A Carlisse Novo,
a cinco años de esconder su sonrisa
Seré un descarado. Ma han hablado mucho de las bellas y salerosas mujeres cubanas, de su fascinación por los hombres mexicanos ―lo cual menciono con precaución; no lo creo del todo―, de lo relativamente fácil que es ayudarlas a salir de su país y traerlas a vivir en el tuyo. Mi imaginación ha albergado en momentos, a modo de juego absurdo, la posibilidad de hacerlo realidad. Son una de esas tonterías machistas que se callan y guardan bajo el colchón, sobre todo si quien cobija tal secreto propio de su efervescencia masculina (por no decir estupidez) es un hombre casado, como el que esto escribe.
Ahora bien, algún conocido mío lo ha logrado. No logró mantener a su lado a la ninfa caribeña por mucho tiempo, claro. La belleza se escapa fácilmente como peces de las manos, sobre todo si ha sido alquilada o adquirida en contrato de compra y venta.
Lo interesante del asunto es no haber tenido necesidad de viajar a la hermosa isla para encontrarme con la posibilidad de hacer realidad mi tonta fantasía. Todo lo que intenté, aclaro, fue con la conformidad absoluta de mi esposa, por supuesto; y así lo hice un tanto simbólicamente. Tal vez les parezca yo un caradura; quizá lo sea. Mas, así ha sucedido. No se incomoden conmigo, dejen su moralina en paz. Les contaré con calma del tema; después me juzgan.
Sucedió hace tiempo. La conocí una tarde, treinta y tres años atrás, al inicio de los ensayos de una puesta en escena en la que ambos participamos; ¡ah!, y también la dama de quien en poco tiempo yo sería concubino y padre de sus hijos; mucho más adelante, su esposo. Al principio nos acercó la camaradería, su frescura de agua de coco y ese acentico lleno de sabor tropical. Me encantaba escuchar de la rubia mujer expresiones como: “Mira qué bien le sienta esa camisa, chico”; “pero si tiene personalidá en el escenario, caballero; ¿usted lo sabe?”; “con esa estatura que tiene, yo subiría al cielo, mi amor”. Rojo me ponía después de escucharla; más por los pellizcos propinados por mi pareja, injustamente celosa: “Te gusta la señora cubanita, ¿verdad, cabroncito?” “¡Bueno!, ¿a quién no le cae bien una dama tan atenta y hermosa como ella?” “Pero ¿te gusta?” “Oye, las mujeres lindas gustan siempre, para qué negarlo. Eso qué importa, a la quiero es a ti, gruñona”. Nuevos pellizcos aderezaban el ambiente para una posible reconciliación encendida.
Pasaron algunos años sin que nada ocurriera entre la bella y la bestia. Tuve hijos, conseguí un trabajo formal, fui abandonando mi breve aventura en el teatro y volviéndome más anodino que la mayoría de los mortales. La rubia seguía brillando en los escenarios, enamorando hombres y mujeres con la sal que manaba de su boca, llevándose siempre las palmas más calurosas de los asistentes a sus espectáculos.
Eventualmente yo volvía a los tablados, tratando de empatar mi arduo trabajo como docente con mi labor actoral, generalmente mal pagada. Recuerdo una ocasión en que la guapa cubana sustituyó en su papel a quien en ese entonces ya era mi pareja. La razón: el embarazo y el inminente nacimiento de mi hijo. Viajamos con la compañía independiente al sureste del país a realizar algunas presentaciones. Fui feliz a su lado unos pocos días, la disfruté en escena y fuera de ella. Bebimos, caminamos y cantamos juntos. Supe del hombre de quien ella vivió enamorada por años, de su muerte posterior y de su tristeza; también de la soledad que siempre la acompañaba, sin ningún familiar en este país, todos sus bienes materiales perdidos en el suyo al decidir no regresar a él. Parecía alegre incluso al hablar de sus pérdidas, la sonrisa sin par y el candor de su voz la convertían en alondra en su jaula de dulce melancolía.
Varios años más tarde participé en la que sería mi última incursión en la escena actoral. Afortunadamente fue al lado de ella. Para entonces, los años habían dejado mayor evidencia del paso del tiempo en su piel, pero no en su júbilo; mucho menos en su talento de diva que encantaba y convencía hasta a los críticos teatrales más reacios. Esa vez me tocó interpretar a su hijo en un drama psicológico con personajes retorcidos, asfixiantes. Compartíamos escenario también con mi compañera de vida y madre de mis dos hijos, bella y talentosa sobre las tablas, a quien curiosamente le tocó interpretar el papel de mi esposa, como si no tuviéramos suficiente con jugar ese rol todos los días en la vida cotidiana, con las alegrías y sinsabores que eso conlleva. La puesta en escena tuvo un relativo éxito. Recuerdo como si fuera ayer el día del estreno. Al final, los aplausos más intensos fueron para la diva del Caribe, como siempre. Mi peor error fue salir junto con ella a la sala de recepción, donde el público esperaba a los actores para departir entre copas de vino blanco y bocadillos. Se abalanzaron sobre la rubia otoñal en andanada de felicitaciones y abrazos; la mayoría sinceros, algunos aduladores. Tal vez uno o dos de los ahí presentes voltearon a darme la mano y felicitarme tibiamente; otros, solo sonrisillas forzadas o un “felicidades” adusto, sin eco afectivo. Pies, ¿para qué los quiero? Salvé mi dignidad refugiándome con dos o tres buenos amigos presentes, cuya emoción al felicitarme fue genuina; no me moví de ahí. Tampoco quise acercarme al grupillo que reconocía el trabajo de la autora y directora de la obra, junto con el de mi pareja, quien también tenía su cauda de admiradores, aunque no tan basta como la de la estrella que iluminaba ese pequeño firmamento de vanidades.
