“Los bailarines son los atletas de Dios”
Albert Einstein
Alguna vez conté los escalones que Raúl Aguilar Aguirre tenía que subir, primero desde la calle hasta la entrada de su casa, y de ahí hasta su habitación. No recuerdo ahora la cifra exacta, pero no son menos de treinta, estoy seguro. Subirlos o bajarlos sin el apoyo de barandal alguno entraña gran riesgo para un hombre de 77 años con notables molestias en sus piernas. “Llevo dos años con los pies entumidos. Fui al Seguro Social, me recetaron medicamentos, pero nunca me los dieron porque no había en existencia. Después ya nunca pude regresar por ellos”, me confesó hace unos días, mientras lo llevaba a la Unidad Familiar del IMSS ubicada en el boulevard Juárez a que le realizaran la prueba para detectar si el coronavirus ya no estaba en su cuerpo, después de un periodo de relativa cuarentena en la que no presentó síntoma alguno, por increíble que parezca, sin haber dejado de fumar y, eventualmente, de beber alcohol durante ese tiempo. “Será porque a los borrachines nos hace los mandados el covid, pues siempre estamos desinfectados por dentro y por fuera”, comentó jocoso en algún momento un sobrino suyo que cada fin de mes lo visita, con el noble propósito de ayudarle a desaparecer con la inmediatez posible la exigua pensión que su tío recibe mensualmente.
Esta segunda vez el resultado fue negativo, para alivio suyo y también mío, de Tere, mi esposa, y de Jorge Cázares, quienes tuvimos contacto con él antes y después de su diagnóstico como portador del virus. Aproveché la consulta con una joven doctora de la que solo pude ver sus hermosos ojos, para solicitarle gestionar las medicinas que no le suministraron dos años atrás. Accedió amable, después de regañar profesionalmente a Raúl por la cantidad de cigarros que fuma al día. Milagrosamente, en la farmacia hubo los medicamentos recetados hacía tanto tiempo.
Invité a comer a Raúl y, durante el regreso a su casa en la colonia Lagunilla, logré extraer mucho más que monosílabos de su parte. Pude convencerlo de lo conveniente de ingresar al asilo a la brevedad posible ―las gestiones de ingreso habían iniciado desde antes de su contagio por parte de Tere y Jorge Cázares―, de lo difícil que sería seguir solo en las condiciones en que vivía, malcomiendo y enfrentando a diario el riesgo de un accidente severo. Aceptó. Sin embargo, a los cinco minutos cambió de parecer. Me empleé a fondo para hacerlo entrar en razón. Cinco minutos más tarde, prácticamente frente a su casa, concedió. Lo dejé en su hogar en compañía del sobrino, quien estaba ahí de visita (me cuesta mucho decir “hogar” al lugar en que vivía, por lo deprimente del mismo), esta vez milagrosamente sobrio; fui a comprar algo de fruta, algún alimento más para el resto del día y a contratar comida para el siguiente con la señora que durante los varios meses estuvo proporcionándosela, gracias al apoyo económico de Yolanda Gutiérrez, querida amiga residente en Alemania. Después lo dejé en manos del sobrino y de la suerte, rogándole no beber y estar listo con su ropa a las cuatro de la tarde siguiente para llevarlo al asilo “Las palomas”.
Diez minutos antes de la hora llegamos Tere y yo con el alma en vilo por no saber en qué estado lo hallaríamos. Nos volvió el aliento verlo sentado en su lugar de siempre, el escalón más bajo del umbral de su casa, donde a diario pasaba horas y horas en absoluta soledad mirando pasar los carros, o tal vez el menos desagradable paisaje de la barranca que divide la elegante colonia Club de Golf de la populosa Lagunilla, esa división natural que da cuenta de dos mundos tan diferentes: de este lado se asientan los esfuerzos y los sueños limitados de los más humildes; del otro, los lugares de descanso de los señores de la opulencia, o, al menos, de quienes tuvieron la suerte de saltar la valla que separa a las carencias de la cómoda satisfacción económica.
