Versión primera
En la radio del auto suena una canción alegre, de esas populares capaces de volver famosos de la noche a la mañana a músicos desconocidos. Van de vuelta a casa y él se siente contento de una manera extraña. Es su primer lunes de vida nueva, sin la obligación que durante 32 años lo mantuvo atado al reloj, la corbata y la prisa constante. “¿Sabes qué estoy pensando hacer ahora que me he jubilado, amor?” La pregunta le parece a ella impropia en este momento, justo cuando piensa en el enorme cesto de ropa que la espera, en la sopa de papa con poro y apio que debe llegar a preparar, y en el dolor de la articulación de la rodilla que no la ha dejado en paz toda la mañana. “Sí, ya sé. En que compartirás conmigo al cincuenta por ciento los quehaceres de la casa. ¿Verdad que sí, corazoncito?”, dijo ella. “Bueno, no necesariamente, aunque claro, debo ayudarte más ahora que cuento con el tiempo suficiente. Pero, más bien, me refiero a la parte creativa, a aquello que me hace sentir realizado, pleno.” Ella lo mira de tal modo que él se estremece y está a punto de perder el control del auto. Su euforia decae, mientras trata de asimilar lo que sus palabras significan para su esposa, quien inunda sus ojos presa de una emoción que a él le cuesta descifrar. Sigue el silencio, hasta que ella lo rompe: “¿Sabes qué estoy pensando hacer ahora que te has jubilado, amor?” La última palabra, hermosa cuando va libre de connotaciones, suena a punzante ironía. “Contéstame, esposo mío. ¿Lo sabes o quieres saberlo?” “Bueno, mi amor, no era para que lo tomaras así; solo quería compartirte que tendré tiempo para volver a la guitarra, hacer ejercicio y tal vez aprender a bailar danzón como siempre has querido” Ella vuelve a fulminarlo con la mirada. “¿Cuántas veces te pedí que aprendieras cuando mis rodillas aún me funcionaban?, ¿cuántas tuve que buscar con quién bailar en las fiestas porque nunca aprendiste a llevarme sobre la pista, a pesar de solicitártelo muchas veces, ingrato? Ahora sí me sales con que quieres aprender danzón. Te hice una pregunta y no la has contestado, no estoy jugando con eso: ¿sabes qué quiero hacer ahora que te has jubilado?, lo repito.” Perdido todo el entusiasmo, sin ganas de hablar más y rogando ahora un poco de paz mientras el tiempo rueda en cuatro llantas, responde: “No juegues más con eso, no lo sé. Dímelo y acabemos.” Mirando al frente, con palabras planas, nubladas como la tarde, ella le dice: “Quiero irme un mes cuando menos, sin saber de ti y de mis hijos, los dos mayores ya se las arreglan solos con sus familias y Dania se entiende muy bien contigo. ¿A dónde? No lo sé y no importa mucho. Solo quiero un lugar tranquilo y bello en el que nada me recuerde las obligaciones de madre y esposa que me ataron por décadas; tal vez rescate del olvido mis mejores sonrisas y aprenda a querer mis arrugas. Cuando vuelva quiero que construyamos un búngalo al final del jardín, para ti o para mí, como lo desees. ¿Sabes por qué? Simple, no sé cómo haré para pasar junto a ti tanto tiempo después de no haberte tenido más que por horas en casa. Nada más pensarlo me da frío y tiemblo. Así tendremos un espacio alternativo para garantizar una sanísima distancia, ¿no crees?” Siguen unos minutos de incómoda calma, rota por los rugidos de los motores, algún claxon impertinente o la voz de un niño vendedor de chicles. Al llegar a casa, antes de bajar del auto, asomándose desde una noche negra y mirando a su esposa como a una desconocida, pregunta con las palabras más desvalidas que nunca se había escuchado pronunciar: “¿Acaso sucede que… ya no me amas?” No lo ve con lástima después de escuchar la pregunta, sino con incredulidad en la mirada, tal vez con ligera decepción. “Creo que entiendes muy poco; tal vez nada. No se trata precisamente de amor, es más hondo el asunto, ¿no te das cuenta?, ¿nunca te has dado cuenta? En todo caso, se trata de los vínculos amorosos que tengo conmigo misma. Me ha costado trabajo quererme últimamente; tal vez siempre. Pero no, nunca te diste cuenta.” Después de unos segundos y un suspiro hondo, ella hace el intento de bajar; él la detiene del brazo. “Espera, debemos aclarar esto. Creí que habíamos tenido un buen día visitando a tu madre en el asilo, creí que…” “Ese ha sido tu problema, cariño: siempre ‘crees’; pocas veces ‘sabes’. Y durante mucho tiempo a mí no me sabes como yo te sé. Piénsalo un poco.” No se apea del auto de inmediato, se queda como él, viendo los ventanales oscuros de la planta baja de su casa. Si al menos alguien encendiera ahora las luces, piensa, se iluminaría el jardín y esto no sería tan triste, tan desolador. En un arrebato de mínima ternura toma la mano de su esposo, sin voltear a verlo, sin querer engañarse del todo por una emoción compasiva que le nuble las convicciones de hoy. Ambos se quedan callados, como descubriendo al mismo tiempo, a modo de amable serendipia, que lo más probable es que el amor, ese extrañísimo caballero, habite en los dominios del silencio, sustancia dúctil y transparente que hace las veces de sala de descanso para las almas fatigadas. Por fin lo voltea a ver como a un hermano, sonríe melancólicamente y dice, con falsa alegría: “Sabes, me gusta que vuelvas a la guitarra para que aprendas a tocarla ‘bien’; tú mismo lo has dicho así. Puede ser que te animes más adelante a traerme serenata como nunca lo hiciste, amor”. Enseguida, baja del auto.
