Hoy se sentía olímpico, así lo dijo a su compañera mientras corría las cortinas de las ventanas, sin importarle demasiado la suave protesta de ella, quien apenas se despabilaba renaciendo de entre las sábanas, dispuesta a realizar sus ejercicios oculares matutinos. Salió a la terraza para efectuar respiraciones profundas y algunos movimientos de yoga. El sol de las nueve, tibio aún, lo saludó asomando tras de una nube. Reingresó después de realizar 60 lagartijas en series de 15.
Vamos a ver qué encuentro hoy, se dijo, mientras encendía su computadora portátil en el estudio, haciendo frente a la crisis creativa padecida las últimas semanas. Aprovechó el tiempo que el viejo procesador tardó en llevarlo desde el clic inicial hasta la retadora página en blanco para preparar en la cocina un café instantáneo bien cargado.
― ¿Cuál es el plan para hoy? ―preguntó ella, asomando al sagrado recinto con paredes forradas de libros―. Digo, hoy que es sábado y estamos los dos en casa, sin nuestro hijo; no siempre sucede y deberíamos aprovecharlo.
―Mi plan matutino es escribir; ya lo sabes, amor.
― ¿Por qué no lo haces por la tarde, Fabián? Pensé en desayunar afuera y luego caminar un poco por el bosque. Hace tanto que no lo hacemos.
― Cariño, a este animal de hábitos que soy le cuesta trabajo cambiar su rutina. Fueron años los que no estuviste los sábados en casa y… Veamos, te propongo salir a comer más tarde. Tal vez podamos ir a…
―Escúchame, señor animal de hábitos, tu esposa ―lo interrumpió intentando ser tierna― tuvo ganas esta mañana de estar junto a ti, de contarte sobre asuntos que considera importantes y andar contigo de la mano este sábado nublado. Eso es todo.
―Sí, Roberta, entiendo, pero…
―Lo entiendes y yo también: tus personajes son más importantes que yo ―su rostro y su voz demostraron cierta ansiedad―. Sin embargo, hoy, especialmente hoy, te necesito; hay algo que debes escuchar. Piénsalo un minuto, señor “olímpico”.
Ella cerró la puerta al salir y él, después de suspirar profundo tres veces, supo que debía dar clic y bajar la tapa de su computadora. A fin de cuentas “ellos” sabían esperar.
Tenía razón su esposa. Cuánto tiempo sin experimentar una mañana sin lucubraciones hondas, sólo perderse en el placer sencillo de un banquete típico preparado sobre un comal de barro y en el confort que propicia un café de olla con canela, con agujas de viento revitalizantes en el rostro. Después, caminar sin buscar fantasmas tras los árboles del bosque, extraviarse en el concierto natural que ofrece una mañana fresca, enlazadas las manos en un tacto sin estertores pasionales. Intentó definir el momento, atrapado de pronto por el vicio de meter cada experiencia en una serie de frases descriptivas, o en una sola metáfora poderosa. Ella, conocedora de cada uno de sus gestos, adivina de sus pensamientos, le pidió:
―Camina tranquilo y respira profundo, cariño. En ocasiones lo que más amo de ti es tu silencio. Deja que fluya todo a tu alrededor y por una vez en la vida no intentes elaborar en tu pensamiento cada experiencia de tus sentidos. Te necesito en absoluta paz para escuchar lo que debo decirte.
― ¿Tan importante es? ―respondió inquieto.
―No sólo es importante. Es fundamental.
―Estoy listo para escucharte.
―Aún no. Caminemos un poco más y regálame unos minutos sin palabras.
La paz absoluta es una hermosa utopía que pocas veces formaba parte de sus sensaciones. Menos ahora, cuando su esposa le apretaba la mano como si quisiera infundir en ella una certeza que en realidad no sentía, porque los ojos femeninos eran un concierto de movimiento más intenso que el de las ramas de los encinos. Respiró profundo y dejó fluir sus pasos sin sospechar que el crujido de las hojas secas era en cierto modo la premonición de algún tipo de tormenta.
Algunos cientos de metros más adelante llegaron hasta una ladera no muy pronunciada. Al pie de ella reconoció un promontorio de rocas debajo del cual nacía un pequeño manantial que manaría agua tal vez un mes más, hasta noviembre, y volvería a brotar con las lluvias del mayo siguiente. Su pecho también reconoció el lugar, pues sus latidos se intensificaron al mismo nivel que los recuerdos. Se detuvieron ahí. Roberta lo miró con intensidad durante varios segundos, acariciando el cabello de sus sienes. Enseguida, rompió el silencio.
― ¿Recuerdas, amor? Aquí, recargada sobre esta misma roca, te dije por primera vez que te amaba. ¿Lo recuerdas?
― ¿Cómo podría olvidarlo? También aquí te dije que me haría feliz tener un hijo contigo, algún día. ¿Sí lo recuerdas tú?
― Como si hubiera sido ayer, Fabián.
Después de una pausa humedecida por la emoción de ambos, ella continuó:
―Antes de seguir, quiero decírtelo otra vez, cariño: ¡te amo! Te amo como no he amado a ningún otro hombre. Y no quiero que lo olvides nunca, aunque llenes tu vida con tus personajes de ficción que logran ser más interesantes que yo, lo sé, y… más fieles.
Si alguna clásica escena romántica se había ido construyendo en crescendo, en este preciso momento se derrumbaba. ¿Dé dónde habían salido esas dos últimas palabras? Quiso separarse de ella para poder entender; ella, al contrario, se aferró al cuerpo masculino con la pasión y desespero que genera el miedo de que pudiera ser la última vez.