Nuevamente estaba ahí el sobrino, sobrio y parlanchín como nunca antes. Raúl subió por su poca ropa, documentos y artículos de uso personal. Parecía tener prisa y lo noté expectante. No imaginé ser testigo de una de las escenas más tiernas y conmovedoras que presencié últimamente. Al momento de despedirse, su sobrino, de apariencia engañosamente tosca, palmeó una y otra vez las mejillas de Raúl y después acarició su pelo, musitando algunas palabras inteligibles a causa del llanto. Su tío, por su parte, correspondió del mismo modo, dándole su bendición al cincuentón convertido en niño triste, pidiéndole cuidarse y cuidar la casa. En cuanto pudo, su pariente preguntó si podría visitar al tío cuando quisiera, insistiendo en que su madre antes de morir le encargó cuidar a su hermano. Concedimos, aunque debería respetar las reglas. Ayudé a bajar a Raúl escondiendo mi propia emoción en el silencio. Me partió el pecho arrancar el auto y dejar a ese niño barbón y desvalido sentado en el mismo lugar del tío, heredero de esos muros tristes, de ese horizonte de azoteas grises, cables eléctricos hendiendo el paisaje y exuberancia de verdes al fondo; de esa nostalgia acumulada a lo largo de los años por el gran bailarín, fotógrafo y maestro de danza que fue Raúl Aguilar Aguirre, quien nos pregunta insistente por el camino si podrá fumar en el asilo y si seguiremos apoyándolo a realizar trámites para recibir el apoyo gubernamental y demás. Lo arropamos con respuestas certeras que confío sean después acciones eficaces de parte nuestra. En la avenida Morelos su mirada pareció alegrarse, como reconociendo parajes amados, andadores de concreto bien conocidos por sus pies danzantes que amaron el rito de ir y venir por ahí en busca de la duela donde se transformaba en pájaro, de ese beso o de aquel otro, de una imagen digna del percutor de su cámara y de su mirada, de sus estudiantes esperándolo en ropa de trabajo.
Al pasar por el edificio que albergara por años al Instituto Regional de Bellas Artes, hoy convertido en mercado escandaloso de mil baratijas, se encendió al hablarnos de sus primeros pasos por la danza en ese emblemático espacio. Brotaron de sus labios los nombres de Alexander Von Schwartz, su maestro; Ana Sokolow, con la que participó en una producción del Ballet Independiente, del cual fue uno de sus primeros bailarines al lado de Raúl Flores Canelo; Waldeen Von Falkenstein, con quien, sin saberlo, bailó una vez durante una improvisación dancística. Después, en diálogo emocionado con Tere, que fuera alumna suya en el antiguo Centro Cultural Universitario, fueron apareciendo otros nombres, irremediablemente el de Amalia Hernández, con cuyo ballet folklórico viajó por América y Europa, el de Guillermina Bravo, entre otros.
Me conmovía escucharlo, era un niño contándonos de sus mentores más queridos, un brillo resucitado de la fuente clara de su memoria. Los datos salían de su boca con fluidez, como si pertenecieran a acontecimientos acaecidos hacía unas semanas. Sus manos, enfáticas y alegres, olvidaban que quien las poseía era un hombre de talante taciturno, recluido por lustros en calabozos de silencio en los que los recuerdos cotidianamente debían retarse a duelo unos a otros para intentar sobrevivir.
Poco antes de llegar, a la altura de la iglesia de Guadalupita, nos recordó que sólo le quedaban dos cigarros. En cuanto te instales, le dije, saldré a comprarte una o dos cajetillas. Volvió a preguntar si le permitirían fumar. No debes preocuparte, hay zonas especiales para fumadores, le aclaramos para tranquilizarlo.
Al ingresar, el protocolo de ingreso fue tardado. Lo llevaron a bañarse y ponerse ropa limpia, requisitos de entrada. Mientras tanto, pasamos a la oficina que estaba al lado de la sala, donde varios hombres y mujeres ancianos veían las telenovelas de la tarde; debíamos ofrecer cantidad de datos para llenar los formatos de ingreso. Raúl llegó un rato después ataviado con su mejor muda. Le hacía falta el cinto del pantalón; me prometí llevarle uno pronto. Se integró y atendió a preguntas que sólo él sabría responder.
