El guardarropa de Rosa no es como el de cualquiera; ella no es como cualquiera. En realidad, posee dos: uno grande y empotrado en la pared, en este guarda la ropa de diario y los mil y un accesorios para vestir que suele coleccionar una mujer, incluyendo las telas para las grandes ocasiones; el otro es exclusivo para los recuerdos, un armario vintage de cuyos ganchos cuelgan sus amores, desamores, pasiones, exabruptos carnales pasajeros, fantasías eróticas y equívocos dignos de recordar. Rosa no es de un solo color, como lo sugeriría su nombre, ni posee siempre la suavidad de los pétalos. Su vocación por la vida le permite ser hoy una recia defensora de los derechos femeninos o de las culturas indígenas, mañana una amante tierna que deriva en fiera lujuriosa, enseguida una madre ejemplar que hace de la cocina una fiesta, después una poeta triste anhelando un baúl antiguo para entrar en él a vivir y morir; pero, siempre, es una amiga con un verso, un beso, una flor, un calor para quienes ama o cree amar.
Pronto cumplirá cincuenta. Resulta natural que experimente nostalgia por el tiempo ido. Sola, como decidió estar desde hace muchos años, revisa su colección en el armario. No la sorprende darse cuenta de la necesidad de un nuevo guardarecuerdos, como en realidad debería llamarse, pues en el actual no cabrá más una sola de sus nuevas aventuras. Pronto viajará al mar con el hombre maduro de sienes plateadas que desde hace unas semanas la seduce por las redes; si la experiencia resulta grata o ingrata, le da igual, ¿dónde meterá este nuevo estertor de su vida sexual y amorosa?
Por lo pronto, con una copa de tinto en la mano repasa las mejores prendas. Como casi siempre lo hace, inicia con la chamarra de cuero que desde hace veinte años guarda el perfume de uno de los hombres que más la desquició, un Atila que sin su fuerza también podría pasar por Adonis. Ella jura a sí misma, y al gato siempre presente en sus delirios, que el aroma de aquel se conserva intacto, igual a la noche en que lo venció con su deseo sexual inacabable y logró postrarlo sobre su cama, ebrio de vino y deseo. Aún es capaz de sentir las grandes manos estrechando su cintura al frotar su pubis con una de las mangas, y de llegar al final mordiendo en el aire los labios gruesos. Aún es capaz de llorar una gota por no haberlo detenido a su lado hasta convertirlo en un indeseable más.
Enseguida convoca a su emoción una camisa a cuadros perteneciente hace unos quince años a un típico texano con botas y ojo claro. Pasó por aquí y ella dijo “este sí brinca en mi petate” cuando lo vio acercarse en aquel bar. Brincó tanto que cambió el itinerario del viaje para quedarse semanas con la morena exótica de largo pelo lacio. Además de brincar saltó con deseo de morirse en la hondura de las cañadas rojas cuyos aromas perturbaron su prudencia. Después vino y fue durante unos años; fue y vino hasta que la última vez ya no encontró abierta la puerta. Un tipo más rudo tenía la llave, el acceso y la sonrisa complaciente de la dama.
La sesión de recuerdos llega a su clímax al tomar un simple chaleco tejido por manos que no fueron las suyas, seguramente de otra mujer que hubiera querido estar siempre al lado del destinatario de su bondad. La tarde se enciende con el recuerdo de aquella melena larga y esa mirada penetrante. Si él lo hubiera permitido habría ido tras él hasta el grado de olvidar lo impetuoso de su instinto, hubiera jugado a la fidelidad y a esa utopía de admirarse cada mañana al despertar y ver el mismo rostro, urdir historias de futuro y tal vez de marineros en el vientre. Pero no pudo, porque el tiempo traiciona las mejores intenciones y lo que se dice sobre una almohada no tiene el mismo cemento que junta a una piedra con otra en un muro; no pudo porque los signos del zodiaco no fueron nobles con ellos, ni su madre ni la nigromancia ni los olores sobre el lecho, que se volvieron rancios con la tristeza.
Enseguida toca el turno a una sencilla guayabera yucateca, elegante como la palabra siempre viva del aquel que la vistió, cuyo cuerpo ahora yace bajo tierra al pie de un guayacán en el cementerio. De ese ejemplar masculino, hermoso solo al abrir la boca y hablar, solía decir: “Este hombre toca mi punto ‘G’ cuando nacen las palabras de su boca; basta escucharlo y de inmediato navego por mar profundo y salinidad pecaminosa. No debe tocarme siquiera para tenerme; cuando lo hace, es solo para recoger los fragmentos de la súper nova que fui al escucharlo. Me une, me reúne, me da vida otra vez después de ser en sus manos universo en expansión”. Aprieta contra su oído la prenda para lograr oírlo otra vez. Lleva las ondas sonoras hasta el botón sensible en su bajo vientre, erecto por gracia de su acústica imaginación.
