Cuando el primer gato llegó a casa, los dos padecían somnolencia en medio de una relación de dos décadas, que había sido, a veces, el séptimo círculo luminoso del paraíso; otras tantas, el penúltimo del infierno. El engendro gatuno fue traído por una dama pía, amante y salvadora de especímenes animales de todo tipo y ralea, justo cuando su vínculo marital navegaba en mares inciertos. Por eso, el enclenque animal significó para ella una sonrisa que la vida le prodigaba como consuelo, mientras llegaba la próxima resurrección.
Él jamás pensó en tener un gato, su ronroneo característico era algo que nunca hubiera querido sentir cerca, por asociaciones fóbicas surgidas en la infancia. En cambio, para ella, un pequeño gato inválido y desnutrido significó una nueva oportunidad de prodigar sus extrañas formas de ternura ahora que sus hijos adolescentes, metidos en su esfera egoísta, ya no entendían el lenguaje de mimos y caricias tan reclamado en su infancia, cuando se enroscaban sobre sus piernas como nunca más lo harían.
Todo inició al regresar él a casa después de dos noches de insomnio y soledad en exilio autoimpuesto. El primer sonido que lo recibió al traspasar el umbral fue un minúsculo maullido en un rincón de la sala. Se acercó sin respirar con la curiosidad suspendida en el rostro. Al asomarse a la caja de cartón se encontró de lleno con esos ojos que nunca más dejarían de mirarlo. Movió la cabeza, negando. Tomó asiento frotándose las sienes con las yemas de los dedos. Esto no lo tenía previsto.
Cuando muchos años atrás, su novia, y esposa ahora, anunció el inminente embarazo, asimiló pronto su futura condición de padre e hizo en su vida los giros necesarios para dar cabida a esa nueva realidad; aceptó luego la llegada de la linda perrita, adoración de su hija, y aún con sus escrúpulos aprendió a quererla; incluso se entendió bien con los pájaros enjaulados que su mujer trajo un día para alegrar la casa. Como demostración de su buena fe, también accedió a instalar la pecera en el rellano de la escalera, esperando que los peces, nadando con una felicidad altamente dudosa entre cuatro paredes de cristal, significaran un breve y acuoso espacio terapéutico para la familia. Pero la llegada de un felino a su hogar significó una amenaza contra su necesidad de paz. Con clarividencia avizoró el futuro: supo que perdería la guerra con el gato. Se adueñaría de todo: la sala, la terraza de su recámara, la cocina y los aguamaniles de los baños. Los tapetes se inundarían de pelos, también los sillones, las escaleras; todos los rincones. Vio con terror los mosquiteros de los ventanales rasgados por todos lados, lo mismo la tela de los muebles. El olor a orines de gato se filtró en su imaginación. Quiso correr, antes de encontrarse con ella con miras a la vigésimo novena reconciliación; sin embargo, se quedó quieto, respirando a medias sin despegar los ojos del enemigo. Bastaría estirar la mano y apretar sin mucha fuerza la testuz del espantajo, pero los ojos del gato parecían los de un nigromante anunciándole un destino irrenunciable. Perdió fuerza ante la sentencia kármica impresa en la mirada gatuna. De pronto, ella apareció bajando las escaleras. Pasmado, vio en sus ojos el mismo brillo y la misma intensidad agorera del animal.
—Ahora no están los muchachos, pero aun así no quiero hablar de nuestras cosas —sentenció ella con firmeza—. Respecto al gato, lo trajo Lolita y decidimos quedarnos con él tus hijos y yo.
—Bueno, creo que también puedo opinar —su reclamo fue débil.
—No creo que estés en condiciones de opinar en este caso. Además, tus hijos se harán cargo de él, esa fue la condición.
—Muy bien. No tendré nada que ver con el gato, te advierto —dijo, intentando rescatar un mínimo de dignidad—, sabes que no me gustan esos animales.
—No te preocupes, ¿quieres? —dio la vuelta, dando por terminada la conversación—, mejor ocúpate de saber qué es lo que te gusta y, si puedes, trata de imaginar qué me gusta a mí. Eso estaría bien. Chao.
