Hombre astuto
El señor Julio Plata trabajó hasta muy tarde en su oficina el 31 de octubre. Muy poco dado a sorprenderse con cualquier manifestación de vida o muerte, observó con interés la llegada de muchos difuntos hasta sus escritorios de trabajo, Empleados suyos cuando vivos, los exprimió hasta matarlos de angustia, primero; después, fueron muriendo por razones oficiales y médicamente justificables.
Le llamó la atención el que, en lugar de ir a buscar sus ofrendas, prefirieran visitar sus antiguos lugares donde laboraron, síntoma post mortem del proceso de alienación al que fueron sometidos en vida. Era un hombre de grandes ideas. Se le ocurrió contratarlos para seguir laborando, con las enormes ventajas que significaba: no pagar salarios, prestaciones, seguridad social, aguinaldo y demás; es más, ni siquiera tiempo necesitarían para comer.
Los llamó sin asomo de temor. Las sombras lo escucharon atentos mientras tecleaban aquí y allá, o archivaban documentos. Se dibujaron en ellos rictus de lastimoso agradecimiento; solo faltaron lágrimas para verlos llorar.
Siguieron llegando las siguientes noches, puntuales e incansables.
Su patrón cambió pronto su apellido, aprovechando que las nuevas leyes lo permitían. A partir de entonces se llamó Julio Platino.
Aséptica justicia
Unos dicen que fueron como treinta balazos; otros, cincuenta. En el cuerpo del Güerrucho se encajaron once, cuatro de ellos en órganos capitales. Llegó primero la ambulancia. La policía se retrasó, como siempre. Los paramédicos hallaron signos vitales. Arribó vivo al hospital; todos temblaron. Era indeseable atender a quien distribuía droga en la región y debía muchas muertes. A la sala de urgencias llegó la esposa del herido. Gritó desesperada y pidió entrar para hablar con quienes lo atendían. Una enfermera salió a intentar tranquilizarla: “Cálmese, señora. Hacemos lo posible, pero la situación es muy grave; debe saberlo.” La mujer, que llevaba un ojo tumefacto, exigió imperativa y ansiosa: “Si mi marido muere, no hagan nada para resucitarlo. ¿Me oye?” Un placer no experimentado antes en su oficio, dibujó una levísima sonrisa en la enfermera al cubrir con la sábana el rostro desfigurado del Güerrucho.
Memento pulvis es
Tengo ganas de decirle quedito en sus oídos de ceniza, que la quiero, suegrita. Le agradezco haber vivido siempre fuera del estereotipo; debió quererme más que su hija para haber sido tan buena conmigo. Haga algo más por mí: cuando ella encienda una veladora cada primer día de mes y ore por usted frente al cofre que la guarda, compártale los secretos develados en esas latitudes metafísicas. Para ello utilice un soplo de viento, la mirada del perro, la felpa del gato o el baile de la flama. Sé que recibirá sus mensajes, porque vienen de un aliento superior, divinizado. Pido esto porque en este mundo es difícil ser profeta mientras se está vivo, y cuesta trabajo entender el milagro de una rosa, la maravilla de lo simple, el tesoro del tiempo y lo inútil de nuestras obsesiones diarias.
Ya no la molesto, la dejo en su edredón de polvo y paz. Otro día platíqueme, tal vez lo haya descubierto, si el buen Dios se considera ya un poeta consumado o un diletante apenas.
Secuencia de bala, filo y pared
A Ruperto lo mataron de nueve balazos. A su asesino solo pudo atinarle tres el policía. Al amigo vengador del asesino le bastó uno solo bien puesto en la frente del policía. Genaro, el borrachín, mandó al otro mundo al justiciero con un navajazo certero en la yugular, por asunto de faldas en cantina de quinta; su esposa lo había abandonado para irse con el vengador, por eso el hombre rebota entre una pared y otra de su celda con ganas de hallar a la cabrona muerte.
Astral
Los perseguías desde hace mucho, René, considerando la medición del tiempo que tenemos los vivos. El mensaje recibido fue preciso: Clara, tu querida esposa, andaba en amores con Alfredo, otrora tu mejor amigo.