En el repertorio de recuerdos telares hay de todo: las trusas de algunos amantes, por ejemplo, porque no pudo agenciarse algo más de ellos, o las bragas de alguna dama, su liguero o algún sostén de copas grandes. No sobra decir que su vocación sexo amorosa fue y sigue siendo altamente democrática, nunca ha mostrado remilgo alguno a los labios bellos y a las manos sabias, sin importar si tienen la delicadeza de la Luna o el furor guerrero de Marte. Alguna vez creyó enamorarse de la estampa de una dama con roja cabellera, tan furiosa como ella en el amor carnal, sin embargo, descubrió que se trataba de admiración profunda a su belleza; se dijeron adiós al reconocer que a ambas hacía falta la peculiaridad erguida de un hombre y la osadía suficiente para vivir sin tenerla.
En los cajones del armario saturado descansan docenas de objetos a los que ha marcado para no olvidar su procedencia: dos o tres pares de calcetines; la playera de un joven basquetbolista enamorado de ella hace algunos años como un hijo de su madre protectora; el cinturón de un treintañero que olvidó ponérselo cuando huyó por la ventana al llegar a casa el amante oficial de esa época; el puro a medio consumir de un maduro turista español que le decía “mi Malinche hermosa” cuando hacían el amor; el gorro tejido de una cubana escultural, a quien dio asilo por unas semanas; un llavero con el emblema del Boca Juniors que le dejó como regalo el único argentino hasta hoy tolerado entre sus piernas; media cajetilla de cigarros de un poeta depresivo, muerto por suicidio a los 27 para cumplir su deseo de pertenecer al famoso club; el libro “Lo que verdaderamente dijo Marx”, de un tipo que cantaba La Internacional mientras se lo hacía; la taza con la imagen de la torre Eiffel, regalo de aquel francesito que la lloró como nadie cuando ella lo dejó para irse con alguien de la Caravana Zapatista en el 2001; y, entre otros objetos que no cabe aquí enumerar, lo más curioso de toda su compilación: el último rosario de un prospecto a sacerdote y simpatizante de la Teología de la Liberación, a quien ella convenció en una docena de noches ardorosas de buscar la revolución desde otros frentes más libertarios.
El gato se arremolina en sus piernas reclamando su dosis de caricias, eso la saca del trance. Cierra el armario y se percata de que la copa de vino está vacía; no sabe si volver a llenarla. La mira a contraluz, como sorprendida de su forma. En sus asientos dos o tres gotas de tinto son un resto que la conmueve hasta la nostalgia. Alguna vez fueron la sustancia y el sueño de una uva, ahora les queda disolverse en el agua del fregadero o esperar a que Rosa las escancie dentro de su boca y cumplir así con su destino. Soy una de ellas, piensa, en espera de la siguiente sed, la tierra diferente donde me consuma, el subsecuente delirio que me haga sentir viva; soy el resto de mi vida, las últimas gotas. Nunca imaginó que la perspectiva de cumplir cincuenta la postrara en la melancolía, ni que esa tarde la llevaría hasta el espejo para revisar sus nuevas canas y dos arrugas no percibidas antes. El gato maúlla, para su fortuna. Tiene hambre; eso la hace tomar conciencia de que ella también, y mucha aún, la suficiente para comerse a dentelladas la próxima década, y la posterior.
Debe espabilarse, en hora y media pasará por ella el de las sienes plateadas. Su encuentro virtual con él ha resultado agradable hasta hoy; espera que suceda lo mismo al conocerlo en persona. Canta en la ducha, tararea mientras se viste y maquilla ligeramente. Al gato le fascina este ritual y la fragancia cítrica de su perfume.
Al abrir la puerta lo que ve resulta sumamente agradable, asimismo el ramo de rosas y la fragancia amaderada que desprende ese hombre mayor que besa su mano a usanza antigua. Esta parte del ritual tiene sin cuidado al felino, que huye indiferente y orgulloso hacia su sillón favorito. Se quedará solo esta noche, lo sabe bien, mientras ella se va por los tejados en busca de nuevas memorias para el armario.