― ¿A qué te refieres con eso? ¿Tú… has dejado de serme fiel, Roberta?
―En cierto sentido sí, amor.
El alud emocional inició su viaje cuesta abajo.
―Pero… ¿Cómo puedes decir eso si hace poco has dicho que me amas como a ningún otro?
―Y es verdad, Fabián; siempre lo será. Desde hace dieciséis años que estoy contigo no ha habido otro hombre en mi vida.
―No entiendo nada. Esto es un mal sueño.
―No se trata de un hombre. Es… complicado decirlo. Lo pensé mucho, pero debo ser honesta conmigo y contigo. Se trata de… una mujer.
Fabián experimentó la sensación de que las coníferas avanzaban hacia él, cerrándole el paso, oprimiéndolo. Quiso correr y lo hizo; buscar un descampado donde el sol cayera pleno y lo ayudara con esa impresión de faltarle el aire. Roberta fue tras él, llamándolo. Ella hubiera preferido su rabia, algún grito, su reclamo apasionado que la hiciera dudar de esa verdad que se había metido en sus venas y sus huesos. Por fin lo detuvo un árbol y el llanto que nació minutos después de la sorpresa. Volteó hacia ella, airado.
― ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo pudiste engañarme todo este tiempo?
―Nos hemos engañado ambos, Fabián. Siempre lo supiste y siempre lo supe. Pensamos que era fácil engañar a la piel, voltear la mirada hacia otro lado a nombre del amor. ¡No!, ¡no puedo más! La amo tanto como te amo a ti. Siempre ha sido así.
Valdría la pena describir el diálogo completo que siguió si en verdad hubiera afectado de modo perceptible algo del entorno natural. Nada de eso pasó. El aire mecía al mismo ritmo las copas de los árboles, los trinos obedecían a una batuta invisible que dirigía la sinfonía de natura, los insectos continuaban en su rutina de cazar o ser cazados. Se trataba sólo de dos que habían hablado claro quitándose las máscaras, con sus efectos naturales en el endeble modelo del ideal amoroso que ambos habían comprado y pagado a plazos, igual que la casa en la que se refugiaron muchos años para edificar una fe sobre suelo pantanoso.
―Se trata de Isabel. ¿Cierto?
―Siempre ha sido Isabel, como siempre has sido tú, Fabián.
―Yo fui comparsa solamente, un danzante menor en la mascarada.
―No, cariño. Mi amor te parecerá extraño, pero es real. Los quiero a ambos. Los necesito a los dos de la misma manera en que tú necesitas a los espectros que evocas a diario con tus letras. La única diferencia es que lo mío es concreto, de carne y hueso.
A sus 46 años, Fabián estaba en medio de una epifanía jamás alcanzada en sus ficciones. Alguna vez leyó, escuchó o pensó, ya no lo sabía ahora, que el amor es un encuentro de fantasmas. Esta vez lo comprobaba en su propia historia amorosa, no en las de los cientos de personajes inventados.
Después de una tempestad de palabras que derivó en llovizna, abrazados y entre lágrimas, entrañablemente amigos dentro de una desgracia que podría no serlo, Roberta se atrevió:
―Déjame amarlos a los dos. Isabel no te robará nada de mí, no necesita más que un poco de mi tiempo. Está dispuesta a compartirse con nosotros cada vez que lo desees, como ya ocurrió una vez.
Al escucharla, Fabián retrocedió hasta un lugar del pasado que albergaba emociones y sensaciones aparentemente sepultadas. Le pareció, en medio de su pesadumbre, que un rayo de sol filtrado entre el cortinaje verde devolvía a su cuerpo una fe olvidada. Recordó a ambas en sus brazos, capricho satisfecho en esos primeros años intensos con Roberta, su novia entonces. La piel de Isabel era increíblemente tersa y tibia, de un color canela que lucía fascinante al lado de la piel blanquísima de su hoy esposa. Nunca pensó que Isabel se quedaría para siempre, atisbando desde alguna rendija durante todos los años casado con Roberta.
Volvieron al auto estrechados de la mano, en el silencio más absoluto y reparador. La amaba como nunca y supo que por tenerla a su lado se arriesgaría por caminos insospechados, prohibidos para los mortales comunes.
Por la noche sus cuerpos se encontraron con ahínco renovado. Pudo ver a Isabel asomándose desde algún rincón de su pensamiento enfebrecido. La deseó con fuerza, tal vez con la misma con que Roberta la deseaba. Se hermanaron en esa emoción repentinamente compartida. Siempre proclamó que el amor era el mayor desafío de la existencia. Afianzó la idea mientras veía dormir a su esposa, con esa apariencia angelical que parecía no saber nada de las vicisitudes amorosas.
Dejó la cama y fue al estudio. La sequía había terminado. Tenía un tema, un gran tema. Lo primero que escribió sobre la página en blanco fue: “Cuando la vio partir con ella intentó desvanecerse, convertirse en una brisa tenue recorriendo los bosques mientras ella volvía, por si volvía, absolutamente convencido de que la única verdad era la carne y la humedad de los besos; lo demás era un encuentro de fantasmas, un parloteo inacabable de espectros encarnados por efecto de un conjuro intrauterino. Detuvo su impulso por…”
Dos horas después volvió a la cama, nada olímpico, absolutamente terrenal. Arrimó su cuerpo al de Roberta. Sus brazos rebasaron el contorno de su cuerpo, se hundieron en ella, trascendieron su anatomía hasta perderse en la líquida sustancia de los sueños.