I
Entre la muchedumbre es fácil esconder un arma. Todas las manos la empuñan sin saberlo, sin desearlo. A una mujer o un hombre entre la masa los convertimos en fácil diana de tiro al blanco, casi dioses perseguidos, casi lunas que atrapan la luz en medio de la noche. En la multitud es sencillo levantar sobre hombros a la vida o segarla para siempre con una pistola calibre 32, con un amor calibre fanatismo o con un odio calibre sinrazón.
Enciendo el televisor. De no hacerlo habrían sido felices unos minutos más mi café descafeinado y mis galletas con almendras. Pero lo he encendido. Veo al tipo en el momento justo de apretar el gatillo para explotar la conmoción en todo el continente. ¡Qué ligera es la suerte de estar vivo! ¡Qué curioso es el instante! El dedo echa a andar la decisión desde hace tiempo asumida. Una fracción de segundo puede cambiar el orden de las cosas. La articulación de la primera y segunda falanges del dedo índice de la mano es clave para que el pliegue digital distal, entre la segunda falange y el pulpejo, haga válidas todas las dudas, las conjeturas, las discusiones con los demás involucrados y las noches platicando con la novia sobre el tema, después de hacer el amor; tal vez inmiscuyendo a la luna y a los cigarros que deshacen el tiempo dejándolo en ceniza.
Tal vez Fernando no odia en realidad a Cristina, por eso no puede casar su decisión con la voluntad de la bala. ¿Puede un trozo de metal fundido, con su ración de muerte en polvo dentro de su entraña, contravenir al destino?, ¿puede renunciar a su encomienda porque una fuerza mayor, desconocida, así lo determina? Tal vez el muchacho la amó y ahora cree odiarla. Razones sobran al señor Amor para mutar bajo el mando del capricho. De alguna manera el plomo sabe del dilema; por eso se niega a abandonar el cañón de la pistola.
El caso se indaga en calidad de alto secreto, declara el informativo. Fernando guarda silencio en la cárcel. Brenda, la novia del prospecto de asesino, también quema su alegría detrás de los barrotes. Me pregunto si alguna vez jugarán de nuevo al amor en algún rinconcillo bonaerense, sin más pretensión que arrancarse a gritos pedacitos de vida. Lo dudo. También lo lamento. Hubiera sido fácil cultivar sus sonrisas en otro tipo de pactos, correr a la vera de senderos no incendiados, matar uno en el otro sus demonios. Es tarde para eso.
Busco en la foto de Fernando algún secreto en la mirada. Encuentro dudas, abandono, pozos de ternura resecos. Sin embargo, su boca… Los labios apretados alojan misterios que jamás serán revelados, dibujan rabia contenida, reclamos sin respuesta. A su boca tumba la abrirá un astuto periodista que tal vez escriba un libro sobre el caso. Posiblemente un cineasta retome el clic frustrado del disparador e indague algo más sobre el tatuaje nazi descubierto en la piel de Fernando, y a la vez nos descifre la devoción inútil de Brenda hacia su novio. Mientras tanto, Cristina abrazará a quienes dicen quererla, mientras un fiscal pide doce años de cárcel para ella por supuesto fraude a la administración pública de su país. Cierto o no, una sombra negra vagará siempre a su lado. No es la Cris Cris Cristina aquella, hija del gran magnate naviero, que sueña que un albañil la piropea, Sabina dixit; esta otra padece sueños de poder desde hace lustros, no soy nadie para decir si merecidos. “Jamás vi el arma”, dicen que ha dicho. Nunca más bendita la ignorancia que ahora. Habríamos de preguntarle si ha firmado contrato con la divinidad ―de poder a poder debe ser más fácil―, y por ello algún ángel de la guarda de alas grandes tiene a cargo su cuidado.
El café se ha enfriado al final de mis lucubraciones. Desde hace tiempo aprendí que las noticias de la televisión son insanas antes de dormir; a menudo lo olvido.
Vuelve a su negrura la pantalla electrónica. Tomo un libro de poesía para olvidar esa bala dormida, esos ojos, esa boca, y a la novia tonta de frágiles abriles.
II
La quinceañera estaba radiante con su vestido blanquísimo en medio de la pista de tierra apisonada. La madre era la viva imagen de la ternura con su sonrisa de oreja a oreja. El padre, otoñal campesino, movía el bigote como siempre le sucedía al sentir la nerviolera; su hijo mayor mercó para él guaraches nuevos, que luce sin haberse preocupado por quitarse la mugre de las uñas, residuos de la tierra donde cada temporal siembra la vida para convertirla en milpa. La más pequeña de sus hijas, su tortolita tierna, se convierte en princesa de bronce para que algún bardo labrador de metáforas en el surco ponga sus ojos en ella. Los quince ya son edad de merecer, dice la conciencia del pueblo, sobre todo si la mujercita aprendió bien a echar las tortillas y a preparar frijoles de olla.
Después del mole rojo con arroz y de calentar la fiesta con cervezas frías, paradoja insalvable, el vals regaló a los presentes la ruda ilusión de una aristocracia pasajera, rota cuando el padre atoró un huarache en una raicita tramposa del gran tamarindo que sombreaba la tarde. Fue a dar con su ajetreada humanidad hasta la tina de cervezas, de donde fue levantado con los calzones de manta empapados de agua helada. Mentó la madre quien sabe a quién, y el vals continuó con los hermanos, primos, demás parientes y amigos.
