Después de caminar por senderos sinuosos y llenos de bruma como estos tiempos, se encuentran las tres en Nuevo Belén persiguiendo la misma estrella.
Una es blanca, ex modelo, emancipada de su condición burguesa, ha corrido maratones de ensueños entre adictos al sexo en terapia, gurús de todo tipo, clases de yoga, viajes con peyote, retiros en la montaña y renunciamientos materiales. Lleva en un frasco, como ofrenda, lágrimas de todos aquellos y aquellas que ha encontrado en su camino y considera “iluminados”; quien beba ese líquido tendrá el poder suficiente para influir sobre los demás haciendo llover desde lo alto energía amorosa y enfrentar las necesarias crucifixiones que conlleve su tarea de redención. Su pelo largo y satinado parece ser movido todo el tiempo por un viento leve que la acompaña a todas horas, como si ella lo produjera a través de sus poros y, enamorado eterno de su rostro, volviera siempre para quedarse dentro de su aura. Su nombre es Mel, ama los camellos y gusta de repartir dulces de miel con ajonjolí a todos los niños que encuentra a su paso, consciente de que su vientre no engendrará jamás creatura alguna habiendo muchos otros que lo han hecho de sobra e inundado las calles y las aulas escolares de pequeños rostros expectantes con miradas inciertas.
La segunda es trigueña y de pelo castaño, usa lentes por haber gastado sus ojos en dos maestrías y un doctorado sin haber conseguido a través de esos recorridos intelectuales llevar su revolución hasta donde un día soñó. Su mirada es un encantamiento y cuando habla todo lo demás calla para escucharla, incluso las parvadas de loros que suele encontrar a su paso. Tiene esculpido en su rostro el equilibrio perfecto entre la paz del alma y la avidez intelectual gracias a su inserción en la práctica del Tao, refugio filosófico que prefirió después de dos procesos terapéuticos que no lograron apaciguar la inquietud que se metió en sus huesos poco después de los cuarenta. Como ofrenda, lleva en su mano un libro de pasta dura y sin nombre. Contiene en sus páginas deliberaciones escritas sobre los grandes misterios, una sola vez fue editado y poca gente en el mundo cuenta con un ejemplar y unos cuantos con la capacidad de penetrar sus profundidades. Se llama Gatha, es una excelente jinete que se alivia de todo a lomo de un caballo, gusta de la papiroflexia y de ofrecer a los niños sus minúsculas creaciones en papel. Quiso ser madre de una niña y lo pospuso hasta que su cuerpo le notificó que no era conveniente, también por no encontrar al donante ideal para llevárselo a la cama sin usar preservativo en uno de esos días en que el cuerpo de una mujer revienta de olores a flores marinas.
La tercera maga es morena y de pelo rizado, sus ojos son enormes cenotes de luz y en su cuerpo pulsa una fuerza de volcanes. Es como la tierra hecha mujer, una arbórea ensoñación que destila resinas y perfumes ancestrales. Al mirarte esta diosa primitiva te desnuda, es la verdad más arcaica, un atisbo al origen. Y al verla caminar escuchas tambores de selva, no de guerra; sí de fiesta y paz. Aprendió las honduras del mundo en las raíces y los tallos, en el eterno movimiento de las hormigas y las abejas, en las vértebras que dibuja el aire en el espacio sin que nadie pueda verlas, solo aquellos como ella. Sabe que en los ciclos lunares y solares está escrito todo lo que ha sido y será, y que las palabras traducen con deficiencia el verdadero conocimiento. Trae consigo para ofrendar un elíxir extraído de plantas sagradas; depositado en los ojos de quienes anhelan ver, podría propiciar mayor bondad en la tierra y la multiplicación de la belleza original de la creación. Se llama Baltha, venera como a dioses a los elefantes. En su casa, sobre un estante de madera los hay labrados en materiales naturales: madera, piedra, barro y metal. Gusta de conducir a los niños a reforestar lomas, llanos y laderas, montada su imaginación sobre los paquidermos. Su regalo para los críos son plantas y semillas selectas, con las cuales enseña el amor activo de Dios y la iniciación en sus enigmas. Si ora con ellos, danza; si danza con ellos, reza. Nació madre y lo sigue siendo sin haber parido. Es el vientre de las otras el suyo y su amor un flujo extendido en cada rayo de luz y en cada regazo maternal.
