I
Oscurecía, pero alcanzó a distinguirlo en la parada del autobús. Le dio gusto encontrarlo. Doce años sin verse. Se ofreció para llevarlo en su auto. Halló en Lauro la misma cara de niño asombrado. Tal vez algunas grietas en su rostro, pero las mismas dudas en esos ojos grandes, amables.
Durante los cincuenta minutos de recorrido entre la ciudad y las comunidades de ambos, vecinas, se pusieron al tanto de sus vidas. Arnoldo le contó de su familia, del trabajo y de su nueva aventura amorosa. Lauro habló de su regreso al estado hacía unos meses, de su soltería e incapacidad para los amores duraderos, de su pasión inacabable por el baloncesto; se conocieron precisamente practicando ese deporte. Debido a que los dos eran de la misma estatura, compitieron en cantidad de batallas deportivas; pertenecían a equipos contrarios, acérrimos rivales.
A medio camino, agotada un poco la emoción del reencuentro, la conversación dio un giro inesperado:
―Arnoldo, ¿puedo saber la edad de tus hijos?
―Claro, la nena tiene ocho y el pequeño cinco. Los adoro.
―Son muy pequeños todavía… ¡Cuánto lo siento! ―Lauro respiró profundo, acongojado.
―¿Por qué dices eso?
―Discúlpame por decir esto, pero… ¿tienes claro que estamos cerca del final de los tiempos?
Visiblemente contrariado y un tanto divertido, Arnoldo no supo cómo reaccionar. Recordaba a su amigo como soñador y extraño, levitando siempre entre filosofías esotéricas. Sin embargo, esta actitud tan radical lo desarmó.
―Mi querido Lauro, no quiero faltarte al respeto, pero si te has enrolado en uno de esos grupos raros o en una religión protestante, no tengo mucho interés en abordar esos asuntos. Menos si me vas a hablar del final del mundo o…
― ¡Por favor!, ¡tómalo en serio! No verás crecer a tus hijos. Vienen pronto por nosotros. Tú y tu familia podrían formar parte de la expedición, pero tienes que hacer un trabajo comprometido en el poco tiempo que nos queda. No con cualquiera hablo de esto, a ti te aprecio a pesar de no habernos visto en muchos años.
Era demasiado. Arnoldo decidió respirar profundo y tomar a la ligera a su compañero. No valía la pena confrontarlo. Restaban si acaso veinte minutos de viaje. Sería mejor seguirle la corriente y evadirlo con sutileza.
―Lauro, entiendo que mucho se habló del 2012, del salto cuántico que sufriría el mundo y temas de esa índole que casi no entiendo, pero eso de la expedición y el poco tiempo que “nos queda”, pues francamente… me suena alucinante. Discúlpame.
―No puedo explicártelo ahora como se debe. No estoy loco, hermano, hay evidencias y mucha investigación detrás. Me gustaría vernos otro día y…
―Y echarnos una cascarita de basket. ¡Claro! Unas chelas también, como antes ―su amigo guardó silencio, más triste que ofendido.
Después de varios segundos de mutismo, expandidos por la sensación de incomodidad de ambos, Lauro lanzó una breve perorata sin voltear hacia Arnoldo, que no hizo nada por interrumpirlo.
―Escúchame. Verás pronto sucesos inexplicables: rayos de luz en el cielo, algunos hombres y mujeres proyectado intensamente su aura en azul o verde, chaneques que cruzarán veloces frente a tu auto o que entrarán por la ventana de tu casa. No te sorprendas si estos últimos roban alguna pertenencia tuya o cometen alguna travesura; también les gusta hacer lo necesario para poner en orden las cosas, son cuidadores del equilibrio y detestan las injusticas. Los chaneques son seres que habitan entre nosotros. Ahora están llamados a cumplir, juntos con otros seres elementales, funciones que anuncian la llegada de la gran nave. Quieren que tomemos conciencia de lo que somos y hacemos, y ayudar a los elegidos para el gran viaje. Seremos 137 mil. Puedes estar aún entre nosotros. Piénsalo.
Arnoldo quedó perplejo. No sabía qué decir. Atinó a preguntarle, de manera boba, de dónde venía la gran nave. De los cielos superiores, le respondió, pero no intentes imaginar tales cielos como lo aprendiste en la iglesia; es más complejo. Concluyó con su oferta de verse a la brevedad posible para ampliar el tema.
Al llegar, se despidieron frente a la casa de Lauro. Arnoldo intentó una actitud seria. Aquel estrechó su mano con cierta pesadumbre.
―Abraza cuanto puedas a tus hijos. Diles que observen mucho las estrellas. La inocencia puede salvarlos ―le dijo, antes de cerrar la puerta derecha del auto.
Diez minutos más tarde estaba en casa. Su hijo dormía en la sala sobre las piernas de Lola, su cuñada, quien cuidaba los niños ante la ausencia de Irma, su esposa; esta vez acudió a un congreso educativo a la ciudad de México. Lola se fue pronto. Llevó al pequeño a la cama y ayudó a su hija a concluir la tarea escolar.
Más tarde, en su cuarto, envió un mensaje cariñoso a Thelma, su amante; otro a Irma, junto con un beso. Dejó su cartera en el cajón del buró, como de costumbre, y el celular encima. Fue a ducharse. La jornada había sido agotadora por varias y obvias razones. Después del baño, antes de bajar a la cocina, se percató del cajón del buró abierto. La cartera y el móvil estaban ahora sobre la cama. El dinero había desaparecido; también la licencia de manejar.