Al quedarse solo sintió el peso del silencio. La pequeña bestia lo miraba suplicante. Por un instante experimentó un movimiento interior en sus vísceras y un ligero aleteo de simpatía por el felino movió la comisura derecha en sus labios. Se sobresaltó ante la posibilidad de llegar a quererlo. Para hacer frente a la sensación fue a su recámara, decidido a olvidar al gato el resto del día.
Transcurrieron días, semanas, algunos meses. Entre la rutina laboral y las pequeñas grandes alegrías del tiempo libre con la familia fue soportando las peripecias naturales de la nueva mascota, mientras en él se instalaba un mínimo y necesario amor por ella. Aprendió a disfrutar los restregones del animal en sus piernas y pasaban juntos muchas horas frente al televisor, compartiendo con él la alegría provocada por su equipo favorito de baloncesto.
—Viste, Chabelo. ¡Qué chulada de canasta! Aprende, güevón, sólo te la pasas echadote en el tapete —le decía en tono festivo, mientras acariciaba con su pie el vientre peludo del animal, que entrecerraba los ojos con la caricia.
Todo se había acomodado con un poco de resignación de su parte. Finalmente, sería cuestión de cambiar cada año o dos los mosquiteros de las ventanas y acostumbrarse a vivir con pelos en el piso, en la ropa y alguna vez en el arroz. La costumbre impuso su poder a nombre del amor universal.
Para estas alturas, la perra orejona, quien también aportaba su cuota de pulgas y garrapatas para el zoológico de la casa, se había vuelto hermana adoptiva del felino. Compartían aposentos y bichos en una intimidad tan extraña como ejemplar. Ella lamía los genitales felinos como si fueran un manjar y el gato lamía las babas de la perra para compartir sus más íntimos secretos.
El equilibrio se rompió una noche. La familia regresaba de visitar a los abuelos. Encontraron al felino jugando al gato y al ratón. La rata era casi del tamaño de un conejo y Chabelo la perseguía en la recámara principal de la casa. Asustado ante los gritos histéricos de las mujeres y ya con la presa en su hocico, optó por soltarla. Esta, media viva y media muerta, buscó refugio bajo la cama. Aparecieron las escobas y los gritos fueron más intensos. De la cama pasó al baño y luego al estudio, para finalmente bajar las escaleras y esconderse debajo de la estufa. Chabelo fue tras ella de nuevo, reclamando su trofeo; se llevó como premio un escobazo destinado al roedor. Como se pudo, el detestado animal fue capturado y enseguida asesinado a escobazos, crimen justificado por su condición de bestia repugnante y transmisora de mil enfermedades, aunque todos sabemos de ciertas ratas humanas cien veces más lesivas y arropadas de un candor social igualmente asqueroso. El roedor fue a parar con el cráneo destrozado al terreno baldío, a un lado de la casa, seguido por la lástima de la chiquilla adolescente de la casa, quien le lloró para que nadie pusiera en duda su filia por todos los seres vivos del planeta.
El siguiente espectáculo fue un conejo destripado, desmembrado y diseminado por toda la sala. Enseguida se trató de un pato silvestre, de los que pernoctaban en el pantano del terreno baldío; a este le arrancó el pescuezo y distribuyó sus plumas por la cocina. Más tarde, cuando ya todos compartían una buena dosis de rechazo hacia el gato, otra rata también superdotada fue quirúrgicamente destazada sobre el mullido sofá en la sala.
Había rebasado los límites de la señora de la casa, quien juró matarlo en cuanto regresara de su última correría nocturna, de las que volvía sucio y sangrante al pelear el amor de las gatas en los tejados; aunque, después de los estertores histéricos provocados por la rata destripada, sólo prometió deshacerse pronto del endiablado gato.
Llegó hasta bien avanzada la madrugada, satisfecho por haber contribuido esa noche a la explosión demográfica gatuna. Al despertarse todos para iniciar sus labores cotidianas, el minino dormía plácidamente en su cojín con las patas para arriba. Bastó verlo para que lo perdonaran; menos él, el hombre duro de la casa.
