El timbre del teléfono celular lo sacó de las cavilaciones en las que solía enredarse mientras manejaba su auto. Fiel a la instrucción bien aprendida de su ex esposa, que en grata paz descanse en los brazos del otro por el que lo cambió, no hizo el intento de responder y poner en riesgo su seguridad, menos si se trataba de números desconocidos y de áreas distintas a la suya. Este, sin embargo, era local; una pulsión lo conminó a contestar, sobre todo ahora que esperaba respuesta de dos empresas en las que había solicitado trabajo para escapar del spleen ocasionado por su reciente vida de hombre solitario y pensionado por el gobierno. Orilló su auto, porque ella, aunque ahora estaría dando instrucciones a su nuevo amor, lo aleccionó muy bien.
El timbre había cesado. Devolvió la llamada. Aprovechó para estirar esas piernas largas que cada día le recordaban con sus molestias el paso de los años. Unos segundos después respondió una voz espléndida de mujer madura, acompasada y suave.
―Buena tarde. ¿Hablo con el señor René?
―El mismo que habla ―carraspeó antes de seguir, visiblemente inquieto por la sugerente voz de la desconocida―. ¿En qué puedo serle útil?
―Siento molestarlo, vecino ―la inquietud del hombre creció al enterarse de su vecindad con la dama―. En realidad, a quien puede ser muy útil es a su bello orejón que tengo en casa desde hace dos horas. Vino de visita y tiene en gozosa intranquilidad a mi cachorra, que, por cierto, debe saberlo, aún es casta y pura, y pretende seguirlo siendo por buen tiempo.
― ¿Cómo es posible? ¡Qué pena con usted! Otra vez hizo de las suyas ―emocionado al escuchar esa voz que lo tenía encantado con sus inflexiones y sintiendo vergüenza por la irrupción de su perro en casa de la mujer, agregó―. No se preocupe, pronto llegaré al fraccionamiento. En unos minutos estoy con usted y le explico todo. ¡Dios! ¡Qué pena!
―No se preocupe por nada. Ellos se la están pasando de lo lindo. Aquí lo espero.
―Dígame calle y número de su casa, por favor.
― ¡Cierto! Qué tonta soy. Vivo en Luna 23. Verá a su perrito en el jardín jugando con la mía.
―Gracias. Debo hacerle una pregunta: ¿cómo consiguió mi número?
―Mmm… Parece que usted, René, es un tanto popular. No fue difícil. A propósito, me llamo Ava y tengo unas semanas de vivir aquí. Venga con cuidado. Lo espero.
Ava vivía en la Luna y él jamás había puesto un pie en ella; Ava destilaba dulzura al hablar y él creía que de entre su barba y bigote sólo brotaba amargura; Ava estaba a sólo unos minutos de mostrarle su rostro y él sentía en su semblante las huellas de muchas noches de insomnio.
Aparcó el auto detrás de otro compacto estacionado justo frente a la casa 43; debía ser Ava su dueña, pensó. Se colocó el molesto cubrebocas, del que normalmente ya estaba liberado en esa hora. No lo podía creer, pero su corazón se agitó al jalar la cuerda que hacía sonar la campanilla; la pareja de cocker’s se alertó con el sonido agudo. Buddy, al reconocerlo, abandonó a su amada y corrió hacia él saltando la verja de un metro de altura con el mínimo esfuerzo. Tres lamidas después, salió Ava, dueña de una sencillez despampanante que atrapó de inmediato a René. Su pelo lacio, castaño y largo lo llevaba en simple cola de caballo. A pesar de que la noche caía, él pudo percibir la nobleza de sus ojos grandes y oscuros, y las pequeñas arrugas con que adornaba la sonrisa de su mirada; lo demás intentó adivinarlo bajo la mascarilla de la mujer.
― Qué gusto saludarlo, René, y conocerlo. Ya ve, su orejón se encuentra de lo más feliz en compañía de Gala; ha sido amor a primera vista.
Sí que lo era. Por eso enmudeció durante varios segundos hasta que pudo musitar algunas palabras.
―Qué agradecido estoy con… usted, Ava. Me siento apenado, lo que sucede…
― ¡Por favor!, no tiene por qué. De no haber sido por las dotes de escapista de su bribón, no nos habríamos conocido. Y creo que usted es alguien a quien vale la pena conocer en este lugar; muchas personas lo aprecian.
