Es el día tres. Cuesta levantarse. Tenía noción de cuáles eran los síntomas, pero es muy distinto cuando están instalados en tu cuerpo. Desde antes de las siete treinta ya no duermo, sin embargo, son casi las diez y sacar mi cuerpo de las cobijas se me antoja una odisea. Tengo una daga clavada en el lado derecho de la espalda, me duelen todos los huesos, los párpados y hasta los dientes; las punzadas en las sienes se intensifican cuando por fin lanzo la pierna izquierda hacia el piso. Siento mucho frío, en la piel, en el alma, en lo que miro por el ventanal. Urge tomar el analgésico y el antiinflamatorio, iniciar las gárgaras para alcalinizar mi garganta, tomar las gotas del tratamiento homeopático, checar redes (nunca imaginé decirlo exactamente como mi hija; soy un fiasco) y comer algo.
Cumplido lo anterior me dispongo ante el teclado, huérfano de mí desde hace tres días. Es la terquedad que tanto me señala mi madre y mi compañera de vida lo que me hace intentarlo, porque no tengo ánimo, tema ni musas haciendo rondín cerca de mí; seguramente ellas padecen algún contagio similar al mío y están en cuarentena, porque no las husmeo en lo mínimo. Tengo frío. Pasa del mediodía y estoy con chamarra. Increíble en mi pueblo, caracterizado por su clima cálido y seco. Quienes vienen de fuera en los meses de marzo, abril, mayo y parte de junio, piensan que los habitantes de esta zona pagamos una culpa colectiva o sufrimos una condena divina. Es enero, por la noche refresca y hace un poco de frío ya bien entrada la madrugada. A esta hora las personas van por la calle en ropa ligera y yo estoy encerrado en un segundo piso enchamarrado y tembloroso.
Como ves, lector, no tengo mucho o nada que contarte. Serás un terco como yo si insistes en seguirme, pues no sé una maldita idea de lo que vendrá en el siguiente renglón. Solo estoy intentando curarme, creo, de la desesperación y la soledad que en mi caso a menudo es bienvenida; pero hoy si quisiera a mi lado una mano punteándome la espalda, un perro llenándome de baba, unas tórtolas o unas golondrinas aliviándose del calor en el cedro limón que está al pie de la ventana de mi recámara, fiel con su aliento de verdor. Pensar que hace muchos años, adolescentes el cedro y yo, quise cortarlo porque creí que no se lograría en este clima caliente. Mi madre me detuvo antes de cometer esa tontería, como me ha detenido muchas veces antes de ejecutar muchas otras... ¡Esperen!, he volteado y puedo ver una gorda paloma bravía en la parte alta de una rama. Alcanzo a ver que está sobre los rudimentos de lo que será su nido. Si me permiten, me asomaré un poco para verla mejor.
Ya está, la bella comenzó a zurear en cuanto detectó mi presencia. Prefiero alejarme y dejarla en paz. Los cinco metros que me separan de ella son suficientes para experimentar su presencia amable. Trato de controlar las molestias en mis articulaciones al pararme y sentarme, el mareo y la ligera agitación de mi respiración. Creo que es momento de hacer nuevamente gárgaras con sal de mar, vinagre y limón. Serán unos segundos.
Listo. Se me ocurre, por ocurrírseme algo, contarles un poco sobre el libro de cuentos que leo por ratos, debido a lo difícil que resulta hacerlo en estas condiciones. Siento verdadera pena por mí, porque se trata de Murakami y él es un atleta en todos los sentidos. Además de escribir novelas de gran calado (que muchos le critican, pero de eso no quiero hablar, no vale la pena, pues si lo hacen es porque sabe levantar olas como el buen tsunami japonés que es), corre maratones a sus setenta y tantos años como elemento fundamental de su disciplina. ¿Ustedes creen que un bicho microscópico lo detendría? En fin, leo seis o siete páginas y la vista empieza a empañarse; hago esfuerzo por llegar a las diez o doce y a otra cosa: mirar el techo, escuchar música, caminar de ida y vuelta por el pasillo de seis metros o salir a la terraza en busca del sol. No tengo muchas opciones. Vuelvo a la lectura en cuanto puedo y suelo quedar dormido cinco páginas después si me lo permiten las molestias o si mi temperatura corporal no se ha elevado sustancialmente. Primera persona del singular deberá ser paciente conmigo, es un libro y no le costará trabajo, pues, aunque no se piense ni diga, un libro fue creado precisamente para esperar eternidades hasta que alguien se anima a desempolvarlo y llevarlo a pasear por sus mundos interiores. Les decía, no son muchas las opciones las que tiene un enfermo solitario, la televisión no me seduce demasiado y escuchar las noticias me enferma más. Qué bueno que hoy fui capaz de teclear un poco, créanme que me siento cerca de ustedes haciéndolo y se los agradezco. Empiezo a sentirme mal, me siento arder. Creo que debo detenerme.
