I
Hay se casó María. Suspira y se atreve a soñar el paraíso. Llegó embarazada al enlace, pero no iguala su abdomen el volumen del vientre de su "amado", que dijo ante el juez de paz "sí, acepto" sin voltear a verla a los ojos. Su madre la mira con felicidad fingida, detrás esconde una tristeza añeja. Por la noche, después del festejo, sin haber sido tocada su piel por las manos soñadas de príncipe alguno, la ilusión se rompe con los ronquidos alcoholizados del marido, presagios de tormentas venideras. María suspira y humedece la almohada. En su entrepierna, el mundo está seco.
II
“No cometas el error de casarte con un hombre que devore en vez de comer. Así lo hará contigo en la intimidad. Elige a uno que, además de un respetable nivel de inteligencia, deguste la comida con delicadeza, lenta y gozosamente”. Fiel al consejo de su madre e increíblemente virgen a los veinticinco, se casó con el elegido seducida por sus finas formas, sus firmes nalgas y su artística manera de degustar una sartenada de langostinos y almejas.
El novio la llevó exquisitamente por la pista durante el vals; su ternura no cesó a lo largo de toda la ceremonia. Igual que en las comedias románticas hollywoodenses, partieron en su auto con la ristra de latas ruidosas y un cartel de “recién casados”. En la suite del hotel de cinco estrellas el hombre procedió lento: copas de champagne, música de fondo, ternuras al oído, parsimonioso ritual para desnudar a la dama y desnudarse. Prosiguió con masaje minucioso en los pies. Besó cada uno de sus dedos, subieron los labios por ambos empeines, los tobillos; se detuvieron un siglo en las rodillas, como si ahí descubriera el sabor solamente imaginado del néctar olímpico. La damita temblaba y su respiración aceleró peligrosamente. Recorrieron las manos y labios las temblorosas piernas, subieron por las ingles y los glúteos sin tocar el pubis palpitante. La boca masculina bebió torrentes de sal en el oasis del ombligo, hasta entumecer su lengua. Cuando las manos atraparon los senos incendiados, la pasión reprimida de la chica hizo erupción por las puntas ígneas y erectas. El corazón latía al doble de su ritmo normal. La mujer abrió sus piernas, implorante, pero él vagaba extraviado en las axilas femeninas. Cuando al fin, después de años luz de espera, el pubis impoluto fue invadido por los dedos largos y finos, ella no pudo más y reventó. Sintió expandir su cuerpo por miles de galaxias cuando su corazón ejecutó su último latido. En su rostro se abrió una sonrisa al momento de la explosión. Tiempo después, no pudieron borrarla los tanatopractores.
Así la despidieron los que la querían, incluido el esteta de su marido, que la vio partir virgen, impenetrada y sin haber amado como la carne ordena.
III
Desde joven decidió que se casaría junto al mar y en noche de luna llena. El astro ejercía sobre ella un influjo casi sobrenatural. Aumentaba la marea en sus adentros y corrían olas en su piel ante el influjo lunar.
El novio era realmente apuesto, una inquietud galopante para cualquiera de las mujeres presentes en la boda. La ceremonia fue un protocolo poco importante para ella; sus padres insistieron en llevarla a cabo. La atención mayor de la novia estuvo en el ascenso de la luna allende el mar, y en procurar las manos de su amado en su cintura. Danza, música, pastel y bienaventuranzas fueron el preámbulo cursi del otro ritual que en verdad deseaba.
El alcohol y la luna la tenían al borde del desquiciamiento al subir por el elevador, dejando la madrugada a cargo de la embriaguez de los danzantes y de las damas seniles que dormitaban en las mesas atestadas de cristales y vino. Estremeció a su reciente cónyuge cuando en el quinto piso hincó sus dientes en los senos masculinos, aferradas las manos a su miembro. Él quiso detenerla, pero llegó semidesnudo a su habitación del onceavo piso. Por la ventana entró la melodía que subía escalando el edificio: “Y yo que te deseo a morir, qué importa si es la última vez…”
Ella tardó una décima de segundo en desnudarse. La luna, que se filtró al cuarto con absoluto descaro, atestiguó la embestida de la dama. Enfebrecida, arremetió con furia plateada en el cuerpo del hombre, que nada pudo hacer para defenderse de las dos presencias femeninas contundentes y mortales; una astral, la otra de carne y hueso.
Tiempo más tarde, con la mujer montada a horcajadas sobre él, penetrados los dos por una locura planetaria, ella desgarró con dientes y colmillos los labios, los lóbulos y el cuello del hombre, dueña de una fuerza que equivalía a la de las muchísimas mujeres que habían pasado por las manos del ejemplar masculino que esa noche se desangraba frente a su mirada extasiada.
Después del orgasmo oceánico, la mujer, convertida en algo más que humano, escarlatas sus colmillos por la sangre masculina, quiso alcanzar a su compañera celeste que la llamaba desde la ventana. Agitó sus brazos, alas tal vez, y se lanzó.
Algunos de los beodos que a las dos de la mañana cantaban y contaban las estrellas en la playa, aseguran que cruzó sobre sus cabezas y se perdió en la noche marítima; otros aseveran que la vieron ascender en vertical hacia su cómplice brillante. Les creyeron quienes fueron víctimas del mismo embrujo.
Al hombre lo encontraron herido, desangrado y hundido en una demencia que no lo abandonaría jamás. De ella, mujer vampiro nacida la noche de su boda, nadie supo nada. En los registros policiales se declaró desaparecida.
IV
El otoñal solitario delira en el sopor de la tarde:
“Créeme, mujer, me casaría contigo y apagaría el llanto que te ocasiona el mundo si supiera que existes, que ocupas un mínimo espacio, unos huesos, una boca. Si tuvieras un código postal enviaría cartas a tu corazón, bajaría una nube a tu jardín y colgaría en él una hamaca para dos. Si fueras algo más que una premonición, una duda que me asalta al doblar cualquier esquina, una esperanza, me batiría a duelo con mi mediocridad para alcanzarte. He confiado en el tiempo, en mis pasos; y no te encuentro. Me inquietan las arrugas, la clarividencia de lo eterno y lo mortal en el espejo; me preocupa la prisa con la que veo llegar y desaparecer las Navidades sin que tú aparezcas, sobre todo si no albergo demasiada esperanza en una próxima reencarnación. Sin embargo, te escucho musitar en alguna ráfaga de viento, detrás de una pared antigua, en la superficie del agua tocada por un rayo de luz; entre dos versos tristes de una canción y, sobre todo, en el azaroso devenir de mis sueños. Cada que duermo te constato en la inconciencia, y enseguida te olvido en la insensatez de la vigilia.
“Reitero, me casaría contigo, aunque no fueras de carne ni le dieras placer a mis sentidos. Sería suficiente que asomaras tu reflejo en los cristales o deslizaras tu fantasma por mi espalda. Bastaría encontrarte en algún rezo conciliador antes de cerrar para siempre los ojos, evaporarnos en la humedad de mis lágrimas y expandirnos sin testigos en las partículas del aire. Es duro estar casi muerto sin haberte avizorado.
“¡Ven! Camina un momento conmigo por el sendero distópico de mis pasos, encarna la ilusión, suaviza este final sin besos, engaña con tu luz mis últimos segundos.”
Cerró los ojos y murió el poeta otra vez para siempre, como a diario en el ocaso.