Hay muchas razones por las que un buen día, alguien, aterido por el frío de una ausencia o una pérdida, flechado por la punta del amor, muerto y redivivo por obra y gracia de un terco corazón, o, asombrado ante el maravilloso espectáculo de tanto color vegetal mecido por el aire en un marco de azules y nubes pachonas; o bien, impelido por sus recuerdos luminosos o sombreados, por esas huellas mnémicas que son la puerta de entrada a su mundo interior, se proponga, con la adarga del Quijote afilando su palabra y bañado por una especie de viento paracleto, convertir su experiencia de vida en versos que se casen con las miradas que pretendan desnudarlos, y que vayan por ahí, saltimbanquis, sobre llanuras de papel que hagan las veces de reflejos de lo más profundo, lo más cierto y auténtico de una mujer o un hombre, cuando esta o este, asumen el divino rol del poeta.
Roberto Hernández Peralta, educador, cantador casero, compositor de canciones, amante y esposo de Rosa Isabel, y coleccionista de chucherías setenteras y ochenteras, según sus propias palabras, guarda un anhelo en su pecho: tener un día el tiempo en sus manos para acortarlo o expandirlo a su arbitrio, lejos de la oficina y del aula, en la que ha dado y recibido tanto, para, además de disfrutar de la familia, cantar, comer sin culpa y a su antojo, ir a donde Eros lo lleve, beber café ―sagrado ritual de dioses―, tomar brandy con mucho hielo, armarse con tinta y papel para darle vuelo a sus quimeras, y realizar así su transmutación en guerrero de la palabra, metamorfosis que, a mi juicio, inició desde hace buen tiempo, pues he tenido el privilegio de escuchar y ver nacer flores de su boca cuando en el pasado hemos coincidido en algún encuentro literario.
El que Roberto haya escogido el título “México de mis amores” para nombrar el bello carrusel de versos que contiene su libro, mucho nos dice de por dónde le place deslizar su vena poética. Independientemente de lo que yo pueda decir, prepárate, porque si abrevas en él, serás tomado por asalto para asistir a una fiesta en la que, sin percatarte, olvidarás que eres un simple invitado cuando tu ánimo torne en el del protagonista o en el sujeto lírico de cada poema, como niño emocionado que viaja en el tiempo para recuperar un balero perdido en algún rincón de la infancia, y correr tras el torito de lumbre que no se cansa de tronar nuestra alegría; o para comerte una ciruela hervida con salecita, como decía la abuela, o tal vez para jugar una vez más a “La roña” o a “Las escondidillas” con amigos de tu niñez que, créemelo, reaparecerán como amables fantasmas conforme vayas pasando las páginas y deslizándote por un tobogán de rimas y colores, sobre todo si has tenido el privilegio de nacer el siglo pasado en un pueblo del estado de Morelos o de cualquier otro de nuestra nación, como Roberto, por obra y gracia de un milagro bondadoso, y como el que esto escribe, por gracia de mi suerte. Sin embargo, aun aquellos que nacieron en ciudad o esos hartísimos, dirían los viejos, que llegaron a la vida en este siglo que corre rápido como alma que lleva el diablo, basta que alguna vez se hayan dejado tocar las fibras de su emoción por El huapango de Moncayo, para que puedan recorrer a modo de jolgorio el sendero de octosílabos que nos regala Roberto, los que no se arredran al momento de quitarse el sombrero para volverse heptasílabos, o al ponerse un rebozo de feria o unas espuelas de charro para agrandarse a eneasílabos; basta que tu amor por este país, que no merece lo cruento de muchas de sus realidades actuales, se mantenga intacto, y tu orgullo como mexicano, incólume, fuera de sentimentalismos patrioteros muy bien explotados por los dueños de la imagen y el gran capital; basta que alguna vez te hayas detenido a la vera del camino a cortar una rosca roja de guamúchil, o que aprecies todavía la delicia de comer una tortilla recién hecha por dos manos mestizas y morenas, o que sepas beber a besos, o de un trago, un caballito de tequila o un mezcal en jarrito de barro. Basta que providencialmente se haya colado por tus genes una sencillez endémica que te permita viajar a lomo de mula o caballo matalón por un paraje muy nuestro lleno de música, color, sabores, aromas y tradiciones, cuyo recorrido te ayudará a mantener o recuperar el amor por los muchos rostros de lo mexicano.
Para mí, leer a nuestro autor nacido en Tenango, municipio de Jantetelco, ha sido beber agua directamente de un cántaro de barro, por su frescura y sencillez, atributos que hoy en día se encuentran poco en una persona o en cualquier tipo de artista; también ha significado encontrar el trenecito de madera que alguna vez me regaló mi padre y creía extraviado. Ha sido una vuelta al origen al ritmo de una música afortunadamente bien resguarda en sus rimas, recuperando, para mi fortuna, una sabiduría que encontré maravillosamente engarzada en una verbena de dichos y refranes. Me siento agradecido y, más que eso, hermanado.
Imaginemos por favor que “México de mis amores” es un papalote colorido que nos lleva de viaje por la tradición, los recuerdos y por aires limpios como los de nuestra tierra. Pueden pensar en su autor como en un boyero amable sin mayores pretensiones que compartirnos el infinito amor por su origen y la palabra que lo nombra. Complace que, en esta posmodernidad que insiste en romper los lazos con la identidad de los pueblos y nos empuja a velocidad desquiciante hacia una vida delirante de futuro sin recuerdos, existan poetas versadores de lo auténtico como Roberto Hernández Peralta. Su libro me dejó una emoción inderretible, si me permiten el neologismo, y, aunque les parezca extraño, un deseo repentino de ser el abuelo de una niña con trenzas llamada María, a la que lleve una tarde a los caballitos de feria. Ojalá suceda, antes de que el destino globalizador nos alcance.
¡Enhorabuena, Roberto! Seguro estoy de que serás recibido por tus lectores con el mismo placer que da beber agua fresca de limón con chía.
Nota: El libro fue editado por Infinita Editorial; está disponible con Daniel Zetina y el autor.