Atravesaste capas atmosféricas, cadenas montañosas, densos bosques y paredes. Como detective omnipresente, atestiguaste la charla en el café, el paseo por el lago, la reunión con amigos en la que saliste a relucir: “René era buen hombre, lástima que te abandonara tan pronto.” Fuiste testigo, finalmente, de cuando se besaron en el auto, camuflándote en algún lugar del árbol bajo cuya sombra ocurrió el encuentro. Esa misma tarde de hoguera encendida volaste tras ellos hasta el motel; la emoción te partió en un ramillete de luces. Tus labios invisibles musitaron su nombre cuando ella, justo en el clímax y con las uñas enterradas en la espalda de su amante, también repetía el tuyo para después echarse a llorar. Alfredo, bondadoso, la apretó fuerte para consolarla.
Feliz por ella al saber que te era “infiel” con el mejor prospecto, libre ya de las ataduras del pobre amor terrenal, te fugaste a la eternidad en los últimos rayos de luz del día.
Entre Kafka y un aficionado
Cuando era jovencito, Franz soñó que en su vida pasada había sido un escarabajo; de ahí la suerte de Gregorio Samsa. Antes de morir, soñó que en su siguiente reencarnación sería un cuentista tropical menos atormentado y con poco talento.
Les contaré, con la petición de guardarme el secreto: cuando escribo, sobre todo si nubla y el sirimiri musicaliza la tarde, siento unas ganas inmensas de conocer Praga; incluso llego al llanto y me siento poéticamente triste.
¿Será posible?
Cuestión de pestañas volverla a ver
Juanelo se enteró de su propia muerte varios meses después, aunque, claro, para él fue como unos cuantos pestañeos, como dormirse unos segundos en el sopor de la tarde y reaccionar sorprendido.
Fue el olor del cempasúchil en la ofrenda lo que lo despertó a la muerte. Quiso llorar al ver su retrato, pero esa era facultad de los vivos; quiso decir algo a su esposa, sin embargo, ahora las palabras eran aire tenue y sin resonancias. Quiso muerto morir de nuevo, mas el olor de la calabaza en tacha y el aroma del mezcal en jarrito de barro lo reconfortaron con su destino.
Ignoraba que, en lo que serían para él unos 80 o 100 pestañeos más, su esposa ya estaría ahí para disfrutar juntos los paisajes insondables.
El último intento
―Me voy, para que mi ausencia signifique algo para ella.
La bala no reventó su cabeza. Artesana, perforó delicadamente hueso y tejido cerebral.
Ella no asistió al sepelio. Lo más triste: se percató de su ausencia hasta que él se convirtió en olvido.
Hiperplasia
Adán escuchó una vez que el amor es una fruta para dos. Detuvo entonces su camino de milenios naciendo y muriendo en cada hombre; y dijo: “No entiendo, Señor, fue eso lo que hicimos Eva y yo, compartir la frutilla aquella, así como tu hijo aquel de pelo largo compartió el pan y el vino con sus doce admiradores. Es injusto que nos robaras el paraíso por darle destino a una dulce creación tuya. Hasta la fecha seguimos indigestados a causa de tu condena y ni un Sal de Uvas nos has regalado para el alivio.”
El Señor despertó después de siglos de sueño profundo. Fiel a su bíblico estilo, lanzó una nueva condena al pobre Adancito: “Mira nada más, apenas pintas canas y comienzas a desobedecer. Desde ahora tu orgullo crecerá junto a tu vejiga urinaria. Y déjame dormir, que el mundo se ha puesto muy feo y no es un espectáculo que yo merezca. Ya soñaré luego una solución para él, si es que aún da vueltas para cuando vuelva a despertar.”
Adán desarrolló cáncer de próstata un siglo después, y muchos de sus representantes también, al paso del tiempo.
Amnesia
Lo ves y la avalancha de emociones te sacude. Has tenido una eternidad para pensar palabra a palabra lo que has de decirle: toda la tristeza, el abandono, la violencia y las dudas a las que te sometió tantos años; y tu rabia, los reclamos postergados, la impotencia de tu silencio.
Viene hacia ti y estás a punto de arrojar sobre él esa lluvia negra que llevas dentro, aún ahí donde habitas. En el preciso momento en que inicias tu discurso, o lo imaginas, él atraviesa tu cuerpo andando con el donaire de siempre; ágil, se fuga por una puerta, como siempre lo hizo.
Otra vez olvidaste que ya estás muerta.