Más adelante, el patio de la casa humilde habíase convertido en un paraíso de alegría cercado con alambres de púas y carrizos. Un conjunto musical amenizaba el ocaso y la llegada de la noche. Las botellas de mezcal hacía rato había sustituido a las cervezas. Alguna que otra de brandy enseñoreaba las mesas de los muchos padrinos de la festejada. Cuando el pastel de tres pisos apareció ―con su réplica en miniatura de la quinceañera, aunque de tez blanca y nariz en punta―, no había un solo hombre con mirada tosca ni una sola mujer cohibida en esa casa. Todos raspaban con gusto los huaraches y zapatos en el piso, levantando nubes de polvo que, más que molestarlos, les ofrecían la embriagante ilusión de flotar sobre nubes, iluminada la emoción entre las hileras de flores de papel y las luces ambarinas de seis focos.
A las ocho de la noche muchos hombres de ruda estampa se abrazaban, hermanados, embriagados. La mayoría de las mujeres bailaban solas prescindiendo de los varones. Solo las más jóvenes tenían la cintura enlazada por los brazos de muchachos con botas y sombrero. La cumpleañera había guardado las zapatillas y el vestido de gran dama; ahora daba brincos a ritmo de cumbia, encendidos los cachetes por los primeros tragos que bebió en su vida sin pedir permiso a los padres. Todo marchaba de acuerdo con la costumbre. Seguramente esa noche al menos una mujercita de trenzas se largaría con el novio y algunos hombres se agarrarían a trompadas porque uno de ellos piropeó a la hermana del otro. Nada extraordinario.
Tambaleante y beodo, ya avanzadas las sombras, el padre abandonó su grupillo de alegres contertulios para ir a desaguar en plena calle, a un lado de la tranca de entrada a su casa. Los humos del alcohol y la semi penumbra le impidieron ver al grupo de personas que pasaba, algunos de ellos también en estado inconveniente. “Ya me miaste las patas, viejo hijoetu…” Se hicieron de palabras el ofendido y el meón, mentaron mutuamente a sus madres y se liaron a golpes. Uno de los hijos mayores salió; arremetió contra el hombre que golpeaba a su padre. La esposa del ofendido y sus hijos se lo llevaron con la nariz sangrando, su honor herido por la orina de un beodo sin gran alcurnia. Pasada la reyerta, la fiesta siguió sin dar mayor importancia a los moretones del patriarca de la casa, quien contaba el incidente como nunca sucedió, a conveniencia de su orgullo.
Poco duró la calma. Veinte minutos después, el hombre aquel regresó con un hermano, dos primos y un hijo como refuerzos, todos con machete y piedras en las manos. Se armó la trifulca. El factor sorpresa provocó que el padre de la quinceañera recibiera un machetazo. Le arrancó un pedazo de oreja junto con una mata de pelo. Otro paisano que ni era de la familia sufrió una cortada honda cerca del hombro, pero pudo abrirle la mejilla a su adversario con los filos de una botella rota de cerveza. Uno de los hermanos mayores de la quinceañera entró rápido a la casa y volvió pronto con un retrocarga calibre 16; otro más echó tiros al aire con una pistola. Los invasores huyeron ante las balas, dos de ellos desprovistos de sus armas y con muchos golpes en el cuerpo; menos quien hirió al patriarca de la casa, que fue alcanzado por un golpe seco con la culata de la retrocarga por parte del hijo enfurecido. Desarmado y noqueado, rodó por el suelo. Fuera de sí al mirar desangrarse a su padre, el muchacho cortó cartucho y apuntó directo al pecho del fulano vencido. “No lo mates, hijo, te vas a comprometer”, gritó la madre. Era tarde para arrancarse el diablo que llevaba adentro. Jaló el disparador ante los ojos aterrados de su reciente enemigo. Algo sucedió en la ventana de eyección del arma, el proyectil no salió a cumplir su destino granate. Lo intentó otra vez; tampoco funcionó. Frustrado, molió a culatazos al desgraciado, hasta que su hermano y otros hombres lograron maniatarlo y quitarle el arma.
La fiesta tuvo final rojo. El agresor fue arrastrándose hacia la salida, exhausto, llevándose aún algunas patadas como complemento; lo más importante: llevándose a cuestas la vida, milagrosamente. El padre fue a dar al hospital. La quinceañera terminó el festejo con llanto, pero su padre sobreviviría. Dos primos suyos treceañeros, tan asustados estaban, que desde el tronar de balas se alojaron debajo de un ropero enorme en uno de los dos cuartos de la casa. El miedo y el cansancio los vencieron. Despertaron horas después, cuando quedaban nada más que un grupo triste de borrachos, murmullos bajo el tamarindo gigante y algunas tías levantando enseres.
Es hora de confesarte la verdad, querido lector: uno de esos primos púberes era yo. Por vergüenza, me escondí detrás del narrador. Aún siento el pavor de aquella noche. Decenas de veces he imaginado la escena de aquel primo mayor jalando el gatillo de la escopeta sin que la bala saliera. Lamento no haberla presenciado para darte la versión más fidedigna; me la contaron después al salir de mi escondite, a donde ingresé temblando al oír las primeras balas al aire. Nunca más acudí a una fiesta en ese pueblo. La quinceañera, mi prima, ahora tiene sesenta y un años. Desde hace rato ha sido abuela de otras quinceañeras que se creen princesas por un día.
Vuela rauda la vida, no es una bala tímida negándose a su destino.