En eso estábamos, cuando una dama simpática y dicharachera se acercó a mí para preguntarme qué parentesco tenía conmigo el recién ingresado. Es mi amigo, tal vez su hija venga después, le respondí. Soltó un monólogo en el que me contaba de las bondades del lugar, de lo buenos que eran con ellos quienes los atendían y de la bondad de la comida. “Esto es un regalo de Dios”, insistió más de una vez. “Tú vete tranquilo, estará en las manos de puros ángeles del Señor”, agregó con entusiasmo conmovedor. Agradecí sus palabras. Un minuto después pidió permiso a quien nos atendía, el responsable del lugar, para decir algo a Raúl; se lo concedieron. “¿Sabes una cosa?, has llegado a un lugar que es un regalo de Dios”, y repitió, emocionada y dulce, el mismo discurso que antes me propinó a mí, acariciando la espalda de nuestro amigo y provocándole un rubor perceptible a pesar de su tez morena. Al final de su perorata, le dijo: “Soy Alma, búscame después de que se vayan estos señores y yo te enseñaré todo del lugar. Verás que no te librarás de mí”. Raúl se cohibió hasta soltar una risilla nerviosa. Yo estaba feliz porque prácticamente consiguió novia al llegar; envidié su sexapil. El encargado pidió a la dulce damita que los dejara tranquilos para terminar de dar las explicaciones necesarias. Comprensiva, se retiró perdiéndose por una puerta. No pasaron ni dos minutos cuando estaba de vuelta: “¿Puedo decirle algo a…?” “No, ya fue suficiente, después tendrás tiempo de platicar con él”, respondió el encargado; amable, pero firme. Yo me divertía, hasta que llegó conmigo a ofrecerme otra vez la misma cantaleta. En ese momento ya no lo envidié. Si en verdad lo persigue lo sacará de quicio, pensé.
“Necesito fumar, ya no aguanto”, me dijo Raúl por lo bajo. Espera un poco, te llevarán a donde puedas hacerlo, le respondí. Acto seguido nos mostraron su habitación compartida con dos compañeros más y el resto de las instalaciones del edificio principal. Llegó el momento de la despedida. Se me anudó la garganta.
Intercambiamos con él algunas palabras más de aliento. Se le veía conmovido, pero conforme. “No se preocupen por mí. Les agradezco todo lo que han hecho. Yo acataré las reglas”. Nos pidió gestionar con Claudia Cruz, responsable de la edición del libro Luz y movimiento, la danza a través de la mirada de Raúl Aguilar, la entrega de buena cantidad de ejemplares a su hija, a quien no ve desde que era una pequeña, pero ofreció vender sus libros y tal vez visitarlo pronto. Sería hermoso más adelante ser testigo de este reencuentro de sangre, en el que décadas de ausencia se diluyan en el calor de un abrazo. Me ofreció dedicarme y regalarme un ejemplar como agradecimiento. La emoción me impidió responder; guardé silencio, tomé su mano y palmee su espalda. “Cuídate mucho, Raúl, aquí estaremos contigo”, pude al fin decir. Cuánto me arrepiento de no haberlo abrazado, tal vez por escrúpulos míos debidos a su reciente contagio, tal vez por una observancia absurda del protocolo sanitario. Debo regresar a la brevedad posible a enmendar mi deuda. Tere hizo lo propio, conmovida ante su maestro, olvidado ahora por muchos. Salimos de ahí, mientras seguramente él pedía ser trasladado a donde pudiera bajar su ansiedad con un Baronet.
Eran más de las seis. Tere y yo sentíamos un hueco en el estómago y otro en el pecho. El primero por no haber comido; el segundo por Raúl, por su soledad que aquí ya no sería tan grande. Nos fuimos por ahí a saciar el hambre y compartir la nostalgia. Un danzarín de piel cobriza hacía Pas de Bourrée en nuestros pensamientos.