La noche es larga y silenciosa. El hombre trabaja frente al monitor, solo, aparentemente solo. Detecta una presencia en la estancia, detrás suyo. Sin voltear, rompe la noche con su voz.
―Sé que estás ahí, querida. Lo he sabido desde que decidiste visitarme en las últimas fechas. He callado como tú, jugado al silencio como tú; simulo no sentir el aire frío en mi espalda cuando llegas ni el miedo que al principio paralizaba mis manos. Me he acostumbrado a tu silencio. Puedes seguir así si no me consideras digno para entablar un diálogo conmigo, un simple humano jugando a las palabras.
―…
―Lo ves, me doy cuenta: no merezco que pierdas tu valioso tiempo con mi persona. Me pregunto cómo será aquél o aquella a quién otorgas el privilegio de hablar contigo, porque te considero incapaz de no romper alguna vez tu hermetismo. ¿De qué serviría tu grandeza si vivieras eternamente en la afonía?, ¿acaso no te place que de vez en cuando una voz hermosa, no la mía, se dirija a ti y te pregunte si eres bella o si crees que te hacen justicia aquellos que te pintan en lienzos, en libros, carteles o paredes? Me resisto a creer en tu mudez milenaria, casi experimento compasión por ti… ¡Oh!, otra vez tu aliento frío recorriendo mi columna… Tal vez te has molestado. ¡Vaya!, al menos de ese modo nos comunicamos. Dime, ¿tú sientes, acaso, una vaharada de aire tibio al estar cerca de mi cuerpo?; ¿será que por eso insistes en venir y estar aquí a menudo? ¡Guau!, es una imagen maravillosa: la dama más temida, la de los encuentros menos anhelados, tirita de frío en plena noche de otoño y atraviesa las puertas en busca de calor humano. Me siento honrado de que últimamente elijas mi humilde morada para desaburrirte y calentarte un poco, aunque no sé qué de bueno encuentres en mi compañía. Tal vez hoy que me he atrevido a hablarte decidas no volver más y busques a un bardo de verdad que aprecie el silencio total como una de las bendiciones mayores de la vida, y tal vez de la muerte.
―Me has nombrado, al fin.
El hombre siente una fuerza ajena a él que hace girar su cuerpo. Sus ojos agrandados quedan fijos y sin parpadear, buscando al menos una sombra, la línea tenue de una silueta, la sugerencia de un cuerpo detrás de las cortinas en penumbra. Nada. Sólo el eco de lo que creyó escuchar rebotando en las paredes.
―¿En verdad has hablado?, ¿o es la medianoche y sus misterios jugándome una mala pasada?... Por favor, ¡no calles ahora! ¿Crees peligrar ante este pobre mortal que más de una docena de veces te ha llevado de la mano en las historias que escribe, y ha llorado contigo y por ti, y se ha enamorado de tus huesos e incluso te ha hecho el amor a través de los fantasmas que inventa?
―Eres conmovedor. Perdonarás la ausencia de lágrimas en mis ojos ausentes. Tal vez te satisfaga saber que suelo guardarme los motivos, y llorarlos luego en las gotas que caen de los tejados durante la lluvia.
―¿Dónde estás? ¿Por qué me haces esto, hablarme sin mostrarte?
―¿Sabes?, pides demasiado. Realicé esta concesión contigo porque me resultaste algo especial.
―Tal vez tu voz sea una simple proyección mía. Esto no es posible.
―¡Qué lástima! Pensé que podrías ser tú con quien… En fin, me equivoqué. Difícilmente se producirá una nueva apertura que nos conecte en el breve lapso de tu vida terrenal. Me retiro, vuelvo a mi silen…
― ¡No!, ¡no! ¡Espera!, ¡espera, por favor! Permíteme asimilarlo un poco.
―Sólo porque en verdad siento simpatía por ti; bueno, es una manera de decirlo.
―Entonces, ¿no te veré?
―No es necesario. Quédate con las representaciones tan simpáticas que tienen de mí: huesos bailadores, ojeras espantosas, dentaduras caballares. O con las otras que me denigran más: túnica blanca, guadaña, frío polar a mi alrededor. Qué ingeniosos son, y a la vez, qué ingenuos.
―Yo… Te pareceré ridículo, pero… siempre te he pensado como una mujer altiva, pálida, lejana y bella. No sé, así lo aprendí, o así me place.