―Tal vez, y lo agradezco ―Buddy había vuelto a dar marometas en el pasto al lado de Gala―. Aunque tal vez lo que muchos sienten por mí es… cierto tipo de compasión.
―No lo creo. Lo que sí creo, René, es que no le haría mal pasar a tomar un té o un café. ¿Qué le parece?
―No, por favor. Bastante molestia le ha ocasionado mi pulgoso como para que ahora yo le quite más su tiempo.
―René, para mí será un placer. De hecho, no tengo amigos en este fraccionamiento y nadie a quien darle cuentas. Pase, por favor.
La vecina de enfrente, quien detectó desde el principio la llegada del vecino de la calle Marte, había salido a su jardín con el pretexto de regar las plantas y con el oído presto para captar los detalles del diálogo. Necesitaba material informativo para compartirlo mañana con la vecina de su izquierda; sin eso, su vida mediocre no tendría los pequeños y perversos alicientes necesarios para no suicidarse.
―Su insistencia me conmueve, Ava. Acepto, aunque no pretendo quitarle mucho tiempo ―al traspasar la verja se percató de la mirada insidiosa de la falsa amante de sus flores; mientras cruzaba el pequeño jardín, dijo a su anfitriona, por lo bajo―: Parece que hay pájaros en el alambre.
―En esta época del año, y en todas, es así. A quién le importan esas horrendas cacatúas ―lo dijo en volumen lo suficientemente alto para ser escuchada por la entrometida, con un desparpajo que relajó las últimas reservas del invitado.
La atmósfera adentro era de paz. Una música lenta y exótica indujo mayor confianza en el ánimo de René. Todo parecía ordenado y limpio. Aunque los muebles eran pocos, reflejaban buen gusto y espiritualidad, sensibilidad por la simetría y la belleza.
―René, ¿apeteces mejor una copa de vino? ¡Oh!, disculpa que te tutee, no soy muy formal que digamos.
―No hay ningún problema, Ava. Si tú lo permites, también lo haré ―sintió un repentino calor, el ritmo de las cosas era acelerado y se estremeció―. ¡Venga esa copa de vino! Si es un merlot, mejor.
―Mira nada más, también eres adivino. Merlot es lo que bebo ―de pronto, Ava se sintió ridícula con su boca y nariz cubierta, lo mismo que él―. Por favor, quitémonos este lastre. Prometo que guardaré la sana distancia para no contaminarte de algún perverso bicho mío.
―El bicho que se introdujo a tu casa soy yo, aunque no temas, extremo los cuidados como nunca.
Sin los molestos cubrebocas, Ava mostró el más grande de sus dones: la sonrisa. René seguía emocionado el movimiento de esos labios delgados y de esas manos que tenían dificultades con el corcho del tinto.
―Permite que yo lo haga ―tomó la botella y mostró su destreza― ¡Listo!
Se dispuso a servir las dos copas; ella lo detuvo.
―Aún no. Los expertos en vino dictan que la botella debe respirar unos minutos para desprender todos los aromas que guarda. Te invito a que te sientes también y respiremos un poco. Tal vez el tiempo lleva prisa; nosotros no. ¿O sí, René? ―se sentó en el lado opuesto del sofá desanudando su pelo―. ¿Acaso alguien te espera en casa?, ¿o hay trabajo pendiente que has traído de la oficina? No lo creo, tu gran amor actual juega en el jardín con el mío.
Como si los llamaran, en ese momento la pareja de bellos cuadrúpedos los observaba, quietos desde el otro lado del cristal. Una vez que evaluaron si todo estaba en paz siguieron en su idilio de babas compartidas.
― Me sorprendes. ¿Cómo logras saber eso de mí?
―Tus ojos, René. Contienen mucho de ti, más de lo que imaginas.
― ¡Vamos!, entiendo. Eres iridóloga.
―Ja ja ja. Eso es, mi buen amigo. Pareces más relajado ahora, casi listo para el tinto.
