Aquí estoy, después de dieciséis años sin volver, de mil historias perdidas, dormido ya para siempre el perro que dejé cachorro y enamorado de mí, mi madre llena de arrugas nobles no percibidas en las fotografías. ¿Y aquella chica con olor a pan horneado? ¿Y aquella otra con labios sabor mandarina? Seguramente duermen otros sueños, corren tras otros afanes. ¿Qué será de Pedro y de Lucio? Dejaron de hacer contacto conmigo, aunque una vez juramos que juntos cambiaríamos el mundo. La ciudad vibra distinto, huele diferente, ha cambiado muchos árboles por edificios; me hace sentir un extraño. Mi calle no parece mi calle: don Pepe, el carnicero, ha muerto; Yeyo, el Perico, ya no cuenta chistes en la esquina ni en ningún lado desde que tres balas lo dejaron quieto y calladito; el terreno baldío donde curé mi adolescencia pateando una pelota y donde robé más que un beso a Elena ahora alberga un edificio de apartamentos; doña Carmelita no sale en su esquina a vender sopes y elotes hervidos; la iglesia está cerrada por perjuicios que le provocó el temblor y dice mi hermana que el carrito de los camotes tiene años sin pasar. Todo eso me pone nostálgicos los huesos y el aire que respiro.
Camino la calle de norte a sur. Cae la tarde. Necesito encontrar alguna cara que no haya perdido su gesto original y algún trino de pájaros reconfortante. De pronto, lo recuerdo: el maestro, ese loco irreverente que para mí fue un faro de Alejandría en la escuela preparatoria. Apresuro el paso para caminar veloz las más de tres cuadras que me separan de su casa. ¿Habrán podado esos grandes árboles de mango en su patio enorme? Me aterra la idea de encontrar otras construcciones en él. Voy rememorando los discursos apasionados de sus clases de Filosofía e Historia del Arte; me impartió ambas en el bachillerato. Al aproximarme mi emoción crece del mismo modo que cuando esperaba verlo entrar al aula con su pelo largo entrecano, sus camisolas blancas de cuello redondo y su infaltable morral de piel colgando del hombro.
Al llegar, me alegra percatarme de que al menos ahí nada ha cambiado. La barda baja y la malla de alambre permiten ver al fondo la casa débilmente iluminada. Casi oscurece. Los árboles viejos flanquean la vivienda blanca de muros gruesos, guardianes vegetales cuyo destino eterno es viajar hacia la raíz y anhelar con sus ramas el infinito. Grito las buenas tardes en espera de verlo salir, o tal vez a otra persona que ahora viva con él, porque antes vivía solo. Nadie contesta, pero estoy seguro de que hay alguien, pues la tenue luz así lo delata. Recargo la mano en el rancio portón de madera y lo descubro sin cerrojo. Se abre al empujar levemente.
Mientras avanzo por el patio largo parece retornar el tiempo. El crujir de hojas secas bajo mis pies es remembranza nítida de mi adolescencia. Solo tres o cuatro veces caminé por ahí, pero fueron suficientes para dejarme huella imborrable en mi espíritu; ninguna otra voz permeó tanto en mí como aquella que ahora anhelo escuchar.
La puerta de la casa crepita su moho de años al abrirla, sonido de recuerdos vivos y polillas muertas. Recuerdo perfectamente la distribución de los espacios: primero la gran sala con esa chimenea que debió encenderse en invierno hace tantas décadas, cuando mi ciudad era fresca aún y yo apenas un impulso de proyecto en la mente joven de mi padre; la cruzo hasta llegar al gran comedor y, a un lado, al ancho pasillo que lleva a las habitaciones. Del fondo de este emerge la única luz que pelea con los rayos supervivientes de la tarde. Alzo la voz para ser escuchado: "¡Maestro! Soy un antiguo alumno suyo. Vengo a saludarlo". Tal vez ha perdido el oído, pienso, pues no hay respuesta. La puerta entreabierta de su habitación también llora de soledad longeva al empujarla.
Ahí está él, al parecer dormido en su viejo sillón. Reconozco de inmediato su perfil envejecido y viene a mi mente su porte de águila aguzando eternamente la mirada. Tomo asiento a su lado para observarlo en silencio. Mi emoción cruje al mirar en el cuerpo de alguien tan querido los estragos que nos hace el tiempo. ¿A dónde se fueron el orgullo de ese pecho que rompía el aire convirtiéndolo en olas, la certeza que irradiaba la luz en su mirada, la claridad de sol naciendo de su boca?, ¿a dónde el bisturí de su palabra, la marea de velos rasgados y la desbandada de espectros justicieros que evocaba una sola de sus frases? Me conmuevo sinceramente y apenas puedo limpiarme una lágrima al verlo reanimarse, próximo a despertar. Lo escucho musitar algo así como unos versos, sin abrir los ojos todavía:
―He soñado una fuga. Un «para siempre» suspirado en la escala de una proa; he soñado una madre; unas frescas matitas de verdura, y el ajuar constelado de una aurora.
―Querido maestro ―alcanzo a decir.
Enseguida alza los párpados, esforzándose por entender la débil luminiscencia que nos rodea. Tiemblo, emocionado. Cuando al fin vuelve de su delirio onírico me mira con extrañeza plácida, y arguye:
―¿Qué buscas en un viejo acabado como yo, tú, que manas agua fresca por donde sea que se te mire?