―Me place también que me pienses mujer. Ja ja ja… Ya lo vez, incluso río. Me resulto simpática entre ustedes, entre la gente de tu territorio. Colores, flores, canciones jocosas en las que se burlan de mí o me llaman. Es curiosa la manera en que me asocian con las balas, las cruces, la pena amorosa, las flores blancas y amarillas.
―¿Cómo eres entonces? ¿Puedes darme al menos algunas pistas para imaginarte?
―Tienes mi voz. Debería ser suficiente. Lo demás respecto a mi imagen es pura lucubración.
―Sin embargo, ¿tienes una forma?
―La que tú quieras darme es la más precisa. No te desgastes buscando otra. Créeme, me agrada ser pálida, distante y bella en tu mente. Ojalá realmente lo fuera.
―No puedo imaginarte fea ni grotesca. A fin de cuenta eres un camino a la paz.
―En realidad, fealdad y belleza no es un paradigma entre el cual oscile. Estoy más allá de esas pobres reducciones suyas. No pretendo ahondar en eso. No quiero. De acuerdo a la medición que hacen ustedes del tiempo, llevo milenios y milenios escuchando tantas conjeturas sobre mí, vulgares y doctas, en los barrios bajos y en los grandes templos. Cuánto me divierte ese afán suyo de asemejarme a ustedes. Pero a ti, especialmente a ti, agradezco la imagen que evocas de mí.
―¿Será que puedes mutar de forma a tu antojo, de acuerdo al momento y el terreno que pises?
―Me llama la atención tu preocupación por la forma. A propósito, ¿sabes qué me llama poderosamente la atención de ustedes?
―No se me ocurre qué cosa de los “humanitos” puede sorprender a la muerte.
―No es su necedad de convertirse en dioses ni su infinita proclividad a joderse unos a los otros, ni siquiera su endémica incapacidad para aprovechar el tiempo tan corto de su ciclo vital. Es algo más simple, más de forma y… carnal. Si no fuera lo que soy te diría que ahora yo me siento ridícula ―o ridículo, como cada quien lo desee― al confesarte esto.
―Me siento honrado de recibir una confidencia tuya. ¡Adelante!
―Son sus labios.
―¿Los… labios?
―Sus labios, que son el beso. Yo, que puedo acceder a las profundidades humanas y a casi todos los misterios, no puedo captar cuánto subyace en esa necesidad de tocarse tanto con los labios. ¿Podrías hablarme tú lo que se confina en un beso?, ¿por qué cierran los ojos al darlo, como si viajaran?, ¿por qué todas sus historias comienzan o terminan con besos?, ¿por qué hay quienes se atreven a romper el hilo de su propia vida o la de otros sólo por la ausencia de un beso? Te confieso que no poseo ningún adiestramiento en el tema.
―Se me ocurre que me estás tendiendo una trampa. Aún así, me arriesgaría, pero no hay labios tuyos donde enseñarte lo poco que sé de los besos.
―¡Qué romántico me resultas! Sólo háblame de ellos, como puedas.
―No me siento capaz de explicar sus sensaciones, lo mucho que es posible decir y ofrecer a través de los labios. Tal vez te baste entender que esta práctica humana, y de otras especies, es un sucedáneo de nuestra necesidad de tocar al otro, de estar en el otro, un refugio tibio y húmedo paliativo de nuestra soledad, balsa que toma como remos a dientes, labios y lengua. Se está muy bien mientras se besa, la tristeza de vuelve soportable, el amor se torna algo concreto, las distancias se aniquilan mientras dura; incluso los recuerdos amorosos se centran en los labios del ser amado, en su tersura y en su olor tan particulares. Hasta donde sé con mis propios labios, no hay sabia más codiciada que la saliva de quien se desea. Tal vez suene lastimero, pero al besar encontramos ciertas certezas, que dejan de serlo si el ritual no se repite una y otra, y otra vez.
El hombre ha entrado en una especie de trance. Continúa una pausa que no es rota por ninguna de las partes, como si no fuese deseable hacerlo. Es uno de esos silencios que atesoran momentos extáticos de la existencia, ideales para morir en ellos y renacer, y otra vez morir.
―Difícilmente ocurre que me den ganas de tener vida. Esta vez me gustaría tener la forma de tu delirio, ocupar un sitio preciso en tu estancia, ser la pálida y bella de tu imaginación, tener unos labios, no estar en todas partes acompañando a miles que deben dar el salto; estar exclusivamente aquí, a tu lado, recoger tus palabras para secar con ellas una furtiva lágrima que no tengo. Es extraordinario que ocurra.