El encuentro inevitable se da antes de cruzar el viejo puente colgante de madera, ahí donde parece que termina el mundo de los engaños modernos pletóricos de luces, cancioncillas mercantiles y ruido, mucho ruido. Después del puente, al otro lado del río, en ese pequeño e imposible reservorio de sencillez invadido solo por la señal digital en los teléfonos móviles de algunos, y mayormente iluminado por la sencillez y los ojos de muchos niños pobres que escapan de la televisión para trepar árboles, montar burros, apuntar con la resortera a botes de lata y jugar a la Rabia, como si en tal lugar el tiempo se hubiera detenido cuarenta años atrás; ahí, justo ahí, ha parido hace poco María, esposa de un tal José, campesino y picapedrero de profesión, inocente como niño y tan noble como un toro de yunta para aceptar al hijo engendrado en el vientre de su mujer por obra y gracia de un señor poderoso, que con sortilegios mágicos pero muy distantes de divinos, la tomó para ejercicio pleno de su voluntad. No necesitó José un ángel de la anunciación que lo convenciera de ejercer su destino, ha nacido con arcángeles no flamígeros dentro de su pecho fuerte y en sus manos grandes y nobles; tiene la inteligencia y visión suficiente para saber que llegará el día para cobrar afrentas, o que la vida se encargará de ello.
Las tres magas, iluminadas por las luces de dos lámparas y por un cielo pletórico de candiles nocturnos, suben la cuesta casi sin hablar. ¿A quiénes deberían convencer de lo que son y de las razones de su encuentro? Sin embargo, unas cuantas frases venturosas hienden el aire fresco de la ladera.
―Me siento plena de amor a su lado, queridas. Es hermoso encontrarse con quienes puedes vibrar alto y fuerte. Sé que ustedes saben lo mismo que yo sobre la creatura que ha nacido, lo hayan inquirido, soñado o solamente imaginado― dice Mel, emocionada.
―Gracias por decirlo, bella. También me place conocerlas, desde el momento de verlas llegar las sentí como hermanas mías. Las tres podremos incidir para iniciar el camino hacia un reino nuevo, porque sabemos lo que alumbrará la luz que ha llegado al mundo. María es una gran mujer, lo sé por las muchas peregrinaciones compartidas con ella en busca de paz y justicia. Ha sido un faro para quienes la hemos conocido― agrega Gatha.
―La honrada soy yo, hermanas. La Pachamama las cubra con sus dones. Estamos aquí para dar fe del surgimiento de una fuente de agua clara y limpia. Seamos con ella la semilla de un reino mejor. ¿Saben?, puedo ver el azul intenso de sus auras y me emociona intensamente―comenta Baltha, efusiva.
Algo más se dicen y mucho más callan. Varios niños, algunas mujeres, dos perros y un asno las siguen rumbo a la humilde vivienda ubicada en lo más alto del cerro.
Al llegar a la cumbre la noche parece iluminada. La estrella que buscan mama del pecho de María, glotona y rubicunda. José prepara café en la estufa de barro, como si hubiera sabido de esos visitantes distinguidos. Una mujer mayor se mueve por aquí y por allá en tareas posparto. María también brilla de contento, que crece al recibir a las mujeres. La estampa es embellecida por el burro metiendo medio cuerpo en el cuartucho de tablas y morillos, por un perro echado a un lado de la parturienta y por tres escuintles y una mujer tuerta asomándose por la ventana. Un ángel resulta innecesario. La verdad es que si un ser andrógino con alas se apareciera por ahí todos echarían a correr, incluso María, la niña y el burro. Los perros no, se desharían a ladridos.
Jesusa es el nombre que José quiso darle a la recién nacida, en honor a aquel otro que nació el mismo día milenios atrás en el Belén original. Jesusa González de los Santos, nombre con fonemas suaves en abundancia donde jamás hará eco violencia alguna. Mel se inclina ante María y la niña, casi divinizadas por el milagro del nacimiento. Abre el frasco y unta el líquido salino en los labios de Jesusa, mientras eleva un canto de plegaria que provoca risilla de extrañeza y diversión en José. Enseguida es Gatha quien entrega el libro a María, con la promesa de volver para estudiarlo juntas y con Jesusa cuando crezca. El último turno es para Baltha, que coloca en las manecitas de la niña hoy venerada como pequeña diosa un bolso con semillas y al lado de María una planta con una flor en capullo; danza un poco ante ellas mientras las bendice en susurro.
Después de compartir café y pan salen de la casucha convertidas en estrellas refulgentes que iluminan la vereda en descenso. No caben de gozo y más de una vez se abrazan. Jesusa ha nacido, la han visto, tocado y se han inundado de esperanza. No quieren de ella ningún sacrificio. Les basta saber que crecerá libre con su ayuda y que si alguna divinidad hay en ella les corresponde hacerla notar ante el mundo. Minutos más tarde, a un lado del puente, las reinas magas danzan y beben alrededor de la fogata que un grupo de paisanos ha encendido para quitarse el frío mientras beben mezcal en esta noche de enero. Son tres brujas buenas enamoradas del fuego y del perro que les ladra.
Luego cruzan el puente y se van por el lado este de Nuevo Belén, más sabias, más plenas y más reinas que nunca. Atrás y arriba, en lo alto, la nueva estrella duerme en el cielo maternal, ajena al mundo que su luz espera.