―Tal vez no me recuerde. Soy Ángel, alumno suyo hace casi veinte años. Me da muchísimo gusto encontrarlo.
Me escruta como quien revisa una carta que no recuerda haber escrito.
―Me cuesta saber quién eres, reconocerte desde aquí donde estoy. En aquellos tiempos todos tenían la misma mirada: levantada y llena de promesas ―me entristece un poco escucharlo―. ¿Ángel dices que te llamas?
―Así es, maestro. No se preocupe, entiendo perfectamente, por usted pasamos muchos miles.
Cambia su gesto a una leve sonrisa, me ve como a un gato curioso y simpático que invadió su espacio. A decir verdad, me inquieta un poco que no me reconozca, mas comprendo que a su edad le suceda. Después de una gran pausa, me pregunta:
―Dime una cosa, ¿a tu edad encontraste al fin lo que buscabas? ―no esperaba una pregunta de esa índole.
―Estoy en eso, no es fácil lograr todo lo que se anhela, pero seguimos luchando. Estuve mucho tiempo en el extranjero, donde estudié una maestría en derecho penal. Espero pronto tener buenas oportunidades aquí. Gracias por preguntarlo.
―Es hermoso escuchar eso: “Seguimos luchando”. Te felicito por creer aún en… la lucha. Yo dejé de luchar hace tiempo, ni siquiera sé si alguna vez lo hice. En el último parte de guerra, concluí que nada gané, nada perdí.
Me desarma. Las mismas frases desencantadas que tanto me fascinaban, ahora me duelen al percatarme de la decadencia de mi admirado profesor.
―Maestro, no pretendo contrariarlo con malos recuerdos. Solo deseaba acompañarlo un tiempo y preguntar si algo puedo hacer por usted.
―Es muy noble tu intención, sin embargo, no se puede hacer por el otro más de lo que el otro pueda hacer por sí mismo. Y yo hice muy poco, lo acepto, porque…
―No debe decir eso, ¡jamás! ―me atrevo a interrumpirlo―. Si algo me movió a visitarlo es agradecerle lo que sus palabras hicieron por mí.
―Las palabras, las palabras… Esas lindas rameras… Es cierto, dije mucho y escribí otro poco. ¿Sabes cuánto de lo que dije o escribí, realmente hice? Exiguos fueron mis alcances, tal vez hice nada... Nada.
―Me parece muy injusto consigo mismo, maestro.
―Nada de extraño tiene la injusticia; prevalece en el mundo, ¿no crees? De los grandes hombres y mujeres, pocos son famosos. Un criminal de guerra o un feminicida serial pasarán a la historia; muchos políticos mediocres también. Un hombre como yo, que solo quiso encender la mecha dentro de las aulas, aparecí en los registros solo mientras acudí a firmar mi supervivencia a fin de recibir una pensión; después de eso me volví nada más que recuerdo en algunas fotos navideñas, un aniversario triste, un suspirante olvido progresivo. Al final, todos estamos condenados a convertirnos en un epitafio, no siempre creativo, por cierto.
Me resultan extrañas sus palabras. ¿Cómo refutar a un hombre transparente que ahora me resulta translúcido? Me limité a tomar su mano excesivamente fría y a preguntar si alguien se hacía cargo de él. Una ternura que conocía muy bien afloró en su sonrisa compasiva.
―Desde hace mucho nadie se hace cargo de mí, desde hace tanto dejé de ser una carga. No te preocupes, ya nada tiene peso, todo es ligero ahora.
―Pero, alguien debe hacerse cargo de sus alimentos, de acompañarlo y…
―Déjame mejor decirte otros versos de Vallejo ―me interrumpe―. No siempre me es dado tener una escucha como tú.
―Soy todo oídos, maestro ―reprimo mi inquietud por él. Me limito a conceder ante su petición.
―Dios mío, y esta noche sorda, oscura, ya no podrás jugar, porque la Tierra es un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura, que no puede parar si no en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura.
La última frase fue apenas un susurro. Enseguida va cerrando sus ojos, visiblemente débil, fantasmal. Me quedo unos minutos más hasta que considero prudente retirarme, no sin antes estrechar sus manos, témpanos de hielo en las mías. Llevo hacia atrás el respaldo de su reclinable y lo cubro con una frazada que descubro en un mueble adjunto. Ubico el interruptor de la luz eléctrica y lo acciono.
Salgo a tientas entre la penumbra y en el enorme patio busco nuevamente y en vano a alguien que hubiera llegado a la casa durante mi estancia. Encuentro al silencio, a nadie más.
Ya en la calle, visiblemente contrariado, me detengo a preguntar a la encargada de una tienda, en busca de algún dato que esclarezca la situación de mi querido maestro.
―No, ahí en la casa de los mangos ya no vive nadie, señor ―me responde la muchachilla tras el mostrador―. Está vacía desde que murió el profesor hace dos años.
Aunque me duele el pecho al escucharla y todo gira alrededor de mí, corro para deshacer los cincuenta metros que me separan del portón antiguo de madera. Lo empujo fuerte, desesperado e incrédulo. Nada puedo hacer para vencer al anciano de roble, solo llorar de estupefacción y angustia.
Los últimos versos musitados por el fantasma de mi maestro me taladran la cabeza: …que no puede parar si no en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura… en el hueco de inmensa sepultura.