sexo y de su llanto su mirada tenía el mismo misterio que también empezaba a encontrar en los ojos de Elisa. La arcada de sus cejas, casi idéntica, y el humo de su infaltable cigarrillo me envolvían en una especie de ensueño en el que sentía abrazar a las dos.
Perdí peso y comencé a tener problemas en el trabajo por andar distraído. Mi madre se preocupó por mí e intentó llevarme con una curandera para que me hiciera una “limpia”. Esto no está bien, a ti alguna mujer te ha dado toloache, repetía cada vez que la visitaba. Claro que me negué, argumentando exceso de trabajo.
El veintidós de diciembre recogí a Elisa en la universidad y nos detuvimos en el parque de siempre. Ella calló la mayor parte del tiempo, abrazada a mí con fuerza. Antes de llevarla a su casa tomó mi rostro entre sus manos y dijo por primera vez que me amaba, hurgando vehemente en mis ojos; los suyos estaban húmedos. No comprendí la causa de su tristeza, pero no la abrumé con preguntas. También dije que la amaba, pero mis palabras se enturbiaron por el remordimiento.
La mañana del veintitrés debía encontrarme con Lola, pues por la tarde viajaría a otro estado para pasar la navidad con sus padres, no sé en qué lugar preciso porque nunca me lo dijo. La esperé más de una hora. La telefonee y jamás respondió. Abatido, volví a la pensión y busqué a Roberta, su compañera de departamento, la única que podría darme alguna luz. Y sí, me dio noticias de Dolores en un sobre cerrado que contenía su mensaje: “Perdón por lo que debo decirte. Gracias por lo lindo que fuiste conmigo, pero no puedo continuar. No preguntes por qué ni sufras por eso. Eres un buen chico a pesar de ser un poco arrebatado. Ve con ella, puede ser que no sea tarde aún.”
Perdí el piso. Su adiós repentino, el recuerdo de su cuerpo y sus labios mentolados, pero especialmente la parte final de su mensaje, me enloquecieron. Mauricio se compadeció de mí al verme. ¿Por qué Lola me pedía ir con Elisa? ¿Qué sabía de ella? Tuve deseos de correr a buscarla a la terminal de autobuses, indagar el lugar de su destino, pero sería inútil. Un rato después, ya con cierta calma y preocupado por Elisa llamé a su casa para descifrar el enigma. Respondió su hermana menor con pesadumbre en la voz. Ven pronto, ¡por favor!, me dijo.
Mis pies volaron en busca de un taxi. En el trayecto tuve plena certeza de cuánto amaba a Elisa y de lo mucho que necesitaba a Lola; o viceversa. Mi mente era un caos y mis sentimientos nadaban en una especie de caldera asfixiante. Al llegar vi varios autos estacionados frente a su casa. Muchas personas desconocidas entraban y salían. Aunque mi razón se negaba, los llantos que escuché y el ajetreo me hicieron comprender. Un rayo frío atravesó mi pecho y estuve a punto de caer. Su madre, sobreponiéndose al dolor, pidió a algunos parientes que me auxiliaran.
No quiero narrar cuánto lloré y cuántas veces morí en un solo día. Solo basta decir que no puedo liberarme de la sensación del último beso que di a sus labios, tibios aún. Sueño frecuentemente con ese beso y con el último que Lola me dio; los confundo, se vuelven uno, llevo todo el tiempo cargando las dos ausencias. ¿Por qué Elisa jamás me habló de la debilidad de su corazón?, ¿por qué Lola no fue clara y me dijo quién era realmente y por qué estuvo conmigo? He llegado a pensar que una llegó para darme lo que la otra no podía, o que eran una sola viviendo en dos cuerpos diferentes y partieron juntas a un mismo destino. Pensar esto último me ha ayudado a no enloquecer. Cuando dudo si todo realmente sucedió, busco a Mauricio o a Roberta, a la madre de Elisa o a quien haya sabido de aquello para obtener alguna certeza.
Han pasado cinco años. Al parecer me he librado del psiquiátrico y sobreviviré al misterio que partió en dos mi vida. Cada noche, antes de intentar el sueño, repito con fervor sus nombres, los que ahora en mi emoción se han vuelto uno solo: ¡Elisa Dolores!