―…
―¿Ahora eres tú quien calla?
―No resulta fácil para mí este diálogo contigo. No encuentro forma de definir esta emoción. Quiero insistir sobre algo que me inquieta: ¿tu identidad es femenina?
―Si así lo deseas, así sea.
―No puedes andar por el mundo convirtiéndote en lo que cada mortal desee. Algo debe identificarte con precisión.
―Yo no ando por el mundo; yo estoy en el mundo. Soy el final y el principio de los ciclos. Soy el todo y soy la nada. Tal vez esto último me defina mejor. Es fácil de comprender con un poco de indulgencia.
―Me cuesta romper mis paradigmas. Me cuesta no imaginarte una dama.
―Me conmueves. Aunque no sé si sea el verbo adecuado. Digamos mejor que es expectación, sensación de un hueco dentro del hueco mayor que soy, movimiento de ondas ligerísimas generadas por una piedrecilla arrojada sobra la nada, tenue canción de nostalgia cósmica erizando mi piel transparente.
―Nunca pensé que la muerte fuera poeta.
―Eso que llamas poesía no es otra cosa que encomiables intentos suyos por acerarse a lo insondable.
―…
―Callas de nuevo.
―Lo que dices tal vez sea demasiado para mi intelecto, y… ¿Sabes? Me gustaría tanto abrazarte, mas no tienes un cuerpo para poder hacerlo.
― Pobres de ustedes, tienen que lidiar todo el tiempo con el destino de sus emociones. Hace mucho tiempo, tanto que no lo entenderías, pasé más de un siglo experimentando con ellas, se me concedió esa licencia. Digamos que fue en la etapa de mi pubertad, aunque parezca gracioso. Amé presentarme con cuerpo humano y experimentar algunas sensaciones. Sin embargo… nunca descubrí lo que encierra un beso, vuelvo a mi tema.
―Si lo permitieras, podrías saberlo.
―Sería un gran atrevimiento a estas alturas. ¡Ja!, tendría que recurrir a los viejos trucos.
―¿Qué pierdes? ¿Hay alguien que te juzgue severamente por eso?
―No. Sin embargo, sería una experiencia real sólo para ti. A mí me está vedada tal posibilidad. Mis labios serían solamente una representación, una proyección de tu deseo, si me atrevo a conceder contigo.
―¿Quién te impide la experiencia? Acaso… ¿Él?
―Te extraviarás si abordamos el asunto. Sería como entrar en las ligas mayores, si me permites el coloquialismo. Sugiero no meterlo ahora en esto. Mi relación con Él es extraña. Comenzaría por cuestionar la masculinidad que ustedes le confieren y sería un debate complicado.
―Está bien, dejémoslo en paz. Entonces, ¿te atreverás? ¿volverás a tu… pubertad?
―Desde hace siglos nadie había logrado convencerme. Lo haces muy bien. ¿Estás listo?
―Lo estoy.
―Piénsame con intensidad, tal y como me has imaginado.
Sería la mayor experiencia límite de su existencia. Cerró los ojos para poder verla desde adentro. Al abrirlos, la nada se había transformado en una dama pálida de profundos ojos, pelo largo ondulado y labios suplicantes. Su corazón aceleró los latidos al verla acercarse con pasos imperceptibles, como flotando.
―Tu deseo se te ha concedido, por unos segundos solamente.
Tomó sus manos inesperadamente tibias. Las besó. Buscó después su rostro y acercó su boca a los labios áridos. Estampó en ellos el beso. Tres segundos duró el contacto, se extravió en ellos como en una eternidad. Recorrió llanuras, playas y colinas, viajó en el viento y en el tiempo, retornó al vientre materno y al silencio que precedió a su existencia. Todas las respuestas tuvieron lugar dentro de ese paréntesis, los grandes misterios se le develaron como simples juegos de niños. Fue capaz de detener el tiempo para entrar a indagar en los senderos vedados a los mortales. Si hubiesen sido cinco o diez segundos más, hubiera viajado por las galaxias y parido universos alternos.
Después de ese breve tiempo expandido, ella desapareció. Lo dejó con una mueca de sonrisa que no se borraría hasta el día en que volviera por él, muchos años después. No hubo más palabras, eran innecesarias. Hubo después otras bocas, y en ellas estuvo seguro de encontrarla jugando a la vida, retozando la nueva adolescencia que inició con su encuentro.