Se había prometido dejar en paz al piano el día anterior al concierto, dedicarse a liberar sus manos de cualquier tensión, pensar en Frédérik y revisar esos pasajes de su vida que tanto la emocionaban; penetrar así en el alma del romántico y volverse suya de alguna manera, pasar la tarde entera juntos y llevarlo a su cama por la noche, inofensivo fantasma cuyos dedos sobre un teclado inmemorial e invisible eran capaces de provocar las emociones más hondas. Sin embargo, no fue capaz de renunciar al llamado de ese mar de oleaje negro y blanco, a ese sacudimiento cotidiano que generaba en ella el no saber si aún pertenecía a este mundo de relojes y puntuales puestas de sol, o si su alma había escapado por una fisura del tiempo y navegaba por cielos sonoros en busca de armonías insospechadas no aptas para mortales.
La melancolía de esa tarde de miércoles entró a raudales por la ventana de su estudio cuando el Nocturne op. 9 No. 2 llenó todas las partículas del aire. Úrsula no llevaba la cuenta de los miles de universos a los que antes la había transportado esa pieza capaz de contener todos los matices de la nostalgia. Minutos más tarde, la sensación de que sus manos no eran las suyas se apoderó nuevamente de ella al ensayar pasajes de Fantasy in F minor. Llegaba con ella al delirio de ver danzar las cortinas de la ventana y oír llorar de emoción a su taza de café. Chopin no era un espectro cualquiera del que te puedes liberar fácilmente para irte a buscar el sosiego arrellanándote en un sillón o paseando por entre un jardín de rosas. Él era la paz y también la tormenta.
Las tinieblas recién llegadas fueron partidas por un rayo que desató la lluvia. El agua fue llenando el horizonte visual al ritmo de Nocturne in C Sharp Minor. Todos los elementos del hechizo estaban dados, incluyendo al gato gris, el más gozoso de los mortales, tan experto en Chopin como su ama y protectora; tanto lo sabía el felino, que, si la sombra del polaco tardaba mucho en rondar por el departamento, su pelaje dejaba de brillar y un concierto de maullidos lastimeros acongojaba a los inquilinos del edificio.
A ojos cerrados, Úrsula supo que había llegado. La silueta solía entrar por la puerta, atravesar la pared en cualquier punto o simplemente aparecer en medio de la estancia. Un maullido del gato fue la feliz evidencia de su arribo; se arremolinó sobre su aposento mullido, sabedor de que vendría un diálogo en donde él no tenía mucha cabida, a menos que Frédérik hubiese llegado con humor para acariciarlo mientras escuchaba su obra en las manos de Úrsula.
― ¿Por qué tardaste tanto esta vez? ―se dirigió a él sin abrir los ojos y sin abandonar sus manos el teclado.
―Recuerda, Úrsula, que ya no es facultad mía llegar temprano o tarde a ningún lado. Estoy siempre aquí y allá, donde tú decidas proyectarme.
―Te escucho triste, Frédérik.
―Lo cual no es novedad, querida. Tú mejor que nadie sabes que no fueron suficientes treinta y nueve años para encontrar la alegría.
―La burguesía te aclamaba, muchos querían formarse contigo y eras solicitado en los bailes. ¿Eso y tu música no te daban alegría? A mí me has llenado de felicidad, lo sabes.
―Eres muy generosa conmigo. Por eso accedo a merodear por aquí para conversar.
―Pensé que la modestia solo era una falsa cualidad de carácter en este mundo al que ya no perteneces, Frédérik. He proclamado por todas partes que lo me atrapa de ti va mucho más allá del discurso de la retórica musical, de tu forma de composición o incluso de tu técnica. Muy pocos como tú han sido capaces de mezclar los sonidos como lo haces y encontrar tales intensidades. Lo que escucho cuando intento repetirte con mis manos, me subyuga, me hace feliz.
―Sigues siendo inmerecidamente amable. Está bien, juguemos a la felicidad e intentemos agradar un poco al gato con mi Mazurka op. 7, No. 1; alguna vez pensé que por ahí merodeaba mi alegría.
