Un giro importante en la vida puede iniciar con ruidos extraños en la suspensión de tu auto. Responsable y aprensivo como eres, acudes de inmediato a tu mecánico. El diagnóstico indica que será hasta mañana cuando tu amigo fiel de cuatro llantas esté listo para volver contigo. Asumes estoico la situación. Tomas el teléfono y llamas a Esther para informarle que no pasarás hoy por ella para verse y encerrarse algunas horas entre cuatro paredes alquiladas. Ella hace un mohín que no ves, pero imaginas perfectamente en su cara. Reprimirá sus ganas en esta primavera que inició encendida; y tú las tuyas.
El dilema ahora es el siguiente: tomar un taxi o abordar una Ruta para volver al trabajo. La diferencia es de tal vez cincuenta o sesenta pesos y decides ahorrarlos, aunque tiemblas ante el reto de subir al microbús como no lo haces desde hace años. Sin embargo, es un buen día para ser pueblo, piensas con cierto sarcasmo engarzado en tus neuronas.
Encuentras dos lugares vacíos: uno al lado de un tipo grueso y de gesto adusto; el otro junto a una señora en sus sesenta y de sonrisa amable. Optas por la segunda opción. El trayecto durará aproximadamente media hora y te propones reflexionar durante esos minutos sobre tu situación sentimental y el inminente inicio de los trámites de divorcio con Martha, siempre y cuando lo permitan el calor y la música horrenda elegida por el chofer. Lo que te lo impedirá, de pronto lo entiendes, es la sonrisita de tu acompañante de asiento, quien solo esperaba una mirada tuya para intentar la plática.
―Se está poniendo bueno el calorcito, ¿verdad, joven?
―Sí, claro, ya se siente ―respondes sin querer comprometerte mucho.
―Ahora imagínese cómo estará la pobre gente de Ucrania con tantas bombas por todos lados, y luego el calor ―agrega la mujer, enganchándote a su plática sin darte cuenta.
―Bueno, allá en realidad hace mucho frío, no creo que las bombas aumenten el calor ―no entiendes bien por qué, pero tu respuesta te hace sentir de súbito estúpido.
― ¡Ah!, si es cierto. De todos modos, ese Putin es un demonio que sí salió del mero infierno caliente. Mire que ponerse a matar personas así nomás porque sí. ¿Ya vio cuánta gente está saliendo de ese país? ¡Ay!, los pobres niños, tan blanquitos y sufriendo tanto.
No sabes qué hacer, si cambiarte de lugar o ignorar a la señora. Lo único que deseas esa mañana es poner en orden tus ideas y emociones para arribar a una decisión sobre tu triste relación con Martha, la inquietante aventura con Esther y el daño irremediable que la situación genera en tu hija casi adolescente. No te veías hace unos minutos dirimiendo con una damita de sonrisa incisiva sobre la naturaleza demoniaca o angelical del líder ruso. No es un tema que domines mucho, además.
―Bueno, señora… No es tan fácil entender lo que sucede en esa guerra. Hay una historia detrás, hay cosas que uno ignora. Seguramente hay muchas versiones acerca de eso y yo pienso que…
― ¿No me diga que está usted a favor de la guerra? ―La sonrisa se le ha desvanecido y nacen dos filos en sus ojillos.
―No, no, para nada. Creo que las guerras son inútiles e injustas. Siempre muere gente inocente y, más que buenos y malos en ella, hay intereses políticos y económicos en juego; para saber cuáles son hay que investigar un poquito ―y agregas, anhelando que vuelva la sonrisilla en la mujer―. Pero sí, es muy triste que sufran los niños, me conmueve tanto.
―Está bien, muchacho. Ya estaba pensando que eras de ideas comunistas, como un sobrino que tengo ―la mueca amable ha vuelto.
―No, para nada. No se preocupe ―años sin que nadie te dijera muchacho; las incipientes canas de tus sienes se ruborizan.
―Tienes un rostro noble. Seguramente eres un buen cristiano. ¿Verdad que sí? ―otra vez un gesto de interrogación en el entrecejo de la señora.
―Bueno, yo… En realidad, me defino como agnóstico ― ¿por qué no has aprendido a callarte cuando debes?, ¿por qué?; te reprochas de inmediato.
―Agnos… ¿qué? ¿Y eso cómo es?
Ya no hubo tiempo de responder. Dos tipos que recién habían subido, uno apostado junto al chofer y otro más a la mitad del pasillo, sacan dos pistolas y amenazan a los pasajeros. El mediodía se vuelve una cuerda tensa que podría romperse con cualquiera de los gemidos de angustia de algunas mujeres o con la renuencia de algún pasajero a entregar sus celulares, carteras y objetos de valor. Miras con ira irreprimible al delincuente del frente que amaga y da instrucciones al chofer mientras el otro recoge las pertenencias. Te descubre y va hacia ti.