Había Chabelo para rato; eso sí, sería un Chabelo castrado.
—¡Cápenlo! Verán cómo se le quita lo andarín y lo cochino —aconsejó un buen amigo de la familia—. Así hice con el mío. Lo vieran ahora, quietecito y obediente en la casa. Se parece a mí, dice mi mujer.
Al volver con el gato sin testículos, los conmovió el triste espectáculo del animal desprovisto de su mayor dignidad. Parecía avejentado, su expresión denotaba que trataba de entender el porqué de las molestias físicas entre sus piernas traseras. No volvería a mirar con el brillo de antes. Él, conmovido, se mostró contrito al pensar que algo así le pasara. De sólo imaginarlo sintió una desagradable sensación veinte centímetros abajo del ombligo. Su esposa pareció decirle con la mirada cuál sería su castigo si se portaba como gato en celo por la calle.
Con el gato castrado pareció volver a casa cierta normalidad, pero… Apareció la hermosa gatita blanca que su mujer y sus hijos recogieron en la calle, incapaces de abandonarla a su suerte.
—Tienen unos días para encontrarle dueño a esa gata. ¡Que quede bien claro! ¡Unos días! Si ella se queda, yo me voy —expuso, decidido—. No permitiré que otro animal nos arruine, esto ya parece el zoológico de Chapultepec.
Sin darle importancia a la actitud del esposo, la mujer tranquilizó a sus hijos:
—No hagan caso, ya saben cómo es. Grita y patalea, pero al final querrá a la gatita.
Pasaron semanas y las maletas siguieron en su lugar. Él acabó aceptándola a fuerza de costumbre. Mientras los gatos vivieran, no habría completa paz en el hogar. Vio llegar una camada de cinco mininos, producto de los amores licenciosos de la Mirrus, la gata, con media docena de machos de dudosa estirpe. Por la misma fecha, la Luna, la bella perrita, se enredó en amores con el perro más mugroso de los alrededores, un peludo depósito de garrapatas sin ninguna alcurnia en su mirada ni apostura en su porte. Tanto haberla cuidado como a una princesa para acabar con ese pelafustán de barrio. Las desgracias se acumulaban.
La casa se llenó de perros y gatos sin grandes perspectivas para hallarles hogar. Mientras tanto, Chabelo seguía de cazador nato aún sin glándulas sexuales. Cuando no eran lagartijas, patos y ratas, eran urracas desprevenidas atrapadas durante la noche. Seguía siendo el mismo, a pesar de los pesares.
—¿Cuánto tiempo vive un gato? —Se preguntó, y en su mirada brillaron destellos macabros—. ¿Seré capaz de hacerlos vivir menos?
Quince años vive un gato, en promedio. Lo descubrió al consultar con un experto, quien además lo ilustró sobre cómo hacer que vivieran más y mejor.
—Si lo cuida puede vivir hasta veinte. Es bueno que esté esterilizado. Ahora procure que haga ejercicio, dele alimentación balanceada y evite en lo posible que salga de casa para evitar enfermedades y peleas —le aconsejó el veterinario, sin saber que su cliente deseaba saber lo contrario.
Estaba claro: cuando los gatos murieran, él estaría tal vez en la tercera edad; eso lo aterró. No veía el día para estar en casa disfrutando del placer de la lectura o un buen programa en la televisión sin los desquiciantes gatos entrando y saliendo a su antojo por los ventanales, desplazando con sus garras y dientes los marcos de los mosquiteros; o arañando los muebles y sacudiéndose los pelos por todos partes. Debía tomar decisiones, eran los gatos o su felicidad.