Versión segunda
En la radio del auto suena una canción romántica de uno de esos grupos setenteros; más que romántica, podría decirse cursi y casi trágica. Van de vuelta a casa y él se siente inesperadamente ansioso; triste también. Es su primer lunes sin las obligaciones laborales que durante más de treinta años le dieron a su vida sentido de pertenencia y satisfacción profesional. Ella, alegre y satisfecha, poniendo su mano sobre la pierna derecha de su esposo, le pregunta qué piensa hacer después de haberse jubilado. La interrogante le cae por sorpresa y no encuentra la respuesta. Sin reaccionar a la caricia espontánea, apenas acierta a decir: “No sé. Sinceramente no lo sé.” La habían aleccionado respecto a las reacciones adversas que puede mostrar alguien cuando llega el momento de retirarse de su vida laboral. Sin dejarse llevar por la actitud nada optimista de su marido, toma su mano derecha y estampa en ella un beso, como diciéndole aquí estoy contigo, todo está bien y enfrentaremos esta nueva etapa juntos. Decide dejar el tema para un mejor momento y se pone a tararear la nueva melodía de la radio, afortunadamente más ligera que la anterior. Minutos después, al detenerse en un cruce de calles en el que el rojo del semáforo es insoportablemente largo, es él quien rompe el silencio: “Confieso que tengo un poco de miedo. Hace un rato, en el asilo con tu madre, me dio terror pensar que pronto llegue a estar como ella, cansado y sin otro consuelo que mirar las flores del jardín, sin mayores perspectivas en mi vida.” “Cariño, eres muy fuerte aún. Solo te has jubilado del trabajo; no de la vida. Aquí estoy contigo, juntos encontraremos qué hacer con todo este tiempo que no tuvimos antes. Hace meses, cuando renuncié a mi trabajo de los últimos años, también sentí lo mismo. Pero tú me necesitabas, mi madre también, nuestra hija y los perros. Ahora estaremos juntos mucho más tiempo y podremos hacer planes. Nos merecemos calma y un poco de descanso. Podremos viajar, hacer ejercicio juntos, divertirnos como no pudimos durante mucho tiempo, incluso aprender a bailar danzón como siempre quisimos, no importa que me duelan las rodillas. ¿No crees, corazón?” Nuevamente la incapacidad para responder; su pecho se llena de ansiedad al irse acercando a casa. Volver a ella a plena luz del día no era su consigna cotidiana. Tantos trinos de pájaros, tanto color atravesando sus pupilas, tanto efluvio vital condensado en el aire lo pone en estado de alerta, igual a un preso que de pronto dejan libre y no encuentra las sombras protectoras a las que se acogió durante tanto tiempo. A él mismo le resulta curioso que todo aquello que enumera su cónyuge con entusiasmo sobre las posibilidades de su nueva vida juntos, le parezca atentatorio de su tranquilidad. Tiene ganas de volver a la oficina de la que hace tres días retiró sus pertenencias, llamar a su secretaria que aprendió a conocerlo como nadie y darle una indicación, convocar a reunión a sus subordinados y revisar los avances rumbo a las metas programadas, beber el café cargado de todas las mañanas a las nueve y a las once ―el ritual que más extrañará―, tomar el teléfono y llamar a Malena, su amiga y algo más, intercambiar con ella dos o tres frases sugerentes y quedar para comer el miércoles o el jueves y después pasar la tarde juntos en modo clandestino; tiene ganas de sentir nuevamente la ligera opresión de la corbata y testimoniar con orgullo la tenue reverencia que la mayoría hace al saludarlo mientras va por los pasillos. Sale del ensueño cuando aparca el auto y se ve obligado a responder al saludo de la pareja vecina de ancianos que juega a las cartas en el porche de su casa, tan felices como él no lo puede concebir. Su esposa baja del auto con las bolsas de comestibles adquiridos al pasar a un supermercado. Percibe la intención de su esposo de quedarse en el auto y trata de entenderlo; debe darle tiempo. “Estaré adentro, cariño. Prepararé algo para comer; mientras tanto, si te hace bien, podrías dar una vuelta por la cuadra a los perros, hoy no han paseado los pobrecillos.” Responde con una mueca que pretende ser sonrisa, al tiempo que finge buscar algo en el piso del coche. Ella se va llevando tras de sí un jolgorio de sonrisas y coleteo caninos. Una vez que su esposa ha ingresado, coloca la palanca de velocidades en reversa y arranca. Un chico que pasa en bicicleta se detiene abruptamente ante los movimientos intempestivos del auto. En pocos minutos alcanza el libramiento de la ciudad y corre con rumbo sur. Busca en la radio el canal que da las noticias a esa hora, como lo hacía siempre al volver a su oficina las veces que comía en casa. Baja la velocidad al llegar a la salida; seis cuadras más adelante, llegará hasta el gran edificio. Cincuenta metros antes de llegar se orilla, deteniéndose por completo. Su corazón va acelerado y sus manos son un hormigueo sobre el volante. Se extraña al ver caer una lágrima sobre uno de sus brazos; llora sin darse cuenta. Arranca nuevamente y gira en “U” de inmediato. Luego toma otra vez el libramiento en dirección sur y aumenta la velocidad. Sale de la ciudad y continúa. No tiene en mente un destino fijo. Solo pretende escapar y no sabe de qué. El tablero indica 140 y sus ojos una profunda desolación. La tarde semi nublada es hermosa, pero él no lo sabe.