El caballero terminó de recortar su breve bigote, peinó su escaso cabello, se enfundó el breve traje y el sombrero tipo bombín. Enseguida salió a la calle dando pasos breves. Todo en él era breve: las piernas, las manos, el tronco; e incluso más que él, su esposa, de quien cada día se despedía con un beso breve en la frente. Todo, menos la sonrisa. Esa se expandía a todo lo ancho de su pequeño rostro. “Sacaste la sonrisota descocada de tu abuelo paterno”, le decía a menudo su madre, quien sólo reía cuando no estaba su marido en casa.
Caminó balanceando su gran portafolio de abogado que no hacía juego con su cuerpo. Esta vez no se dirigió hacia su despacho, ubicado a escasas cinco cuadras de su casa. Enfiló hacia la estación del metro más cercana saludando cortésmente a buena cantidad de personas que lo conocían muy bien. Una vez en el pasillo de espera del tren subterráneo buscó colocarse de modo que pudiera abordar los vagones traseros; algo le decía que no eran los preferidos de los carteristas. Si iba de pie, en ningún otro lugar obtuvo mayor certeza de su pequeñez; y en ningún otro lugar experimentó tanta fe en la bondad de su sonrisa, pues esta quedaba justo al nivel de los rostros de quienes iban sentados. Había hecho infinidad de amigos gracias a eso a lo largo de los años y buena cantidad de clientes, pues se volvió experto en escuchar las pláticas y problemáticas de las personas. Mostraba su sonrisa de niño bondadoso y, entregando su tarjeta al viajante, les decía: “Puedo atender su asunto. Soy abogado y estoy para servirle”.
Después de trasbordar en una ocasión y recorrer en total dieciséis estaciones, el hombrecito de leyes buscó a paso rápido la luz de la superficie y se extravió por las calles de esa colonia barriobajera. Quince minutos después tocó a la puerta de una casa distinta de las demás por cierto aire aristocrático y afrancesado como pocas de la zona. Un hombre de metálica cortesía abrió la puerta y lo invitó a pasar.
Un mundo distinto se abrió para el abogado al rebasar las dos gruesas cortinas que separaban el pasillo de entrada a la sala adornada con colores encendidos y luces sugerentes. Una mujer madura y elegante lo recibió como suele recibirse en este país a un diputado. Colgó su saco en un perchero y en unos cuantos minutos ya disfrutaba una copa de Campari, su bebida predilecta antes de entregarse al oficio de un día como este. Al poco rato una dama guapa de mediana edad, rasgos finos y dedos largos le hacía compañía. Era la de siempre. Y como siempre, al terminar las primeras copas pasaron a la habitación preferida por él. La dama era quince centímetros más alta. Si agregamos los diez de las zapatillas, la diferencia era notable. Sin embargo, en las manos de esa mujer el hombre pequeño se sabía grande. La mujer tenía habilidades de sobra para llevarlo a donde su esposa nunca imaginó cuando aún no le bastaba un simple beso en la frente al despedirla. Era un terreno insospechado por sus hijos, amigos y compañeros del despacho; sospechado por él desde su juventud, pero vivido a plenitud hasta hace algunos años, cuando cumplió los sesenta.
Ella conocía el protocolo y sabía hacerlo parecer novedoso cada vez a pesar de haberlo repetido tantas veces. Era un ritual lento y aderezado con música, unturas y palabras tiernas. Lo despojó de su ropa con delicadeza, arañando suave la piel de ese cuerpo viejo que se volvía frágil en sus manos. Una vez desnudado por completo, iniciaba la ceremonia presidida por Eros desde lo invisible del aire ebrio. Del portafolio del abogado fue sacando teatralmente las delicadas prendas para vestirlo: esta vez se trataba de un negligé rojo de encaje y bragas del mismo color. Mientras lo ayudaba a colocárselas, murmuraba sugerente: “Te ves hermosa, María, tan deseable que esta tarde serás mía”, y otras frases que preparaba de antemano para satisfacerlo, pues lo desquiciaba llamándolo con ese nombre de mujer tan emblemático que él mismo había elegido para su transformación.
Enseguida tuvo lugar la sesión de maquillaje, durante la cual las actitudes del hombrecito evidenciaban un grado creciente de excitación. Al colocarle la peluca su identificación con lo masculino tornaba en bruma y una mujer con pelo satinado aparecía en escena, con los labios encendidos en tono carmesí bajo el bigotillo que acentuaba lo grotesco de la metamorfosis. La botella de vino rosado espumoso solicitada para la habitación se vaciaba poco a poco, mientras la dama asumía el rol activo y fuerza masculina en sus manos para elevar la emoción erótica de la mujer recién nacida.
Ella sabía cuál era el momento justo para tomar del enorme portafolio del abogado los juguetes sexuales que necesitaba. Él, también “ella” ahora, se entregó sin cortapisas. Fue flagelado suavemente en los glúteos, penetrado, arañado, mordido, vejado sin miramientos. No cupo su delirio sexual en la pieza, se escapó a gritos por los pasillos, bajaron sus ecos por la escalera y agitaron al resto de la concurrencia. En esa casa no importaban los excesos, allí era posible ser lo que afuera no se era por falta de valor, por miedo o conveniencia.
El abogado tardó en volver, extendía los segundos de ese sueño femenino que lo vindicaba con la vida. Este es uno de la infinidad de casos en que la verdad habita en lo que parece fantasía.
Más tarde, camuflado nuevamente en su traje y su sombrero, con su portafolio en mano y cierta suficiencia caricaturesca en su sonrisa de oreja a oreja, bajó las escaleras, se despidió caballerosamente de la dama y de la anfitriona del lugar, saludó con reverencia simpática a los demás contertulios y salió a la calle flotando sobre una nube en la que viajaría durante algunas semanas, tal vez un mes, hasta que María exigiera regresar.
Al llegar a casa saludó con emoción a su hija menor que había llegado de visita. Ante ella siempre había sido un héroe, el hombre recto y sabio incapaz de hacer daño a nadie. Y lo era, aunque tuviera que esconder cierta peculiaridad de su naturaleza.
Besó en la frente a su mujer justo cuando su cuerpo experimentó una réplica tardía del terremoto experimentado unas horas antes.
Se supo vivo.