Pensó en alternativas para deshacerse de ellos. Lo más fácil sería meterlos al microondas hasta que reventaran, pero después de eso su mujer era capaz de castrarlo a él mientras dormía. Alejó de su mente la idea, tan cruel como estúpida. Otra opción era poner en su comida veneno para ratas; primero hacerlo con uno y días después con el otro. Seguía siendo una idea brutal. Sintió culpa de inmediato; de algún modo quería a los animales. La opción menos desalmada sería llevarlos lejos y abandonarlos a su suerte. Se dio por vencido; no tenía el valor para hacerlo.
Pasaron los años, rebasó por mucho la cincuentena. El hijo mayor había partido, un asunto laboral lo alejó de la ciudad. La menor se enamoró de un hippie con licenciatura, pelo largo y una harley davidson en sus manos; se largó con él a recorrer el mundo al terminar la universidad. El hombre se había encorvado un poco. En el espejo empezó a denotar en su mirada un talante gatuno. Su mujer flotaba en místicos extravíos buscando con un poco de retraso el motivo de su existencia y la experiencia del amor universal, ligada a un grupo de mujeres maduras aterradas ante la falta de respuestas que nunca encontraron en la frustración de los cuarenta ni en la vanidad de los treinta; mucho menos en las fantasías de los veinte. Se sentía solo, con sus gatos estacionados en una edad indefinida. Parecían alimentarse de la juventud perdida de sus amos. Trepados en el balcón, eran los dueños absolutos del horizonte. Desde ahí percibían el movimiento de la casa llena de sombras vivientes y recuerdos. Lo veían a él en el patio dar vuelta a las hojas de los libros, mundos de papel para escapar tan lejos como su imaginación pudiera. El hombre sentía los ojos felinos clavados en su espalda, siempre mirándolo como nunca otros ojos lo harían. Había sido observado tanto por los ojos orgullosos de su compañera, cuando de vez en cuando se volvían volátiles, débiles y tiernos; había recibido a raudales la luz de los ojos de su bella hija, regocijándose en esas humedades color turquesa; había sido tan visto por los ojos alárabes y asombrados de su hijo. Pero nunca otros ojos lo escrutaron como aquellos de los gatos. Leían sus movimientos, lo vigilaban a cada paso. Parecía haberle robado parte de su alma.
Algo en los órganos de su cuerpo falló. Una ambulancia llegó para llevarlo al hospital. Había que morirse de algo: hay quien escoge al buen corazón para justificar la partida; otro se acuerda del hígado, le parece más sobrio atribuirle a esta noble parte el espectáculo final; hay quienes eligen a los hermanos pulmones, amantes del viento; o a la próstata, pues suscita rumores convenientes para retirarse con el orgullo masculino en alto. Pero él no había escogido nada todavía, fue un simple arrebato de tristeza.
—Váyase al mar —indicó el galeno—, le hará bien la arena, el sol, la brisa. Huya de la ciudad y olvídese de los gatos. ¡No quiero más oírlo hablar de ellos!
Al volver a casa pasó el resto del día en cama. Su mujer lo atendió amorosa y conmovida.
—Me asustaste mucho —se tendió sobre su pecho, llorando—. Necesitas cuidarte, no puedes dejarme todavía. Sabes que te necesito, ¿verdad?
—Aún me falta mucho, mujer —abrazó a su esposa y dirigió su mirada hacia el balcón—; no me iré antes que los gatos, ya verás. Los sobreviviré con las muchas vidas que me heredarán.
El gato entró en la habitación. Al verlo postrado en su cama, maulló, reconfortado por verlo. De un salto trepó sobre sus piernas, extendió su cuerpo largo y cansado sobre el hombre. Restregó su cabeza en su abdomen, regocijándose. De pronto alzó su rostro buscando el de su amo, lo miró fijamente varios segundos y lanzó un maullido profundo y largo, como diciéndole cuánto lo amaba.
Derramó lágrimas ante esa expresión amorosa tan plena, tan auténtica. Extendió su mano derecha y acarició el pelambre del gato como si fuera el cabello de sus hijos.
—Gracias, Chabelo, por seguir aquí. Tú tampoco te vayas todavía.
Emocionado, se dirigió a su esposa:
—Hay que preparar las maletas, amor. Debemos ir al mar.