Aquel día descubrí algo importante con gran desahogo para mi espíritu, preso a menudo de tormentas inútiles: no volvería a ser actor el resto de mi vida. Podrán pensar que me dolió, sin embargo, siempre he tenido ese atributo de carácter: si abandono algo, lo lloro con intensidad durante el menor tiempo posible, y adelante. Retirarme del teatro y enfrascarme de lleno en la ardua sobrevivencia para sacar a flote a la familia me alejó del rubor tornasol de mi admirada, quien siguió dando muestras de su talento en cualquier tablado donde ponía sus pies.
En su piel se acumularon otoños, sin detrimento de la primavera que brillaba en sus ojos y cantaba en su boca. Me sorprendía su capacidad de renovar su gozo a pesar de la soledad que la sitiaba, de los estragos de los años y las vicisitudes económicas. La visitaba con regular frecuencia para convivir un poco. Me confió detalles de su vida pasada que yo captaba con avidez de aprendiz; de esos afortunados encuentros nacieron algunos cuentos respetables, con ella de protagonista. Su estudio, con las paredes llenas de carteles de teatro, fotografías, reconocimientos, placas conmemorativas y programas de mano, era el oasis en el que podía estar con ella, imaginarla, soñarla, viajar por grandes teatros y centros de espectáculos del mundo. En una ocasión me dijo: “Si tuviera cuarenta años menos me gustaría tener un novio como tú, pero si no estuvieras casado con la Teresa, porque yo sé respetar lo que no es mío, tú sabes”. La adoré al escucharla. Más de una vez besé sus mejillas y su frente, devoto. Sin decirlo, establecimos una especie de noviazgo inocente, salvando los treinta y nueve años que nos separaban, todo con pleno consentimiento de Teresa, mi esposa, quien a veces acudía conmigo para pasar algunas tardes de café con ella.
Un día me informaron de una caída fortuita, de su cadera rota y un pronóstico difícil debido a su edad avanzada. La visité cuantas veces pude para apoyar un poco a quien se encargaba de ella proveyéndola de lo necesario y de sus asuntos médicos, previo acuerdo y a conveniencia de ambos. Aún en silla de ruedas, a sus noventa y tantos años soñaba con sanar para volver a trabajar en el escenario o dar clases de piano.
El destino, en ocasiones sabio y en otras infausto, se encargó de resolver sus dilemas, su crisis existencial senil y los padecimientos físicos inmerecidos. Una mañana no despertó. Su compañera de tantos años, la perrita chihuahua que la amó como nadie, lamía su cara en intento desesperado por resucitarla. Así la encontraron, pálidamente bella, ausente de congojas, interpretando con dignidad y sin público el último papel de su vida.
No fuimos muchos quienes acompañamos en el sepelio. Lo hizo quien pudo y en verdad la quiso e hizo algo por ella. La cubana de fuego que pisó grandes escenarios en La Habana, París, Roma, Madrid, Buenos Aires, México y muchas ciudades más, lucía hermosa en su despedida.
Al día siguiente, solo algunos miembros de la familia de quien estuvo a cargo de ella, un buen amigo actor colombiano y un servidor estuvimos presentes en la cremación. No hubo aplausos, vino blanco ni poses vanas. La muerte nos quita los disfraces, nos convierte en polvo y viento, poco a poco en olvido.
Exactamente un mes después, el gran temblor de septiembre del dos mil diecisiete nos mostró la conveniencia de morirse a tiempo. La hermosa no hubiera podido bajar jamás las escaleras de los tres pisos. El edificio que albergaba su departamento fue desalojado; se declaró inhabitable por antigüedad y daños estructurales. No estoy seguro de lo que pasó con la historia de su vida plasmada en las paredes de su estudio. Quise quedarme con algún recuerdo suyo. Así lo hice saber al responsable y ahora heredero de sus no muchos bienes, que incluían una pequeña casa cerca del mar. Al respecto recibí una promesa; hasta ahora, nada más.
El tiempo, paradójicamente, mantiene intacto un gran regalo de mi “novia” cubana: su espléndida sonrisa. Nada la difumina, cada recuerdo la expande.