Es posible que en una esquina suceda de todo: la aparición de un ángel, la cola de un diablo asomando antes de dar la vuelta y desaparecer, la lluvia húmeda de cuatro labios regando flores invisibles sobre la banqueta, la mordida de un perro que reclama el territorio de su orina, un grito perseguido por el silencio, la bendita sombra nocturna que permite la osadía de una mano hurgando un vientre, la canción del panadero sin bicicleta y canasto, una duda iluminada transmutando a sonrisa, una daga sin filo, la lágrima seca que nadie ve en el surco facial de un pordiosero y, en ocasiones, si los dioses no están de asueto, la danza aérea de un árbol anunciando buenos tiempos.
Es posible, entonces, que ese chico con gorra que ahora vemos llegar a la esquina con su playera azul de su equipo de futbol favorito y una manzana en la mano, esté ahora ahí porque su casa de pronto le parece una cómoda cárcel y busca un toque de variedad en la línea semi nublada que conduce esta tarde. Tal vez espera a alguien. Sí, parece ser sí, porque ese alguien llega por la otra calle con playera blanca y una leyenda en rojo y amarillo al frente que dice: “Made in USA”. Sabe que él fue hecho aquí por completo, su color moreno, su manera de caminar, su modo peculiar de saludar a su compañero, sus modismos al hablar, de los cuales se alcanza a escuchar un: “Chido, güey, está efectiva tu gorra”. Tal vez hayan quedado para ir a alguna parte, o para intercambiar algún misterio que en algún momento extraerán de la bolsa del pantalón; posiblemente hablarán de las chicas del salón en el que ambos estudian por la mañana o planearán la realización de algún proyecto escolar, aunque dudo esto último; su actitud es la menos intelectual. Da gusto darse cuenta de que ninguno de los dos ha manipulado su celular; llevan diez minutos juntos y no lo han hecho. Dejémoslos un poco. Hay una chica linda que se detiene cerca de la esquina, a unos metros de ellos, justo donde la sombra de un tabachín vuelve amable la luz.
La chica lleva el móvil en la mano y llama ansiosa a alguien. Son las cinco de la tarde. A esa hora las posibilidades para ella son muchas: paseará por el parque cercano con su novio, a quien espera, o irán al cine para aprovechar el dos por uno de hoy, o simplemente tomarán un café por ahí cerca. Me atrevo a pensar que pudieron elegir este día para ir a algún lugar donde estén a solas, íntimamente; ¿por qué no?, la juventud hace olas en sus poros y el tiempo corre al ritmo de las ganas. Cualquiera de estas opciones puede ser la correcta. Aunque quizá nada más se trata de un encuentro de amigos. Dejemos de lucubrar y esperemos un poco. Alguien la llama ahora. Cambia el color de su semblante al responder y dibuja una sonrisa al terminar la llamada, lo que no pasa inadvertido para los chicos de la esquina, quienes están sentados en los escalones de la tiendita de abarrotes instalada en ese cruce de calles. Han comprado algunas frituras y bebidas. Parecen no tener mucha intención de retirarse de ahí.
Es una colonia de clase media. Se podría debatir respecto a si tal clase social aún existe en México o de diferentes subdivisiones en ella, pero, ¡vamos!, esto es un relato y hacerlo sería aburrido. Bastará decir que hay muchos perros callejeros en esta zona, el enredijo de cables de luz mata cualquier intento de pincelar poéticamente el aire, los vendedores de tortillas en sus pequeños automotores son una marabunta auditiva, aquí cualquier día de la semana es bueno para hacer fiesta y los únicos días nacionales que se respetan con patriotismo devoto es cuando juega la selección de futbol, amén de otras marcas idiosincráticas. Poco cambia, incluso en pandemia o en tiempo simple de astenia.
Por eso de pronto rompe la monotonía el hecho de que un vehículo con logos de una empresa de comunicación se detenga justo en la esquina en el mismo momento en que el joven a quien espera la chica también baje de un taxi y le dé un beso en la boca, lo que de inmediato nos dice algo más de ellos. Del primer auto bajan también una mujer de mediana edad con micrófono en mano, un señor de bigote con cámara profesional y el chofer con un chaleco que identifica al medio informativo. Parece que realizarán algún tipo de entrevista o el fragmento de un reportaje. La pareja de amigos se alebresta juguetonamente ante la posibilidad de que uno de ellos sea el entrevistado, de modo que se alisan el cabello y enderezan la columna para aparecer gallardos ante la cámara. La parejita romántica se ha acercado al parecer para adquirir algo en la tienda y dos motocicletas con doble tripulante cada una se detienen a mitad de la calle.
No deja de ser misteriosa la confluencia en un mismo tiempo y espacio de varias personas que no tienen nada entre sí. En ese momento tres discursos se colocan en el mismo ángulo de tiro de los dos que se han bajado de los asientos traseros de las motos: uno que canta ingenuo al amor; otro que corea jocoso la alegría de romper el tedio y otro profesional que loa al trabajo y la información.
Un primer segundo para darse cuenta, el segundo para capturar la sorpresa y el tercero para intentar parapetarse en alguna parte. Sin embargo, las balas son veloces y no son como la liebre que otorga concesión a la tortuga. Buscan a la dama del micrófono, portadora de una voz que debe ser silenciada por alguna razón sombría, y la encuentran en la tibieza de un pecho que siempre supo vibrar intenso ante la vida y en la armonía de un rostro que jamás se arredró ante los riesgos. Es imposible que los verdugos acierten cada vez que jalan el gatillo, por eso un plomo se hunde justo en medio de la cruz azul de la playera del aficionado del equipo celeste, cuya sonrisa fácil desaparece para siempre, casi sin darse cuenta. Otra bala fractura la pierna del galán que esa tarde llevaría a su dama por el camino sombreado de un brevísimo paraíso y una más da en el brazo del hombre del chaleco. Los demás no salen indemnes, desde ese día una gran cicatriz en su mirada hará evidente la desesperanza. El ruido motorizado de los depredadores a sueldo se pierde pronto por una calle que lleva directo a la impunidad.
Dos muertos y dos heridos, anuncian más tarde los avances informativos. La ambulancia recoge el cuerpo de la joven periodista que semanas atrás se había destacado por exponer en un reportaje senda información sobre el supuesto enriquecimiento ilícito de un jefe delegacional y aparentes vínculos con células criminales. Por las redes circula una información infundada sobre supuesta actividad de narcomenudeo del chico celeste, quien de acuerdo a los vecinos era sano y amante del deporte, alegre y desenfadado, y estaba ahí sencillamente porque siempre se está en algún lado. Su madre reclama justicia. Al día siguiente la máxima autoridad policiaca de la ciudad suelta la versión de que el asesinato de la periodista no está relacionado con sus actividades en el ámbito de la comunicación; al parecer, las primeras pesquisas apuntan a un asunto de venganza pasional, lo cual enfurece a las organizaciones defensoras de los derechos y a los grupos feministas que ya planean sus primeras acciones de protesta. Afortunadamente los dos heridos están fuera de peligro y recuperándose en algún hospital. Los escalones de la tiendita, cerrada indefinidamente, son ahora un altar lleno de veladoras y flores.
Es posible que en una esquina termine todo: la ilusión de unas horas felices ganadas a la rutina, el vuelo de un pájaro que se detiene a beber agua en algún cuenco bondadoso, los pasos de un chico que va y ya no vuelve, las palabras que dicen algo y son silenciadas por la ráfaga y después por el barullo, la claridad naranja de una tarde de febrero, la sonrisa de ala al vuelo, la canción que iniciaba, la humedad del labio, el beso.