En los breves interludios del diálogo que siguió, risueño y aromático, René se preguntaba si esta era la ‘diosidencia’ que buscó propiciar durante tanto tiempo, sin lograrlo. Con recursos poco convencionales, entre humoradas y chascarrillos, dedicaron mucho rato a contarse lo fundamental de sus vidas, entre ello, sus amores y desamores, sus quehaceres: ella, traductora de textos literarios y él, maestro de español y poeta errático; las coincidencias, como su actual soltería y la ausencia de hijos; y las divergencias, como la preferencia de Serrat sobre Sabina, él, y de Sabina sobre el catalán, ella. A media botella llegaron fácilmente a las cuestiones más sensibles, las que abrían heridas y tal vez las zurcían.
― ¿Dónde está Leticia ahora, René?
―No lo sé. Seguramente con él, el amor de su vida, según dijo.
―No, René. ¿Dónde está ella ahora dentro de ti? ¿Cuánto lugar ocupa?
Las preguntas lo confrontaron fuertemente. No las esperaba esa noche destinada a ser tan rutinaria como las anteriores. Bebió la copa hasta el fondo para sentir con claridad cuanto se movía ante los cuestionamientos.
―Creo que sigue muy adentro. Ahí estará siempre, pero casi olvidada en algunas de las vértebras que más me han molestado últimamente. Creo que la seguiré amando, es inevitable; pero lo importante es que no la necesito más en mi vida, puedo vivir sin ella ―miró a Ava desprenderse del ligero suéter que portaba, así pudo apreciar sus hombros y vislumbrar el par de senos breves bajo la blusa ligera, muy erguidos aún. La sintió acercarse un poco y rebasar la distancia mínima con la que había aprendido a regular el uso del espacio entre él y los demás―. Señora mía, creo que te estás poniendo en peligro. Si estiro mi brazo podría alcanzarte, traerte hacia mí, darte un beso y contagiarte de alguna desgracia. El protocolo dice que no debo hacerlo.
― ¿Sabes que por el maldito protocolo no he abrazado a nadie en año y medio?, ¿sabes que desde hace más de dos años no he dado un beso, ni siquiera en la frente?
― ¿Desde que se fue Joel, el gran bailarín que te robó la cordura?
―Desde que se fue ese idiota.
―Un idiota al que amaste durante más de quince años, al que amas y seguirás amando, según me has dicho.
―Pero al que tal vez esté a punto de no necesitar más, si tú… me ayudas un poco hoy ―como en éxtasis, Ava sirvió las dos últimas copas de la botella casi sin dejar de mirarlo, la respiración agitada y dos perlas transparentes corriendo por sus sienes―. ¿Tú crees, René, que a nuestra edad sería posible lanzarse a amar con la única ayuda de la fe y el vino tinto, sin tanto requisito ni pérdida de tiempo?
―Habría que probarlo, Ava. Dos cosas pueden pasar: nos damos de cabeza en las piedras del acantilado o pudiera suceder que al caer al agua demos en el punto donde esté el pozo profundo que nos permita amar y seguir vivos ―los escrúpulos sobre la distancia estaban muertos: él tomaba con ahínco las manos femeninas y ella acariciaba tiernamente su barba.
―Repite eso que has dicho, René. ¡Es hermoso! ―Su aliento quemaba los labios incrédulos de René, a estas alturas era inevitable cualquier tipo de contagio―. Dilo otra vez antes de besarte.
―No sería capaz, Ava. Lo he olvidado. Además, cualquier disertación sobre el amor no tiene el mínimo sentido, ni ahora ni nunca.
―Entonces lo único que nos queda es besarnos, René, y que alguna providencia nos salve ―la distancia estaba rota; el aliento era uno solo.
―En tus labios encomiendo mi alma, hermosa.
El beso fue un refugio de paz, al inicio, un encuentro tierno de soledades que pronto derivó en olas encrespadas cuando las manos se encargaron de agitar la superficie de ambas pieles. En algún momento él se detuvo y retiró su rostro para mirarla, tomándola de las sienes con las manos. Se miraron como intentando leerse mutuamente a gran velocidad, como aprendió él a hacerlo en ese curso de lectura rápida. Pronto se dieron cuenta de la inutilidad del intento. Ella era un océano profundo y él otro, separados por un territorio difícil de recorrer con la sola ayuda de unas copas de vino. Comprendieron al mismo tiempo, y eso significaba un gran logro, que lo importante ahora era dejarse llevar por la urgencia de disolver las soledades en las premuras del instinto; a fin de cuentas, todo acto de amor toma de su fuerza para florecer.