Lo lamento, ayer no pude volver. Mi temperatura se elevó a 39.2 grados. Había olvidado que uno se convierte en niño en una situación así. Evoqué el recuerdo de mi abuela rezando y poniendo sus manos en cada articulación de mi cuerpo para conjurar mis males, amé a mi madre más que nunca mientras me ofrecía alimentos a través de un lazo y una cubeta por la terraza, extrañé a mi esposa y a mis hijos, las lenguas de mis perros, lo anodino de los lugares que visito a diario, el árbol de navidad que aún se enciende en casa (lo siento, así somos, nos aferramos a esos símbolos el mayor tiempo posible, sobre todo mi esposa y mi hija; ¿algún psicoterapeuta familiar y bien intencionado que nos diga por qué?, ¿algún coleccionista de rarezas que escondan contenidos curiosos?); me extraño a mí, al lento, amargo animal que soy cuando camino por las calles y por mi fantasía (te juro, Sabines, que no lo vuelvo a hacer; solo esta vez), al soberbio que se montó sobre el niño aquel que iba por caminos rurales y era hermano de los pájaros, y lo cubrió con aires de gente de ciudad y de cierto intelectualismo que me provoca risa en momentos como este; ese niño, ayer, lloró sin que nadie se diera cuenta, y por las noche sus sábanas se empaparon no solo del sudor que le manaba por los poros, sino de sus lágrimas. Nadie en las recetas que amablemente me han enviado para salir de esto, me ha dicho que llorando podría echar afuera los demonios que duelen en mi cabeza y calientan mi cuerpo, pero yo sé que sí, sobre todo si quien llora es mi niño, ese que creció porque era obligación y no pudo vivir todos los cuentos del mundo que se creyó para ser feliz; ese con deudas atoradas detrás de la mirada, con pasos que no dio por no poder ganarle al tiempo y muchas veces por miedo. Ese que ahora tiene que dejarlos un rato porque mi madre ya puso la sopa de verduras con pollo en la cubeta y su llamado es tan poderoso como el de las sirenas a Odiseo.
En la televisión encontré un partido de básquetbol. Hacía tanto que no me solazaba con uno de ellos. Es la razón de haber vuelto con ustedes hasta ahora, en plena noche. De joven lo practiqué y aún soy capaz de apasionarme viéndolo en la pantalla. No fui tan malo jugándolo, pero no me ayudó a conquistar alguna chica y eso me frustró. ¡Bah!, son ideas que uno compra. Hace un rato la temperatura se elevó considerablemente, ahora me encuentro mejor. Aprovecharé para contarles algo que estaba olvidando: anoche, en medio de mis delirios febriles, soñé que estaba en un pequeño planeta donde sólo había un cedro limón como en mi patio, no un baobab como en el del Principito. Soñar con pequeños planetas durante mi adolescencia y primera juventud fue una constante, se movían a mi alrededor con amenaza de aplastarme en medio de un silencio absoluto. Sentía que era yo el único habitante del universo, ni siquiera Dios tenía lugar en ese cosmos onírico. No he experimentado jamás otra sensación opresiva de soledad tan absoluta, como si estuviera perdido en el universo y condenado a alejarme más y más de cualquier aliento de vida. Era terrible. Esta vez no fue así afortunadamente, yo parecía feliz en mi pequeño mundo, acompañado por la gigantesca paloma que me miraba con ternura inusitada desde el cedro. Pareció tan real. Al despertar, todavía en sombras, encendí la luz del patio y alcance a mirar a la paloma en el mismo lugar de ayer. Cegada por la luz artificial, volteó hacia mí y me sentí feliz.