― ¿Qué tanto me miras, hijo de la chingada? ¿Te quieres morir, puto? ―te coloca con fuerza la pistola en la sien y respiras hondo para controlar el impulso de arrojarte sobre él―. Agacha la cabeza, pendejo y saca la cartera. ¡Rápido, hijo de tu putísi…!
Otra vez esa orden, la misma que te daba tu padre si te atrevías a enfrentarlo cuando llegaba alcoholizado del trabajo: “Agacha la cabeza, cabrón”; de no hacerlo, sabías que vendrían sus golpes y mayores insultos. Juraste desde niño que nadie más te haría agachar la cabeza otra vez; ratificaste ese juramento el día que enterraste a tu progenitor aniquilado por el alcohol, sin tener claro hoy en día si lo has perdonado o no. Por eso no alcanza a salir la última sílaba de la boca de tu agresor, cuya nariz se hace añicos con el codazo certero que le propinas a la velocidad del relámpago. Te vas sobre él para molerlo a golpes, pero no puedes evitar que, en medio de su aturdimiento, dispare fracturando con la bala tu húmero izquierdo. Eso no impide que a patadas y con el brazo derecho lo doblegues sobre el pasillo, lo desarmes y hagas trizas en medio de los gritos histéricos y el desmayo de tu compañera de asiento. El otro ladrón, acobardado ante el rumbo de los acontecimientos, arroja al piso los objetos robados y huye veloz por la puerta trasera. Algunos hombres te detienen ante el riesgo de que le quites la vida al delincuente. Te desangras. La ambulancia tarda en llegar; poco a poco te desvaneces. No esperabas esta guerra inesperada; ya libras la propia cotidianamente con bajas sensibles en ambos frentes. Llegan por fin las patrullas y dos ambulancias. Te suben a una de ellas llevándote de amuleto la bendición de tu acompañante de asiento, quien ha vuelto de su desfallecimiento y perdido la sonrisa para lo que resta del día.
La última vez que visitaste un hospital fue para despedir a tu padre en su lecho de muerte. Ahora te despierta el silbo agudo e intermitente del aparato que vigila tus signos vitales en la sala de terapia intermedia. Antes de levantar los párpados y de que abra plenamente tu consciencia, lo primero que deseas ver son los ojos de Martha. Cómo si los invocaras, aparecen al abrir los tuyos a la luz blanca del hospital. No encuentras los mismos pozos de luz tiernos e ingenuos de los primeros años, estos contienen una mezcla de duda, compasión, lejanía y reproche, pero son sus ojos y saberlo te llena de alegría; y aquellas son sus manos y la música que escuchas es su voz. Lloras sin poder ni querer evitarlo.
Cerca de la medianoche Martha se retira sin dejarte un beso, hubieras deseado uno cuando menos en la frente. Solo te prodiga un apretón de manos y la promesa tibia de volver al otro día por la tarde. Tu hija no vino a verte o no quiso, o no lo permitió Martha. Esther no llamó, ni llamará; ni siquiera un mensaje escrito. Sabrás de ella mucho tiempo después, el día de su boda con un tipo que le dobla la edad. Aunque te duele, ella hace lo conveniente. Entre ustedes, la definición de amante no incluye ningún tipo de consideraciones.
La mañana siguiente te devuelve al mundo sintiéndote menos despreciable cuando te anuncian la visita de una señora parlanchina que se presenta como tu tía. Su sonrisa inconfundible y el ramito de flores en su mano te conmueven sobremanera. A pesar de la sombra de la guerra que siempre persigue a los pobres humanos, la bondad existe y el mundo es hermoso, piensas. Vino a decirte que eras un héroe. Avergonzado por saber que no es así, tomas su mano y la besas. Después de una larga disertación sobre la bondad y la maldad humanas, te hace la pregunta:
― ¿Ya te enteraste, corazón, de que se estableció una tregua indefinida entre rusos y ucranianos? ¡Eso me llena de esperanza! ―Sin saber de dónde obtuvo tal información improbable, te conmueve su ingenuidad, pero agradeces que su “corazón” no te sabe al sablazo eventual de Esther cada vez que preparaba el terreno para pedirte algún dinero.
―No, es difícil saberlo encerrado aquí. Pero me encanta que me lo comunique. Una tregua es inmensamente necesaria en ciertos momentos.
Te consuela saber que este día caluroso y lleno de luz, de acuerdo con la versión de la amable visitante, tu guerra invisible sea la que esté en pausa.
Más tarde, después de que se ha marchado tu nueva y bondadosa “tía”, recibes un mensaje de texto del mecánico. El auto rojo seminuevo con bellos rines deportivos, al que apostaste tu felicidad durante los últimos tiempos, está reparado y listo en el taller.
Sonríes con ironía mientras una lágrima aflora y corre rauda hacia su extinción y una fuerte punzada en el brazo recién operado te sobresalta. Al poco rato te quedas dormido.