Volvieron a besarse con absoluta convicción en sus labios. Las manos hurgaron hasta dar con las zonas sensibles, olvidadas durante meses de confinamiento autoimpuesto. En el momento en que ella dejó libres sus pechos, René puso versos irreverentes en su boca, sintiendo que bebía y mordía nuevamente del paraíso.
El timbre del teléfono interrumpió. Fue como si un grupo de violines desafinara en la Cantata 147 de Bach. Ava lo dejó sonar dos veces sin contestar. A la tercera, un soplo de lucidez se coló hasta su delirio, podría ser su hermana con algún asunto importante, o su madre con una urgencia nueva. Ava, Eva expulsada del paraíso con prisa por volver a él, tuvo que realizar un gran esfuerzo para desprenderse de René.
―Bueno ―René, sediento, tomó la botella para constatar que estaba vacía―. ¿Sí?... ¿Quién habla?... ―mientras buscaba en la cocina un vaso para beber agua o lo que fuera, vio que la cara de Ava perdía el color―. No puede ser que seas tú ahora, Joel, ¡no puede ser! Cinco meses sin llamar para saber al menos cómo estoy, dos años sin verte, y de pronto llamas así, precisamente ahora que… No, nada… Ahora que ni siquiera he pensado en ti, que me ha quedado claro…. ―René también fue demudando su rostro; el agua le supo a vinagre al comprender quién reaparecía―. Por favor, Joel, llama mañana y lo hablamos con calma… ¡No!, no puedes venir ahora a casa, compréndelo… Maldita sea, no sé cómo te enteraste dónde vivo ahora… ¡Ah, claro!, mi querida hermana… ―René abotonó lentamente su camisa y alisó su cabello desordenado; Ava lo miraba con impotencia―. Escucha, Joel, no puedes aparecer de la nada. Registraré tu nuevo número y mañana hablaré contigo, lo prometo… No, Joel, no te engañes, a mí no me necesitas ahora, y yo a ti tampoco… ―René, respirando hondo, fue hacia la salida en busca de Buddy, que ya cansado de tantas cabriolas con su nueva novia descansaba a su lado en la terraza―. Debo colgar, Joel… Lo siento, mi am… ―Click.
René la esperaba junto a la pareja de enamorados, haciendo alarde de valiente cortesía hacia la dama que se había escapado de sus manos en un santiamén. Dibujó una sonrisa en absoluto distante del derrumbe que sufría adentro.
―René… ¡Cuánto lo siento! ―salió anudando nuevamente su pelo en una cola de caballo y poniendo en orden su sostén fuera de lugar―. Por qué no entras y hablamos. Hay otra botella de tinto que podemos destapar y… ¡Dios!, Jamás imaginé que…
―Por favor, Ava, no digas más. Comprendo perfectamente ―se miraron conmovidos sin encontrar palabras―. Me retiro… Me ha dado mucho gusto… compartir contigo.
Tomó a Buddy en sus brazos para obligarlo a irse con él y caminó hacia la verja que daba a la calle. Aunque pareciera increíble, la cacatúa de enfrente, seguro que lo era, apareció nuevamente con aires de señora e intenciones de buscar algo en su auto.
―René ―hizo enorme esfuerzo por pacificar su tono, como si ninguna conmoción la hubiera tocado―, tal vez pueda traer a Buddy el fin de semana a convivir con Gala, ¿qué le parece?
―No lo sé ahora, pero pudiera ser, vecina ―dolorosamente cortés―. Ha sido un placer. De nuevo gracias por cuidar a Buddy.
Se marchó, sintiendo que la tierra se abría a cada paso que daba; le costaba trabajo respirar. El perro, atisbando desde el hombro de René, gemía de tristeza al marcharse, viviendo sin cortapisas la pena por su amada.
Ava entró a casa. Al traspasar la puerta, se deshizo. La soledad no tuvo en ese momento un mínimo gesto de amabilidad hacia ella. Su mundo se convertía nuevamente en una duda y esa noche sería difícil, muy difícil.
Afuera, la mujer de enfrente ingresó rápido a su hogar, impaciente por tomar su móvil y llamar, estúpidamente insensible para apreciar la hermosura de la calle Luna, iluminada por el satélite natural que le daba nombre.