Hoy es un mejor día, la temperatura no ha subido más allá de valores aceptables, digamos que no pasa de febrícula. Me duelen poco los huesos y dependo cada vez menos de los analgésicos. El antiinflamatorio pasó a la historia. Claro, el tratamiento homeopático sigue y seguirá. Este día he realizado cierto trabajo leve, como voltear de cabeza un WC, hurgar sus laberintos y saber en donde está el mal que detiene el agua. Afortunadamente logré destaparlo, colocarlo de nuevo y ponerlo a funcionar otra vez sin problema; mis hermanas enfermeras, bellas y amorosas, lo desaprobarían y me enviarían a reposar la mayor parte del tiempo. A veces soy así, terco, mil usos y mil formas: plomero, electricista, pintor de brocha gorda, jardinero, campesino, leo las manos, canto en fiestas, conquisto en sueños a la Bellucci y paseo con ella por Capri, preparo cocteles, escribo poemas pensando que son cuentos y viceversa, podo árboles, tengo muchos amigos que no lo son y me duele decírselos, soy entrenador de perros fracasado, digo muchas cosas que no hago y hago otras jamás planeadas, llevo años en ardua preparación de una novela de la que no he escrito una palabra, aunque la haya hecho y desecho mil veces en mi cabeza y nunca me resulte buena; sin embargo, esto último lo platico para hacerme el interesante, sobre todo con algunos pedantes que me preguntan con cierto aire desdeñoso: “¿Y solo escribes cuentos? A estos, en vez de retorcerles el pescuezo les digo el cuento de la novela en “ardua preparación” y dejan de joder. Será que en realidad no saben lo que cuesta parir un buen cuento, ni siquiera tendrán claro cuáles son sus virtudes y mucho menos conocerán a los grandes maestros del género. Para no convertir esto en un desatino, leería en el oído de esos, si oídos tuvieran y no solo orejas, una de las ultimas exquisiteces que he leído: La mujer de vapor, del enorme y recién fallecido Carlos Ruiz Zafón. Mi alma se elevó tres veces en las tres lecturas que hice. No quise leerlo una cuarta por temor a elevarme para siempre y no volver, y créanme, tengo cosas muy importantes que hacer en casa, como cerciorarme de que el WC en realidad no tiene fugas y otros asuntos mayores y menores.
Creo que abuso de ustedes, al principio declaré mi deseo de solo curarme intentando unas líneas. Confieso que en mucho así ha sucedido. No haré con este texto lo conveniente: ponerlo a reposar y luego revisarlo una y otra vez, zurcir aquí, remendar allá, cortar más acá. Lo guardaré como testimonio de un breve periodo complicado de mi vida. Esperen, me llaman.
Se trata del jefe de redacción del diario que acepta mis devaneos narrativos cada 15 días. Le dije que hoy no hay historia, porque no la hay. Le hablé de este producto esquizofrénico de un tipo con 39 de temperatura y una cosa inmunda en sus células y pidió que lo enviara, incluso me dio un tiempo extra para hacerlo. No lo creo justo para ustedes y demás sofisticada audiencia. Pero haré algo. Voltearé hacia el cedro limón y si la bella gorda que ahora está gorjeando se vuelve hacia mí ante el primer chiflido, enviaré el texto.
¡Fiuuuuuuu!, ¡Fiuuuuuu!
¡Vaya! Ella será responsable de todo. No puedo decir no a esos ojos que son ternura palpitante. Conste que se va sin correcciones y sin mejoramientos de ningún tipo.
Gracias a todos, parece que esto que pasa por mi cuerpo ya se marcha poco a poco. Se habrán dado cuenta de que nunca dije su nombre, ni lo haré porque no merece nombrarlo. Hay que nombrar al sol, la lluvia, los ojos hermosos, los manantiales; a los valientes, a los que aman la vida, a quienes nos la dan con su empeño. Hay que nombrar a febrero, porque lo sueño pletórico de buenas nuevas, así sea.
P.D. Olvidé decirles que bauticé a la paloma con el nombre de Regina, como mi abuela. Ha estado ahí, cuidándome todo el tiempo. Y estará.