De pronto escuchó el tono de mensajes. Levantó el aparato. Era su esposa. Leyó: “Imbécil. Cuando vuelva no quiero encontrarte en casa, y a ninguna de tus pertenencias”. Estupefacto, descubrió que arriba del mensaje de su cónyuge, teóricamente, él le había enviado una foto suya y de Thelma desnudos, ella practicándole sexo oral. Se volvió loco. Su pequeño mundo en aparente equilibrio se derrumbaba.
Le pareció escuchar ruidos afuera. Corrió hacia la ventana.
Desde abajo, en medio del pequeño jardín, un hombrecito moreno y regordete lo miraba con sorna. Atónito, lo vio correr hacia la pared de la calle, atravesarla y esfumarse en las sombras.
II
El hombre dejó el machete en paz. Airado, se dirigió al capitán de la cuadrilla, que por ahí rondaba.
―Oye, Rojo, te digo algo: voy a dejar ese manchón de cañas sin cortar. Desde hace un rato les dije que hay un cabrón enjambre de abejas y nadie hace nada. Ahí ustedes saben.
―Tranquilo, Marcelino. ¿Qué no pasó el dueño de la parcela a hacerse cargo? Lueguito le avisé.
―Pues nomás pasó en su camioneta y le valió madres. Ni siquiera se bajó.
―¡A qué la chin…! Orita veo el asunto.
Cirilo, chofer de un camión transportador de caña, reposaba a la sombra de un gran amate. Intervino en el asunto:
―Oigan ustedes dos, ni que fuera cosa del otro mundo, chingao. A ver, Rojo, préstame tus cerillos.
Se dirigió a donde revoloteaban las abejas alrededor de un gran panal que no fue tocado por la lumbre al quemar la parcela para proceder al corte. Tomó un hato de cogollos secos, encendió la punta y, sin pensarlo dos veces, se aproximó a la abejera construida por los insectos a 50 centímetros del suelo, en los troncos de un grupo de cañas. Muchos de ellos huyeron por el humo y el fuego, pero la gran mayoría se quedaron resguardando el hogar de sus crías y de su abeja reina. Eran tantas, cientos de abejas, que podía escucharse a varios metros el crepitar de sus alas, patas y antenas. El crimen se consumó, en apariencia insignificante. Resultó ser más importante la tonelada de azúcar que se obtendría se ese grupo de varas dulces, que la vida de una colmena de insectos himenópteros, vitales para la polinización de la mayoría de los cultivos que alimentan al mundo.
―¡Listo! ¿A quién le cobro la caguama por el favor? ―preguntó Cirilo, ufano.
Cayó la tarde. Los montones de caña estaban listos para ser alzados y transportados a su destino.
A las dos de la mañana la mayoría duerme, sueña sus deseos, sus miedos reprimidos. Cirilo, no. A esa hora se levanta cada día, toma su café cargado y se dirige con el camión a donde hay que levantar las toneladas de caña. Coincidentemente, le tocó en el terreno donde ayer prendió fuego a las abejas.
El espectáculo nocturno del levantamiento de caña resulta impresionante en las sombras. Camiones, alzadoras mecánicas y hombres se mueven ágiles de un lado a otro, entre potentes luces artificiales y polvo. Cirilo desplazaba lento su camión al ritmo marcado por el chofer de la alzadora, protegido en su cabina del fresco de la noche y de la polvareda.
De pronto, una abeja revoloteó a su alrededor. Después una segunda, luego docenas, como si una colmena entera se alojara debajo del asiento. Quiso apearse de inmediato. Imposible, las chapas de las puertas no funcionaban. Desesperado, manoteó inútilmente, provocando las primeras picaduras en sus brazos. A contraluz, mientras las abejas martirizaban su cuerpo, vio el rostro achatado y burlón de un hombrecito en el parabrisas. Lo vio subir al techo de la cabina, oyéndolo saltar después sobre ella con gritillos de júbilo. El dolor lo hizo gritar hasta hacerse escuchar afuera por su ayudante, pese al ruido de las máquinas. Este último intentó abrir una de las puertas, cuando sintió un golpe en su cabeza con un trozo de caña. Cayó al suelo. Pudo ver al chaneque encaramarse de nuevo sobre el parabrisas, golpeando con sus piernas el cristal hasta romperlo. Las abejas salieron por las roturas generadas por los golpes. El hombrecillo saltó al suelo desde el cofre. Se marchó dando saltos imposibles de cinco o seis metros. Las abejas fueron tras él, escoltándolo, iluminadas por las luces del camión. Se perdieron entre la maleza de la ribera del río cercano.
Cirilo logró abrir la puerta de la cabina. Sin importarle el frío de la madrugada, corrió dando alaridos hacia el agua del afluente mientras se desprendía de su ropa. Su ayudante, un tanto repuesto del golpe recibido, y el chofer de la alzadora de caña, testigo de la venganza del chaneque, fueron tras él para prestarle auxilio.
Sobrevivió a la picadura de docenas de abejas, no sin pasar días difíciles en el hospital. La historia de la venganza del chaneque se divulgó a los alrededores, con sus respectivos agregados por parte de las lenguas salerosas. Al menos en la zona, de ahí en adelante, nadie se atrevió a prender lumbre a las colmenas de abejas sobrevivientes de la quema.
Algunos aseguran haber visto al chaneque bañándose en el río, saltando de un árbol a otro o correteando a las vacas o caballos que, por descuido de sus dueños, pastan en los cultivos de maíz o caña de azúcar. Algún ingenioso lo ha bautizado con justicia: el chaparrito del río, guardián del agua y la vida.