Las manos femeninas se deslizaron al compás ágil y gozoso de la pieza. El gato pareció despertar de un letargo y una golondrina se posó en la cornisa de la ventana, acompañando la breve melodía con su silbo. Los labios de Úrsula perdieron cualquier indicio de tensión. Al concluir los dos minutos con cuarenta y un segundos giró sobre su asiento y lo buscó con la mirada. Se había esfumado intempestivamente como llegó. Eso era algo que decepcionaba a la pianista: Frédérik huía del mismo júbilo que era capaz de producir. ¿O sería que ella no estaba a la altura del genio? La duda siempre la atormentó. Tenía claro lo difícil de superar a Rubinstein o estar a su altura, considerado el mejor intérprete del polaco. Sabía también que la sombra de Aurore Dupín, el gran amor de Chopin, fervorosa e inalcanzable escritora y luchadora social, vivía siempre dentro de él. “Pequeña Úrsula, no sé qué exactamente de ti suele recordármela a momentos”, le había dicho alguna vez en uno de esos encuentros fortuitos que sostenían al margen de la realidad palpable. Ella tembló emocionada. Fue tal vez lo que la llevó a planear el concierto de homenaje a Frédérik que ejecutaría mañana en su ciudad de origen.
Una nueva taza de café la postró en el sillón junto al gato, y se dejó llevar por la ensoñación. Recordó que fue en el Conservatorio Nacional de la Región de Nancy, en Francia, donde estrechó su relación con el músico. Desde entonces su fantasma la ha perseguido. Han caminado de la mano por tantos lugares del mundo, desde Oaxaca a Abou Davi, desde Guadalajara a diversas regiones de Italia. Su temor es que él pudiera abandonarla en esta fecha tan importante, haberle ayudado solamente con el repertorio de mañana y no estar presente al momento de enfrentar las luces del escenario. Su aprensión se desvaneció al verlo aparecer en medio de la bruma interior. Sonrió hacia sus adentros, convenciendo a sus huesos y a su sangre de la presencia constante del polaco de la mirada triste. Lo escuchó hablarle:
―Aquí estoy, Úrsula. De pronto debo atender otros llamados. En muchas partes del mundo insisten en mantenerme vivo y no puedo ser desatento. ¿Podrías creer que en este universo translúcido que habito aún puedo experimentar algo parecido a tu emoción? Es maravilloso hallarse redivivo sobre un escenario y palpar desde ahí las convulsiones interiores de los concurrentes.
―Gracias, Frédérik. Sabía que podía contar contigo. Ahora debo continuar. Aún es tiempo de repasar algunas piezas.
―No, mujer. Estás lista. Levántate de ahí. Quizá debes salir a caminar un poco y enseguida descansar.
― ¡No!, aún debo afinar unos detalles con la Balada no. 4 y…
―Esta vez soy yo quien te pide dejar en paz el teclado ―la interrumpió; el tono de cierta autoridad la sorprendió, y la sonrisa amplia e inesperada de Frédérik.
―Está bien. Tú ganas, don Genio ―sonrió, feliz―. ¿Estarás conmigo en el escenario?
―En todo momento. Suelo respetar los pactos que tantos como tú han establecido con mi música. Ahora abre los ojos y atiende a tu gato.
Al hacerlo, se sorprendió con la rara mueca de sonrisa del gato y tuvo la plena certeza de que todo estaba en orden en el pentagrama implantado en su cabeza.
El aforo del teatro estaba abarrotado. Escuchó la segunda llamada y percibió a sus manos como dos águilas a punto del vuelo desde un risco elevado. Su respiración era amplia y honda. Miró desde las piernas del escenario el gran piano y un viento amable la empujó suave hacia él al terminar de darse la tercera llamada. Una única y providencial butaca había quedado vacía en la penúltima fila. Hacia ella se deslizó una sombra mientras las luces declinaban.
Úrsula dispuso sus manos sobre las teclas, inhaló profundamente dos veces y enseguida las notas del Nocturno kk iv No.16 se esparcieron sobre el recinto.
En la semi penumbra, un fantasma lloraba de alegría.